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– No es demasiado tarde.

– ¿Cómo que no es demasiado tarde?

– Antonia puede dejar de odiarte.

Tras estas palabras, Trasilo se levantó para despedirse. Tiberio lo acompañó hasta la puerta y lo abrazó.

– Adiós, amigo -le susurró con voz apenas perceptible-. Le escribiré.

En cuanto llegó a su casa, el astrólogo se dirigió con gran esfuerzo a la cama. Sonrió al ver acercarse a su hija con su gracioso porte de bailarina. Una vez más, Trasilo se admiró de lo extrañas que eran las leyes de la generación. ¿Qué tenían en común él y esa criatura esbelta y ágil, aparte de la afición a las especulaciones elevadas y las verdades misteriosas?

– Ya está. He hablado con ellos. Tiberio escribirá a Antonia.

– ¿Y Cayo?

– No ha parecido sorprenderse. Lo he puesto sobre aviso. Se avecinan tiempos terribles. Te dejo expuesta a grandes tribulaciones.

– Deja de atormentarte, padre. -La joven le posó la fresca mano en la frente.

El astrólogo sintió que desfallecía. Allá abajo, la Parca debía de estar acercando las tijeras al hilo.

– Él puede ser el mejor o el peor.

– Será el mejor. Estoy segura.

Trasilo comenzó a delirar poco después. Sus últimas palabras, las que en latín se califican de «más nuevas», fueron «Astra inclinant non cogunt»: los astros predisponen, pero no determinan.

5 Jerusalén, julio del año 36

Arrancado de un sueño en el que se ceñía la corona de Salomón, Agripa maldijo las trompetas de plata de los sacerdotes que despertaban Jerusalén al alba. Se desprendió con suavidad de los brazos de Herodías, que ocupaba más de la mitad de la cama y lo aplastaba con sus opulentos senos. Por la ventana vislumbraba una cornisa del antiguo palacio de Herodes y un retazo de cielo blanco en el que revoloteaban los vencejos. Se anunciaba un tórrido día de verano.

La misión que Tiberio le había encomendado caprichosamente comenzaba con buenos auspicios. En primer lugar, su prima Herodías se había entregado a él sin resistirse. No le había extrañado, porque siempre había gustado a las mujeres. Ella era la esposa del endeble tetrarca Antipas. Se había revelado de entrada como una valiosa aliada, porque prodigaba buenos consejos y conocía bien el complicado país al que él regresaba por vez primera. En cuanto al prodigioso ser que le habían encargado descubrir, no existía sin duda más que en las fabulaciones de un viejo astrólogo, pero Simón el mago podría representar su papel.

Herodías se despertó. Al abrir los ojos magnificados por la raya negra de kohl, comprobó con gesto maquinal que a su vecino no le faltaba nada esencial.

¡Uf, me dejaste agotada! -gimió.

– ¡Eres tan hermosa…! ¿Cómo cansarse de ti?

Lo abrazó, halagada, antes de reanudar la conversación en el punto en que la había dejado la noche anterior.

– ¿De modo que llegaste a Roma como rehén a la edad de siete años pero no te sentías desgraciado?

– En realidad era muy feliz. Como todos los niños de la familia real, vivía en casa del emperador. Me trataban como a una especie de sobrino de ultramar. Le caía bien a Augusto; me encontraba divertido.

– ¿Y la terrible Livia?

– Conmigo no era terrible, aunque exigía que asistiese a la sinagoga. Quería que profesáramos una religión. Por lo demás, yo hacía lo que quería. Desde que me salió el primer pelo en la barbilla, me abandoné a la gran vida.

– ¿Te acostaste con muchas romanas?

– Pronto perdí la cuenta. De todas formas avancé mucho en mis estudios. En ese sentido, Augusto se mostraba inflexible. Decía que un rehén debe ser cultivado. Lo mismo opinaba Claudio.

– ¿El hermano de Germánico?

– Sí, Claudio escribe libros de historia y de gramática. Es un espíritu superior, atrapado en un cuerpo deforme.

– ¿Es verdad que Tiberio mandó asesinar a Germánico en Antioquía?

– Eso se decía, pero yo no lo creo. Tiberio tenía en gran estima a Germánico. Los dos eran excelentes generales. De lo que no me cabe duda es de que estuvo detrás de la muerte de su viuda y sus dos hijos. No quería que quedaran descendientes de Julio César en torno a los cuales pudieran agruparse sus adversarios. Sólo sobrevivieron Cayo y sus tres hermanas.

– ¿Se parecen las tres?

– Aparte de los ojos azules y el cabello negro que heredaron de Germánico, no tienen casi nada en común. La mayor, Agripina, es un César con faldas obsesionada con dominar a todo el mundo. El amor es lo último que le interesa. La pequeña Julia, a quien todos llaman Lesbia, es una chiquilla pretenciosa, muy orgullosa de sus rizos. En cuanto a Drusila, la he visto en muy pocas ocasiones.

– ¿Cuál es la más bella?

– Agripina posee un cuerpo de estatua, pero unas facciones más bien duras, para mi gusto. Lesbia es bonita sin más. Yo por mi parte, comparto el gusto de Cayo, y le doy la palma a Drusila.

– ¿Es cierto que, cuando eran niños, los dos…?

– Es cierto, aunque Cayo ya no era un niño. Contaba diecisiete años, y ella doce. Vivían en casa de su abuela, Antonia, y ella los sorprendió in fraganti. Por aquel entonces, Cayo era mi alumno, y por eso me enteré de todo el asunto. Estaba perdidamente enamorado de ella y supongo que aún lo está, pese a que Tiberio los haya separado.

– ¿Y ella?

– ¿Cómo voy a saberlo? Es una mujer extraña. Fascina a los hombres, pero no les presta la menor atención. No se le conocieron amantes hasta que Tiberio concertó su matrimonio con el procurador de Rodas. Se rumorea que ella no quería que nadie sucediera a su hermano en el goce de sus encantos.

– ¿Cayo será emperador?

Agripa le había explicado ya varias veces la situación. ¿Cómo era posible que las mujeres retuviesen con toda fidelidad los detalles más nimios y en cambio olvidasen tan fácilmente lo importante?

– En Capri, todo el mundo te respondería que no -le explicó, armándose de paciencia-. Tiberio lo trata como a un histrión y un inútil. A mí me parece significativo que, hasta el día de hoy, no lo haya matado y que incluso lo haya adoptado. Muchos dirán que fue para aplacar la hostilidad de la familia, la gens Julia. Eso es poco probable, porque a Tiberio no lo agobia ese tipo de preocupaciones. Si el hijo de Germánico, descendiente directo de Julio César, sigue con vida, es posible que llegue a emperador.

– Eso sería estupendo para ti. ¡Tu ex alumno!

– Cuando está de buen humor, me llama su venerado maestro, pero no estoy seguro de que me venere. En realidad, por lo que respecta a Cayo nada es seguro.

– ¿Se parece a Julio César?

Agripa suspiró. Comenzaba a cansarse del interrogatorio. Las mujeres son curiosas como gatas. Cuanto más lejos viven del poder, más sueñan con conocer sus secretos.

– Es tan feo y brillante como su antepasado. Libertino, caprichoso, vicioso, pero dotado de una inteligencia extraordinaria. Yo estoy en condiciones de afirmarlo, porque él tenía siete años cuando su madre me pidió que supervisara sus estudios. Los otros dos, Druso y Nerón, eran torpes de espíritu. Cayo aprendió el griego jugando. Le fascina el Oriente. A los diez años, quería que lo llevara al templo de Isis. Todo despertaba su interés. ¿A que no adivinas cuál fue su primera pregunta, el día en que asumí mis funciones como su mentor?

– ¿Y cómo quieres que lo adivine?

– Como sabía que yo era judío, se empeñó en averiguar qué aspecto tenía un miembro circunciso. Hube de enseñarle el mío a escondidas de su madre. Con eso me gané su confianza. Le asombró que la piel no pudiese deslizarse hasta cubrir el glande. La mujer emitió una risita gutural.

– ¿De verdad que no se desliza la piel? ¡Qué catástrofe! Veamos.

Enseguida su boca se aplicó a la tarea. La noche había sido tan ardiente que al príncipe le costó llegar a donde ella quería llevarlo.