Pero esta vez Silio no sostenía un arma, sino que hacía girar entre los dedos una espléndida vasija de plata.
– Mira -dijo, tendiéndosela a Cayo. La plata estaba repujada, con ligeros dorados-. Es un trabajo griego -dijo, Silio-, una historia de la Ilíada.
Dicho por él, parecía una broma. Sin embargo, en la vasija aparecía de verdad la historia del rey Príamo, que besa de rodillas la mano de Aquiles, el hombre que ha matado a su hijo, para recuperar el cuerpo de este. Y se veía la antigua pero clara firma del autor.
– Quirisopos epoiese -leyó rápidamente Cayo.
Pero el artesano del castrum había grabado en el borde el nombre del tribuno: Silio, y estaba trabajando en otra vasija.
– Tu padre no quiere que en estas tierras estallen más guerras -dijo Silio-. Estas vasijas están destinadas a un amigo mío que está muy lejos, mucho más allá del limes, a orillas del Gran Mar Septentrional. Beberá mi vino y recordará mi nombre.
– Nos vamos mañana -dijo Cayo. Y con confianza suplicante, puesto que Silio era uno de los hombres más próximos a su padre y su mujer, Sosia, que vivía en el praetorium, era amiga íntima de su madre, susurró-: Por favor…, tengo que preguntarte una cosa.
El tribuno, experto y despiadado guerrero, se sorprendió a sí mismo mirándolo con un cúmulo de sentimientos inusitados. La mirada del niño era dulce y ansiosa, la voz desarmaba; poseía uno de los más exquisitos dones de los dioses: la capacidad de atraer simpatías inmediatas e irracionales. El tribuno despidió a los mílites haciendo un ademán.
– Mi madre ha llorado -dijo Cayo-, y tú sabes que se esconde para que nadie la vea. ¿Por qué mi padre solo le dice: «Ten paciencia, aguanta»? ¿Y por qué nadie quiere hablar de eso conmigo, como si yo no pudiera entenderlo?
Era verdad: tampoco conversando, expresando emociones, cometía errores de sintaxis, ni en los tiempos y los modos verbales. Levantó la cabeza, con el casquete de cabellos castaños graciosamente ondulados sobre la frente, tal como los llevaría toda la vida:
– Nadie sabrá que hemos hablado de esto -prometió, y se quedó esperando.
El tribuno respiró, como hacía un instante antes de ordenar un ataque, y dijo:
– Te vas a Roma. Y ahora yo debo contarte una historia de la que hasta el momento nadie estaba autorizado a hablarte. Ya sabes que Julia, la única hija del divino Augusto, la madre de tu madre, tuvo también de Marco Agripa, el gran general, tres hijos varones.
– Lo sé porque tú me lo dijiste -contestó Cayo, mirándolo de frente. Había crecido mucho en las últimas semanas-. Nadie más ha querido hablarme de eso.
– Los dos mayores eran fuertes y valientes, y todos teníamos depositadas grandes esperanzas en ellos -comenzó bruscamente el tribuno-. Pero los dos fueron enviados a provincias muy alejadas de Roma. Y de los dos, a Roma solo volvieron las cenizas.
– ¿Quién decidió enviarlos tan lejos? -preguntó Cayo con calma de adulto.
Silio no dijo que Livia, la Noverca, ya tenía sometido al viejo Augusto («Nam senem Augustum devinxerat adeo…», escribiría Cornelio Tácito con histórico desprecio, y concluiría fulminantemente: «Novercae dolus abstulit», es decir, «lo mató la insidia de la Noverca»).
– A Lucio lo mandaron junto a las legiones de la Hispania Tarraconense -dijo Silio-. Pero apenas llegó a la desembocadura del Ródano; lo esperaban allí para hacerlo morir. Hablaron de una extraña enfermedad que ningún médico lograba explicar.
– ¿Cuántos años tenía? -lo interrumpió Cayo.
– Aún no había cumplido los diecinueve. Poco después, al otro hermano…, Cayo se llamaba, igual que tú lo mandaron a Armenia, tierra de revueltas. Allí lo hirieron en una emboscada. Es indudable que él se había dado cuenta de que querían matarlo, porque había escrito a Augusto diciéndole que deseaba abandonarlo todo y retirarse a una ciudad cualquiera de Siria. Quizá confiaba en la piedad de la Noverca. Pero su carta llegó después de que hubiera muerto. Él tenía veintitrés años. En sus exequias, todo el pueblo de Roma y todos los hombres de las legiones denunciaron el asesinato, proclamaron que la Noverca había apartado los dos primeros obstáculos del camino imperial de su hijo Tiberio. Y decían la verdad: tres meses después, Augusto adoptó a Tiberio y de ese modo le abrió de par en par las puertas del imperio.
Cayo no hizo ningún comentario. Se limitó a preguntar:
– ¿Y mi madre?
– En aquella época era una chiquilla. Le quedaba el tercer hermano, el último varón de la estirpe de Augusto, que no tenía aún dieciséis años. Pero lo acusaron de ser impetuoso, agresivo, de presumir de su fuerza. Y la Noverca consiguió que lo desterraran a la isla de Planasia, como si fuera un peligro para el imperio, cuando en realidad habría sido un excelente guerrero.
– ¿Dónde está Planasia? -preguntó Cayo.
– En el Tirreno. Es una isla pequeña.
– Zaleucos también me ha ocultado esto -musitó Cayo.
– No lo culpes. No podía decirte más: es un esclavo. Pero yo puedo y debo decirte otra cosa. Cuando Augusto vivía sus últimos días, un hombre que había sido procónsul en Asia, Fabio, de la estirpe de los Máximos, un hombre férreo, tuvo el valor de desenmascarar ante él aquella intriga criminal. Entonces Augusto escapó del control de la Noverca y desembarcó con Fabio en Planasia, donde estaba confinado aquel pobre muchacho. Era apuesto y vigoroso, y el viejo Augusto creyó verse a sí mismo cuando tenía veinte años. El muchacho estaba desesperado por aquella injusta soledad…
Abuelo y nieto se habían abrazado y habían llorado juntos, dijeron los historiadores (aunque no sabemos qué hizo llorar de común acuerdo al autor de la condena y al condenado).
– Hasta Fabio, que había participado en innumerables guerras -dijo Silio-, se conmovió y se lo contó a su mujer. Pero su mujer era amiga de la Noverca, que la tenía dominada con sus artes sibilinas, y no fue capaz de callar. Dos días después, agredieron a Fabio en un callejón y resultó muerto. Según me dijeron, fue un ataque realizado por una mano experta, uno de esos ataques que tú estás aprendiendo. Me enteré de que la viuda estaba desesperada delante de la pira en llamas, gritaba que lo había matado ella y contaba cosas que no debería haber dicho. Debes saber también que Fabio era un gran amigo de tu padre y que no lo vengó nadie.
Cayo permaneció en silencio. La idea de la violencia impune entraba por primera vez en su vida.
– ¿Y Augusto? -preguntó con frialdad, como si estuviera indagando.
El tribuno Cayo Silio se quedó desconcertado por la dureza de la pregunta.
– Entonces ya estaba enfermo -dijo-. El pobre muchacho siguió en Planasia.
– Vivo -dijo Cayo.
– Sí, estaba vivo. Pero era el último rival legítimo de Tiberio, y este, en cuanto tomó el poder, mandó a un centurión para que lo asesinara. Lo atacaron a traición; él se defendió, pero eran tres hombres contra un muchacho.
Aquellas palabras sanguinarias anidaron en el cerebro de Cayo. Y Silio no sabía durante cuántas noches los sueños de aquel adolescente se verían interrumpidos por un sobresalto de alarma.
– Cuando llegó la noticia -dijo-, durante tres días aquí nadie vio a tu madre.
– No me acuerdo -susurró Cayo.
– Eras pequeño.
Aquel primer delito del nuevo emperador, al revelar su gélida crueldad y su enorme capacidad de disimulo, había aterrorizado a Roma.
– Pero cuando el centurión anunció a Tiberio que la misión estaba cumplida y, para darse importancia, dijo que no había sido fácil matar al muchacho, Tiberio declaró ante seiscientos senadores que él no había dado ninguna orden. Quizá había sido un mandato secreto de Augusto, dijo, para ser cumplido después de su muerte. Fingió indignarse y ordenó que ejecutaran en el acto a aquel centurión. Mientras hablaba, tenía en la mano el pugio, el puñal símbolo del poder de vida y de muerte, y jugueteaba con él. Cuando aquí nos enteramos de que el imperio había caído en manos de Tiberio, queríamos precipitarnos sobre Roma. Pero también entonces nos detuvo tu padre. -Cayo no dijo nada-. Recuerda -añadió el tribuno, rompiendo el silencio- que la sangre de aquel muchacho corre por tus venas.