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– Oh, sí. ¿Qué me decías…?

– ¡Se trata de algo que ni te imaginas! -Ha terminado de lavar las anchoas y las dispone cuidadosamente alineadas en los platillos. Dirige al adolescente que simula leer junto a la ventana una mirada preventiva, lamentando tenerle tan cerca, y ahueca la voz-: Algo que te va a alegrar, mujer.

– ¿De veras?

– ¡Ayer estuvo aquí!

– ¿Quién?

– ¿Cómo quién?-Baja aún más la voz-: Tu hombre. Se sentó a aquella mesa del fondo y estuvo mucho rato callado. Y muy desanimado, mucho.

– No me digas. -La señora Mir se queda pensativa. Aún no ha decidido si debe mostrarse impresionada o no-. Juró que nunca jamás volveríamos a verle.

– Pues vino. Eran poco más de las tres y media de la tarde, Agustín había ido a echarse un rato y yo estaba ordenando la nevera, cuando le vi entrar por esa puerta. Y mira lo que te digo, Vicky: no parecía el mismo hombre. Estaba muy abatido. Dijo hola, se sentó, pidió su picón y un vaso de agua y estuvo más de media hora con la cabeza entre las manos. Daba pena, de verdad. Me preguntó si te había visto pasar, o si tu hija había venido por aquí, y le dije que no. Me contó que estuvo llamando a la puerta de tu piso durante una hora y que no quisiste abrir.

– Mentira y gorda. No salí de casa en todo el día y no oí nada, así que es mentira. Lo que pasa es que no se atreve a dar la cara…

– Sería por eso. Porque le dije que probara a llamar otra vez, que seguro que estabas en casa, pero ni me escuchó. Sacó del bolsillo una pluma estilográfica y me preguntó si tenía papel de carta y un sobre, y yo le dije sí tengo, pero quizá no le gusten, porque son de color rosa. Es el único capricho que me doy, le dije al verle una mueca… Bueno, el caso es que subí a mi cuarto y me vine con media docena de hojas y un sobre. Y entonces va y me pregunta si podía hacerle el favor de entregar yo la carta…

La señora Mir no deja entrever ninguna emoción.

– ¿Por qué puñeta haría eso? ¿Y dónde está esa carta?

– Pues verás, cuando ya casi tenía escrita una hoja, después de pararse a pensar cantidad de veces, va y la coge, hace una bola de papel y se la mete en el bolsillo. Escribió dos más, esforzándose muchísimo, y también las arrugó y se las guardó. Se ve que la carta no le salía como él quería, por la mala letra o por lo que fuera. Yo no me moví de aquí, pero lo vi todo. El picón ni lo probó, y hasta se le olvidó que lo había pedido, porque al final se vino a la barra, me pidió un coñac y dijo no me sale, Paquita, no me sale, la escribiré en casa. Se bebió el coñac, y antes de irse ¿sabes qué me dijo?

– ¿Cómo voy a saberlo, mujer?

– Pues que mandaría a alguien con la carta, y si podía hacerle el favor de entregarla yo personalmente.

– ¿Eso te dijo?

– Como lo oyes. Tuve que prometerle que no te diría nada, ni siquiera que había venido. Pero ya está bien de secretitos, ¿verdad, cariño?-La señora Mir asiente con una sonrisita de complicidad-. Y enseguida se marchó, llevándose el sobre y las tres o cuatro cuartillas que quedaban…

– ¿Ah sí?¿Y para quién era esa carta?

– ¡Pero bueno ¿serás tonta?! ¡Para ti! ¿Para quién si no? Yo se lo pregunté, claro, pero no hizo falta ni que abriera la boca. En el sobre vendrá el nombre, creo que dijo. El sinvergüenza quería discreción, y es normal ¿no? Y fíjate, el coñac que pidió es el que a ti te gusta. ¡Nunca antes había pedido ese coñac de garrafa!

La señora Mir parpadea, confusa, acariciándose el lóbulo de la oreja.

– Sí, creo recordar que algo dijo… Después de aquella horrible trifulca en casa, cuando le pedí que no volviera a hablarme en la vida, ¿sabes qué dijo? Pues tranquilamente dijo que, bueno, que se iba a marchar muy lejos y que un día me lo explicaría todo. Pero en ese momento no le creí.

– ¿Por qué no? Dale ocasión de hacerse perdonar, mujer.

– Ningún hombre merece hacerse perdonar por eso.

– ¿Y qué fue eso, Vicky?

Sumida en sus pensamientos, siempre mirándose en un espejo complaciente, la señora Mir no la escucha.

– Sí, ahora recuerdo… Es que hubo una gran escandalera, ¿sabes?, me puse a gritar y mi hija se encerró en el cuarto de baño con la toalla en la cabeza, asustadísima… Le vi ponerse la americana y recoger sus cosas de la mesa del comedor, su tabaco, sus gafas de sol, su tubo de Efedrina para el asma, y las camisetas y las medias para sus niños futbolistas, que le hacíamos el favor de lavar y remendar cada semana, fíjate si nos portábamos bien con él… Y entonces fue cuando dijo eso: será mejor que me vaya, adiós, te escribiré. Sí, lo dijo. Yo estaba en mitad del pasillo, sin poder moverme del susto, y noté que me faltaba el aire, que me iba a desmayar… ¡Y mira, cogí la puerta y salí pitando escaleras abajo!

– Pero ¿la discusión por qué fue? ¿Qué te hizo, Vicky?

La curiosidad chisporrotea en los grandes ojos negros de la señora Paquita, que espera en vano una respuesta, mientras el chico baja los suyos con una tediosa resignación, oyendo sin escuchar. Fija la mirada en el teclado imaginario y pulsa eldo, el mi y el sol con el pulgar, el corazón y el meñique, tecleando los tres a la vez con bastante dificultad, porque ahora tiene grabada en la mente la mano nudosa y oscura del señor Alonso posada fugazmente en el trasero de la señora Paquita, una noche lluviosa del invierno pasado que ambos salieron a la puerta del bar con un paraguas que ella le prestó para que no se mojara al cruzar la calle yendo a casa de la señora Mir, y que él abrió a su espalda antes de despedirse, ocultándoles a ambos, aunque no lo bastante.

– Lo que está claro es que te hizo mucho daño -añade la tabernera-. Tú merecías algo mejor, chica.

– Sí, claro -suspira la señora Mir-. Merecía mejor suerte, es verdad. Pero la felicidad hay que buscarla, Paqui, siempre, cueste lo que cueste… La culpa fue mía, ¿sabes? Le dije ahí tienes la puerta, pero mira, ¡fui yo la que echó a correr! Culpa mía, te digo. Nunca debí permitirle que se tomara tantas confianzas en mi casa…

– ¿Puedo hacerte una pregunta, cariño? No te enfades, pero es que no lo entiendo. ¿Quién tiene que perdonar a quién?¿Él a ti, o tú a él?

– Oh, Paqui, yo le habría disculpado, de veras. Que Dios me perdone, pero sólo con que me hubiera dado un poco de tiempo… ¡Debes creerme! ¡Cometí un error, una pifia de las mías! Lo que necesito es que él lo sepa y me perdone, por insultarle y abofetearle de aquel modo.

– ¿Le soltaste una torta? Pues vaya, sí que fue gorda la cosa.

– ¡Oh, sí, lo fue, lo fue!

– Chica, qué mala suerte. Y ahora que ya pasó, ¿cómo lo ves, qué piensas de lo ocurrido, Vicky?

– Nada.

– ¿Nada?

– Bueno, te lo acabo de decir. La pifié. Aquel día volvía a casa con la espalda rota, venía de manejar a la pobre María Terol, ya sabes, ciento diez kilos y con su celulitis y su humor de perros… Total, que venía hecha polvo y perdí el oremus. ¡Y luego estas vías del demonio! ¿Para qué las dejarían ahí, para acabar de confundirme? Habría que arrancarlas, y también los adoquines.

– No me refiero a eso, Vicky. -Vacila antes de decirlo-: Juraría que se trata de otra mujer… ¿Estoy en lo cierto?

– Siempre hay otra mujer.

– ¿Cómo lo supiste? ¿Te lo dijo él?

La señora Mir niega con la cabeza.

– Claro que no. Pero una chica casada sabe cuándo ocurren estas cosas. Sobre todo si ya dejó atrás los cuarenta.

– ¡Ja! En eso no estás sola, guapa. Pero bueno, lo malo sería que fuera algo serio, quiero decir… que le durara. Si sólo fue un capricho…

– Es que al parecer no hubo nada. Ya te lo he dicho, me figuré cosas… y él se lo tomó muy mal. Qué le vamos a hacer. No hay amor verdadero sin sufrimiento, mi vida, es bien sabido.

– Esto que dices es una burrada, Vicky. Una burrada. A tu edad.