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– Qué. Qué te cuentas. ¿Cómo está tu madre?

– Bien -responde él hundiendo la cabeza entre las páginas del libro.

– Trabajando mucho, supongo. Qué remedio, la pobre. Y mientras, el caradura de tu padre, ¿qué? ¿Qué hace esta buena pieza?-insiste la tabernera, risueña, mirándole con picardía-. ¿Ya está en casa, o sigue por ahí cazando ratones y armando jarana? ¡Vaya un elemento! Aunque simpatía le sobra a este hombre, eso sí.

Prefiere no contestar y adentrarse más en la llanura salvaje y remota.

A unos treinta metros de donde comenzaban las hierbas altas yacía el león, aplastado contra el suelo. Tenía las orejas gachas y el único movimiento que se permitía era sacudir arriba y abajo su larga cola de pelo negro. Se había puesto en guardia nada más llegar a ese escondite…

El bar bodega Rosales es una de las tabernas más antiguas del barrio. Tiene un suelo maltrecho y desnivelado de baldosas negras y blancas y un viejo mostrador de obra revestido de cerámica, cuyos ángulos y borde superior imitan rugosos troncos de pino hechos con argamasa y pintados de color marrón, con nudos y vetas muy convincentes. El mostrador lo remodeló con sus manos el mismo tabernero, el señor Agustín, que había sido albañil con ideas y gusto para la decoración, y en su día la obra mereció encendidos elogios de la parroquia por su gran parecido con troncos de verdad, pero la señora Paquita detesta esos troncos porque la corteza leñosa, tan admirada, acumula polvo y mugre y está más que harta de frotarlos con lejía y un cepillo. A un lado del mostrador hay cinco grandes toneles de vino, tres abajo y dos encima, y algunas barricas de licores igualmente para la venta a granel, y al otro lado, tres mesas de mármol rectangulares con patas de hierro colado y arrimadas a la pared con azulejos a media altura, donde una ventana, provista de una vieja persiana descolorida, se abre a la calle Torrente de las Flores. Al fondo, el local se estrecha y se oscurece en torno a un futbolín bajo una lámpara de pantalla verde, ahora apagada, que hace dos años alumbraba una mesa de billar. El negocio se sustenta más en la venta a granel que en el servicio y consumo en mesas, y los parroquianos habituales que vienen a pasar el rato son contados, sobre todo los días de entre semana. Desde la calle, echando una ojeada al pasar, suele verse en la penumbra el encorvamiento predador de una silueta frente a la barra, la sombra inestable de algún bebedor solitario y paciente con su vaso de vino en la mano, pero, salvo los cuatro o cinco vecinos adictos al dominó y al subastado los sábados y domingos por la tarde, los mismos que en las noches de verano cogen su taburete y una cerveza fría y se sientan en la acera, o los jóvenes pandilleros que se juntan ruidosamente en torno al futbolín antes de acudir al baile de La Lealtad o al Verdi, la taberna es un oloroso nido de sombras y de silencio.

Cuando entra la señora Mir, Ringo inclina aún más la cabeza sobre el libro y termina el párrafo del león herido.

Todo él, dolor, náusea, odio y todas las fuerzas que le restaban, se tensaban en una concentración absoluta para cuando hubiera que atacar.

– Qué tal, Vicky, cómo va eso -dice la tabernera.

La señora Mir deposita un sifón y una botella vacía sobre el mostrador.

– Tirando.

– Días sin verte, caray. ¡Y si supieras lo que tengo que decirte!

– Este sifón que le diste a mi hija no pita.

– Tengo una sorpresa para ti, Vicky. Te estaba esperando…

– Aprietas y no sale nada, mira.

– Yo no se lo di, seguro. Yo siempre los pruebo antes.

– Pues tu hermano sería, qué más da.

– Bueno, te daré otro. Pero escucha…

– Y me pones en esta botella un litro de blanco.

– ¡Que sí, mujer! -Y con la voz melosa, en tono confidencial-: Antes he de decirte algo que te interesa, chatita, y mucho.

La señora Mir parece no oírla. De pronto ha echado la cabeza hacia atrás, doblando la espalda y enroscándose un poco en un rebuscado gesto de abandono y coquetería, toda una tramoya equilibrista para mirarse la pantorrilla, sacar la lengua, ensalivar el dedo corazón y restregar una mancha en la tersa piel por debajo de la corva. Lo hace con una afectación cansina y melindrosa, con un parpadeo de los ojos que a Ringo se le antoja descacharrante. No debería permitirse tales cosas una mujer así, piensa: es paticorta, es fea, tiene pliegues en la nuca, tiene demasiado culo, demasiado pelo en las axilas y demasiado carmín en los labios. Y esas pestañas imposibles con su pringue violeta, y esa disposición pechugona al piropo callejero, y ese amago de frustración y desengaño que asoma a sus ojos cuanto más se esfuerza por agradar. Ha pasado una semana desde que se hizo la muerta sobre unas vías del tiempo de Maricastaña, y sigue viviendo en tiempos de Maricastaña y haciendo el ridículo.

Al incorporarse descubre al chico agazapado sobre el libro.

– Tú eres el hijo de Berta ¿no?-El pestañeo cordial y frenético de sus ojos precede a una especie de disculpa-: Bueno, quiero decir el hijo adoptivo de Berta… Estudiabas para músico y tuviste que dejarlo, ya lo sé. -Su voz carrasposa contrasta con el semblante risueño de muñequita rolliza. Repara en el brazo en cabestrillo y el vendaje de la mano-. ¿Qué es eso?¿Qué te ha pasado?

Él cierra los ojos y el libro al mismo tiempo, postergando la suerte del león herido para mejor ocasión. Con aire de fastidio se pone a teclear sobre el mármol de la mesa con los dedos de la mano izquierda.

– ¡Ufff…! -resopla-. Una laminadora me pilló el dedo.

– ¡Dios mío! ¿Cómo ocurrió, dónde?

Un parpadeo, no deseado esta vez, y la contorsión lenta y ondulada del oro laminado atrapa nuevamente el dedo y los dos rodillos de acero se lo tragan.

– En el taller -responde de mala gana.

– ¡Oh, qué barbaridad! Vaya, cuánto lo siento, hijo. Pero ya te encuentras mejor, ¿verdad?

No contesta. Le gustaría dejar bien sentado que él no transige con la ordinariez y la fealdad, y menos con esas ínfulas de heroína de novela rosa que gasta la señora.

– Vicky -tercia la tabernera-, ¿quieres oír lo que tengo que decirte, sí o no?

– Que sí, ya voy. -Mira los dedos del chico tecleando veloces junto al vaso de cerveza-. Deberías beber horchata.¿Cuántos años tienes?

– Voy a cumplir dieciséis.

– ¿Tu madre está bien? Qué mujer tan buena y atenta. Dale recuerdos de mi parte. Que si me necesita, para lo que sea, no tiene más que decirlo.

Levanta los brazos ajustándose la profusión de ruidosos brazaletes y finalmente se vuelve hacia la tabernera mediante un animoso cruce de piernas, y, aunque sufre un ligero traspiés, se rehace en el acto y sin merma en el estilo, en la disposición festiva y musical de las piernas, en esa peculiar manera suya de permanecer de pie ante el mostrador, igual que si apoyara el gordo trasero sobre un invisible y alto taburete en la barra de un bar elegante. Se cree que vive en una película, piensa él, y constata una vez más lo que no le gusta de este monumento a la afectación y a la cursilería; no le gusta el color amarillo de sus rizos, no le gustan su boca de piñón, su voz carnosa, sus hombros redondos y antiguos, no le gusta cómo sujeta la botella en la axila, ni sus manos volatineras y omnipresentes, ni ese ancho cinturón blanco que realza sus ancas y aúpa sus pechos, ni sus zapatos de fulana con tiritas doradas que dejan ver las uñas de los pies pintadas de color morado…

– Vicky, ¿te encuentras bien?-pregunta la señora Paquita, viéndola abstraída.