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– ¿Qué estás murmurando?-dice su madre, de pie a su lado con un imperdible en la boca-. Levanta el brazo. Luego te lavaré el pelo, que no veas cómo lo tienes.

– Es que no me puedo duchar.

– Claro que puedes, dejando el brazo fuera.

– Podría caerme.

– Podrías dejar de decir tonterías.

Ha tirado la venda sucia a un cubo debajo del lavabo. Con una gasa presiona las amarillentas zonas de pus en torno a la sutura del muñón, corta un punto y limpia la herida con agua oxigenada, pero en ningún momento se quita la aguja imperdible de la boca. Cada vez se parece más a la abuela, piensa él mirando el imperdible. Imagen del permanente quehacer doméstico, la abuela Tecla, haga lo que haga, esté barriendo o cosiendo o pelando habas, siempre lleva un imperdible en la boca.

– ¿Te ha dolido? Tenías un punto infectado.

– No me ha dolido -miente él-. Lo que me duele es la uña. ¿Por qué me chincha de este modo? ¿Cómo puede ser que me duela la uña, si ya no la tengo?

– Ya sabes, duele aquello que no tenemos. Tú siempre has creído en fantasmas, y además hablas con ellos, ¿no? Pues no sé de qué te extrañas. La uña te duele porque ya no la tienes.

– Es que a veces me duele mucho. Y también este hombro.

– Te creo, hijo.

Examina la hinchazón de los nudillos y aplica más tintura de yodo en los puntos. El chico arruga la nariz ante esa mano amoratada que ofrece un aspecto tan deplorable, como si la hubieran machacado y después inflado con aire, y observa el delicado revoloteo de las manos enrojecidas de su madre en torno al dedo perdido.

– ¿Desde cuándo eres zurda, madre?

– Desde que nací, supongo. Estate quieto.

– Jack el Destripador y san Pablo también eran zurdos.

– Pues no es ningún consuelo, la verdad -sonríe, busca la cara del chico reflejada en el espejo y añade-: Pero a tu padre le divertirá saberlo.

El Matarratas lleva ahora mucho tiempo fuera de casa y él no desea en absoluto preguntar cuándo volverá. Hace poco andaba por la comarca del Panadés con tío Luis y su brigada raticida, cumpliendo muchos encargos en bodegas y almacenes y hasta en algunas masías, según le dijo su madre, había una plaga de topillos en los sembrados, y él sospecha que son encargos no autorizados oficialmente, es decir, comisiones a particulares al margen de la legalidad laboral, y seguramente por eso más lucrativas. También sabe que el Matarratas trabaja a menudo solo y por su cuenta. Ha empezado a pensar en ello, recelando aún no sabe de qué, y dos noches seguidas ha tenido el mismo sueño: vestido como el mago Fu-Ching, su padre introduce en un sombrero de copa una pistola todavía humeante y acto seguido extrae una rata muerta con espumarajos verdes en la boca… En todo caso no espera ni desea que su madre le aclare los recelos, pues intuye que, de algún modo, y no sabría decir por qué razón, hablar de eso la haría llorar. Espera oírla decir a ella también algún día: Ya no me verás llorar nunca más, ni por eso ni por nada.

– Los Biosca tienen un piano en su casa. Son buenos vecinos, ¿verdad, madre?

– Pues sí.

– ¿Crees que me dejarían practicar escalas, un ratito cada día, si tú se lo pides?

– No. ¿Olvidas que tienen a la pobre Rosita muy enferma? Lo que debes hacer ahora -dice su madre mientras aplica una gasa limpia sobre el muñón- es tener más cuidado con esa mano. Déjala quieta, espera al menos a que la herida cicatrice…

– No me pidas eso -suplica él-. Debo seguir practicando. Es bueno hacer dedos, aunque sea sobre la mesa, ya que no tengo piano. También podríamos comprar un teclado, no son muy caros, me lo dijo el profesor Emery.

Ella menea la cabeza, contrariada.

– No te entiendo. ¿Quieres explicarme por qué siempre llevas encima tus cuadernos de solfeo, dondequiera que vayas?-Busca las palabras adecuadas, el tono más dulce al añadir-: ¿Por qué sigues estudiando esas partituras, hijo? ¿De verdad crees que algún día podrás tocar el piano, con esta mano?

– ¡Pues claro! Seré un pianista con nueve dedos. Y qué.

Pasen y vean, señoras y señores. DOMINGO KID, EL GRAN PIANISTA DE 9 DEDOS. Ya ve los carteles que lo anuncian en las salas de concierto. «Rapsodia húngara número 2» con 9 dedos. ¿Por qué no iba a ser un buen reclamo? Así es como se ve en el escenario, el joven virtuoso saludando y el piano de cola abierto a su lado como una dalia negra, saludando al público una y otra vez con la cabeza gacha, despeinado, ojeroso, arrebatado, recibiendo los aplausos con la famosa mano mutilada en el pecho después de interpretar la sonata número 14 en do menor de Mozart, su preferida. Y quién sabe si no habrá algún concierto para la mano izquierda solamente, quién sabe.

Mientras, su madre coge la mano privilegiada y frota con el pulgar los dedos entumecidos, estimulando la circulación.

– Esto me lo enseñó Victoria Mir. -Suavemente, uno por uno, masajea los cuatro dedos. Al cabo de un rato añade-: ¿Es verdad lo que dicen, hijo? ¿Que salió de casa medio desnuda y quería tirarse debajo de un tranvía?

Contrariado, él chasquea la lengua.

– ¿Qué tranvía? Allí no había ningún tranvía.

– Entonces, la cosa no iba en serio.

– Pues claro que no. Fue un camelo, una tomadura de pelo, pero a mí no me engañó. Si hasta se durmió un ratito sobre las vías, y roncaba…

– ¡Anda ya! -Se queda un rato pensando-. Pobre Victoria, siempre la han criticado… ¿Y su hija qué hizo? Saldría a ayudarla.

– Había ido a la playa con una amiga. Bueno, eso dijo su madre entonces. Porque al cabo de un tiempo, en el bar, la oí decir a la señora Paqui que Violeta aquel domingo estaba en casa… O sea, que la pobre señora no se aclara, está pirada, no carbura.

– ¡Tú sí que no carburas! ¿Y qué decía la gente, al verla tirada en la calle de aquel modo?

– Bueno, no sé, es que yo iba leyendo -responde con desgana, sin ningún interés por el asunto. Se ve allí de nuevo, entre los mirones, pero con el pensamiento lejos y un viento helado en la cara, el libro predilecto en la axila y fascinado por una pregunta: ¿qué fue a buscar el leopardo allá arriba? De algún modo percibe detrás de esta pregunta germinal el sentido y el fulgor del lejano enigma sobre la nieve como algo mucho más cercano e interesante que el grotesco espectáculo de la señora Mir tumbada sobre las vías truncas.

– Entonces, no es verdad que se desmayara -dice su madre.

– Qué va. ¡Estaba bien despierta! Pero verás, sí que pasó una cosa rara… Madre, ¿alguna vez le dijiste a la señora Mir que yo estudiaba música?

– No creo. ¿Por qué?

– Porque esta bruja lo sabe. Me lo dijo allí mismo, así de pronto.

– ¿Y qué tiene eso de raro? ¿No andas siempre de acá para allá con tus partituras?-De nuevo se queda pensativa-. Pero caray, eso, lo de tumbarse en medio de la calle… ¿Por qué lo haría?

– Porque está mochales, madre. Está como una cabra.

– No hace falta insultar a nadie ¿me oyes? Y además no es verdad. Pobre Victoria, no ha sabido preservar su vida privada, es cierto, pero ¿quién puede hoy tener vida privada? Esta mujer ha pasado lo suyo, ¿sabes? Ha estado varias veces a punto de abandonar a su marido para irse a vivir a Badalona con su suegra, que siempre le dio la razón frente a su hijo y la aprecia mucho. Y en Francia tiene un queridísimo hermano que tuvo que irse porque aquí lo querían matar por rojo. Se llama Ramiro. Yo lo traté, es una buena persona, pero Victoria ni siquiera lo podía nombrar en su propia casa. Ahora, de vez en cuando, recibe noticias suyas por mediación de amigos, tu padre está al corriente…