Выбрать главу

– Quizá pensó que nuestra relación no daba ya más de sí, puede ser, nunca se sabe con los hombres… En todo caso yo se lo puse a huevo. ¡Y se las piró!

– No me lo puedo creer. Mientes. Seguro que mientes.

– ¡Que no, Paqui, te lo juro! ¡Nunca debí soltarle aquel bofetón!

La tabernera se queda mirándola, recelosa.

– Bueno, allá tú. En cualquier caso ¿sabes qué te digo? Que deberías ir a buscarle enseguida.

– ¡Dios mío, ¿dónde?! Nunca me dijo dónde vivía. ¿Alguna vez te lo dijo a ti, o a tu hermano?

– A mí nunca.

– Pues a mí tampoco -suspira la señora Mir.

– ¿En serio? Qué hombre tan raro, ¿verdad?

– ¡Más que un perro verde, querida!

Más raro que un perro verde, en efecto. La tabernera recuerda que en sus primeras visitas se había mostrado dicharachero y simpático, y bastante fresco también, sobre todo con ella, pero nunca había modo de saber si hablaba en serio o en broma. Un día dijo muy seriamente que le intrigaba la acción del paso del tiempo sobre las patatas. No, no era campesino ni lo había sido nunca, no estaba interesado en productos agrícolas y en su evolución; explicó que había sido entrenador de un equipo juvenil de fútbol en la barriada del Carmelo y que masajeaba las piernas de los chavales con un ungüento a base de aceite y patatas arrugadas, previamente trituradas. Tenía dudas acerca del tiempo idóneo que requería la patata para agostarse y arrugarse, y parece que un día oyó hablar de la señora Mir, una sanadora experta en la cuestión, y alguien le dio una tarjeta que extravió aquel día de lluvia y por eso entró en el bar a preguntar dónde vivía.

– Y otra cosa que ayer me extrañó. Cuando ya se iba… -La tabernera se interrumpe al entrar un señor gordo y muy acalorado que recala en el mostrador pidiendo con cierta urgencia una cerveza de barril bien fría. La señora Mir aprovecha la pausa para pedir a su vez una copita de coñac de garrafa y un vasito con sifón. El cliente no es del barrio y la tabernera evita entablar conversación con él. Sirve la cerveza en una jarra y luego la copa de coñac junto con un sifón. Acto seguido abre la espita de una barrica de vino blanco y con la ayuda de un embudo llena la botella, vuelve a situarse detrás del mostrador, deja la botella encima, pone el tapón y lo golpea con el puño. El hombre engulle ruidosamente la cerveza, se seca el sudor del cogote con un pañuelo y observa de refilón a la clienta gordita, que a su vez mira con mucha atención la estampa de un calendario colgado en la pared, detrás del mostrador. La estampa reproduce una vieja fotografía, virada en sepia, de un antiguo equipo de fútbol posando en el campo de juego antes de un partido. Meneando un poco la cabeza, en voz baja, la señora Mir dice:

– Estaría mejor de rodillas.

Un tanto confuso, el cliente termina su jarra, paga y se va.

Agazapado detrás de su mesa, Ringo repasa las instrucciones sobre ejercicios para cinco dedos en el cuaderno que acaba de abrir sobre el libro. Todavía el pentagrama se impone a la ficción literaria reclamando la atención del lector, y así será durante todo el verano y hasta bien entrado el otoño. Pero ahora cuesta concentrarse porque las mujeres recobran el hilo de la conversación:

– Y cuando ya se iba -prosigue la tabernera sin más preámbulos, mientras retira la jarra y frota el mostrador con un paño- estuve a punto de preguntarle por qué no mandaba la carta por correo, en vez de traerla aquí. Me pareció extraño que me la confiara a mí…

– Por la niña -corta rápido la señora Mir, y su cara de luna se contrae fugazmente, a punto de echarse a llorar-. Es porque piensa en la niña, seguro. Porque mira lo que te digo, Paqui. Si este hombre habla en esa carta de lo que yo me temo, por nada del mundo quisiera que llegara a manos de mi hija. Hay ciertas cosas que una niña no debe saber… Por eso no la manda por correo. Así que cuando vuelva con la carta, la guardas bien y me la das. Y a Violeta ni una palabra.

– Descuida.

La señora Mir apura su coñac y acto seguido se moja el paladar con un sorbito de sifón. Paga la cuenta, sujeta la botella de vino bajo la axila y se dispone a salir con el sifón colgando de un dedo.

– Sobre todo, Paqui, por lo que más quieras, si llega la carta, no se te ocurra dársela a Violeta. Yo la recogeré.

– Que sí, mujer. Vete tranquila.

Ejercicio 1.º: Ponga usted el antebrazo y las manos, con los dedos estirados, sobre una mesa ante la cual esté usted sentado, y un rato con la mano derecha, otro con la mano izquierda y, finalmente, con las dos juntas, vaya levantando los dedos que a continuación se indican. Baje usted el dedo que levantó, antes de elevar el siguiente y repita varias veces cada fórmula: 1-2-3. 3-2-1. 1-4-2. 1-2-4. 2-1-3…

Practica un rato sobre el mármol con la mano izquierda y luego para y se queda mirando a través de la ventana. Un parpadeo, evocando aquella artimaña de los ojos del deseo y la ensoñación infantil y pandillera, y en la pared leprosa al otro lado de la calle aparece el cartel que anuncia en letras rojas el primer concierto de EL GRAN PIANISTA DE NUEVE DEDOS. Podría ser un buen reclamo, por qué no. ¿Quién sabe lo que te reserva el dedo del destino, incluso cuando este dedo ha sido arrojado al limbo de los pianistas nonatos? Pasan algunos hombres frente al letrero, van o vienen de sus casas a otros bares y tabernas con aire decidido o desganado, algunos caminan arrimados a los muros y uno de ellos se detiene de pronto con la cabeza gacha y los ojos mirando el suelo, como si de pronto se abriera un abismo bajo sus pies. En la misma calle y un poco más arriba, en medio de la pequeña isla de adoquines melancólicos y verdosos, perviven las vías truncas que vienen del ayer abolido y van a ninguna parte. Con un repentino y punzante dolor en la uña que ya no está en su dedo, ni el dedo en su mano, Ringo cierra el cuaderno de solfeo y abre nuevamente el libro de relatos.

El león todavía está vivo, luchará hasta el final. La señora Mir y la señora Paquita aún parlotean un rato en la puerta del bar. Él apoya el codo en la mesa y se tapa la oreja con la mano libre, recuperando la protectora espesura y la fragancia salvaje de las hierbas altas en las praderas de Kenia junto con el león que sangra agazapado contra el suelo, solo y con las orejas gachas, esperando su oportunidad para atacar.

5 El dedo del destino

En el verano de 1948 el muchacho tiene quince años, calderilla en los bolsillos y un dedo fantasma en la mano derecha. Trabajando en el taller, una mañana desapacible y gris que le venía pesando insidiosamente en el ánimo, se quedó unos segundos alelado frente a la laminadora eléctrica, tarareando sin acierto los primeros compases de una sencilla melodía que se le resistía en la memoria, y ¡plan!, visto y no visto, la máquina se tragó el dedo índice.

La fatal distracción, el inoportuno embeleso musical que propició el accidente se debió sobre todo, piensa él, a la frustración que lo aquejaba desde el día que, tres años antes, se vio privado de las clases de solfeo y piano -su madre tuvo que recordarle que eran pobres-, y también a su creciente desapego al taller y al oficio, al oro y al platino, a los diamantes y a sus destellos. Recuerda que esa fatídica mañana, al salir de casa muy temprano llevando bajo el brazo el almuerzo envuelto en una hoja de periódico, sintió una especial amargura al repasar mentalmente, como suele hacer yendo por la calle, las preguntas y respuestas de su querido librillo del Conservatorio Municipal de Música. Media hora después, de pie ante la laminadora, tercamente empeñado en recordar la melodía, algo en inglés que empezaba conlong-ago-and-far-away, oído en una peli en color dos días antes, enrabietado al no conseguirlo y sin cuidado de prestar la atención debida a lo que estaba haciendo, él mismo propició la desgracia. Pero lo ocurrido se debió a su caprichosa obstinación melódica sólo en parte. Aunque no quiera admitirlo, el fatal descuido que había de costarle el dedo tuvo su origen en el desinterés por su futuro laboral, en una secreta renuncia que venía incubando desde tiempo atrás. Después de pasarse dos años barriendo el taller, concluido su periodo de aprendizaje y de cumplidor chico de recados, cuando llevaba tres meses trabajando en el banco de los oficiales, manejando el soplete y las limas y la sierra y esforzándose por hacerlo bien, su inicial entusiasmo por el oficio se había enfriado, y desde entonces, en su fuero interno, empezó a dudar de sus habilidades como orfebre. Ahora, además, ya sólo recibe simplones y aburridos encargos de composturas, soldar cadenitas, alguna alianza lisa, fundir y laminar y preparar alguna aleación para soldaduras. No puede decir que aborrezca todo el trabajo, pero algo no anda como debiera. Se siente preparado para dar forma a delicadas piezas del más alto valor artístico, y estos menesteres sencillos le aburren y los despacha deprisa y sin la debida atención. Y encima, tantas horas encerrado en el taller, esto no es vida: de las nueve de la mañana a la una de la tarde y luego de tres a siete, o sea ocho horas al día de lunes a viernes, más las cinco horas de la mañana del sábado, es decir, cinco días a ocho horas diarias que en total suman cuarenta, y con las cinco del sábado ya dan cuarenta y cinco, más las cuatro horas de las tardes también del sábado, dedicadas, mientras eres aprendiz, a barrer el taller y limpiar los bancos de los operarios, pues entonces dan un total de cuarenta y nueve horas a la semana. No, joder, esto no es vida.