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En cualquier caso, alguien lo consideró inapropiado y ofensivo y lo denunció, y el camarada Ramón Mir Altamirano fue requerido en la Delegación Local de Falange de la plaza Lesseps para que se explicara ante el jefe, que era amigo suyo. Allí se encogió de hombros, se agarró la bragueta con ambas manos y se encomendó a los luceros, jurando que se trataba de un asunto de honor, un homenaje personal a una valiente amiga que estaba jugándose la vida por una buena causa. Ya no es la hora del épico afán, camaradas, es la hora de la íntima expiación, dicen que dijo. Y que ese era su estilo y que no pensaba disculparse, y que, joder, camaradas, su adhesión seguía siendo inquebrantable y no estaba dispuesto a añadir nada más al respecto. ¿De qué puñetera expiación hablaba? ¡El diablo lo sabe! Fue amonestado seriamente y conminado a no andar por ahí presumiendo de uniforme y asustando a la gente, de lo contrario la próxima vez tendría que rendir cuentas en la Jefatura Provincial del Movimiento y podía verse expulsado del partido y desposeído de la alcaldía de barrio.

Sin embargo, la vistosa pantomima se repitió puntualmente el domingo siguiente, con una estruendosa variante que nadie esperaba. Paseando el rostro demudado, como en actuaciones anteriores, el hombre abandonó el templo al iniciarse el mea culpa colectivo, y, una vez afuera, volvió a descender la escalinata situándose muy tieso al pie de la misma. Quienes desde la explanada le vieron plantarse allí con su fúnebre uniforme y sus correajes, erguido, asilvestrado, con la belicosa mandíbula al viento, como un heraldo negro imperturbable anunciando años de plomo al servicio de una causa inaplazable e ineludible, dijeron que permaneció en esa actitud no menos de media hora, lo que duró la misa. Y que durante un breve instante, tan breve que muy pocos de los presentes acertaron a verlo, se arrodilló y rezó con fervor y con un tembleque tan acusado que parecía un hombre arrodillado en mitad de la blanca y desolada estepa rusa; juraría que en este momento, mientras se encomendaba a Dios y a la patria, pensó que la nieve de Novgorod crujía bajo sus rodillas. Poco después, alguien le preguntó si se encontraba mal, y él con gesto avisado respondió: ¿le importaría repetir la pregunta,krysij?, y acto seguido, viendo a los feligreses salir de misa y bajar por la escalera, empuñó la pistola con la mano izquierda, lanzó el ¡Viva Cristo Rey!, apoyó el cañón en la sien y apretó el gatillo, pero no pudo decir ¡pum! La palabra se le quedó trabada en la garganta y la cabeza se le fue violentamente hacia un lado, porque esta vez la pistola escupió una bala de verdad.

El resto ya no tiene gracia, concluye el Matarratas. Avisaron a su mujer, pero ¿sabéis quién acudió de parte suya a ocuparse de aquel guiñapo azul que se voló la oreja y parte de los sesos? El fulano que se entendía con su mujer, el cojo, un tipo esquinado. Él lo acompañó en la ambulancia. Mir salvó el pellejo después de no sé cuántas operaciones en la mollera, y cuando salió del hospital tenía menos cerebro que una cucaracha. La bala le mordió el lóbulo izquierdo del cerebro y lo dejó lelo. Decía incoherencias, iba mamado todo el día y se caía por la calle. Su madre, una viuda de la guerra que vive sola en Badalona, y que lo odia desde que se hizo falangista, no quiso ni verlo. Tal vez él mismo se buscó esa bala, tal vez esa bala siempre estuvo en la recámara, esperándole, incluso cuando usó la culata para clavar la placa del Sagrado Corazón en la puerta de su casa. En cualquier caso, seguro que su gentuza se haría algunas preguntas… ¿Fue su mano la que metió la bala en la recámara? Las carga el diablo, siempre se ha dicho, pero ¡Virgen Santísima!, ¿es que también carga las armas de nuestros heroicos cruzados? ¿También nuestras armas, bendecidas por los obispos, las carga el Maligno?

– No era su pistola reglamentaria -añade el Matarratas-. Era una Welther del 6,35 que se trajo de Alemania. Pero el dedo que apretó ese gatillo no era el suyo, era el nuestro.

– Ya estás diciendo barrabasadas, Pep -protesta Alberta flor de mi vida mientras le sirve otra ración de arroz al más joven de la brigada-. Tú come y no le hagas caso, Manuel.

– No sé. Tratándose del camarada Altamirano…

– ¡El falangista mejor peinado que has visto en tu vida, nano!

El tío Luis dice que alguien le aseguró que estuvo en Málaga, cuando la guerra, y que participó con las falanges de Queipo en las represalias.

– Tratándose de él, todo es posible -opina Manuel. Y recuerda al sujeto presuntuoso y pechugón, de negros cabellos planchados, recia mandíbula y ya sin bigote; pero que cuando hablaba, y sobre todo cuando gritaba, se diría que aún lucía bigote-. No he vuelto a ver a este cabrón desde que me tropecé con él en la calle, hará cosa de un año. Lo acompañaba una fulana despampanante, una china. Se disponían a entrar en la comisaría de Travesera de Dalt y la mujer se paró en la acera para pintarse los labios, y eso a él lo cabreó de tal modo que le arrebató el pintalabios de mala manera y quería hacérselo tragar…

– Esa que dices -corta el Matarratas-, no tiene de china ni las pestañas. Es una puta confidente de la bofia, ya os hablé de ella. Es peligrosa.

– Lo sabemos -dice el tío Luis. Y añade con sorna-: Bueno, ¿y qué hay de la serpiente? ¿No has dicho que fuiste por una serpiente que se coló en la iglesia y asustó a una anciana beata? Creo recordar que hay huertas y una alberca, al lado de ese monasterio…

– Era una serpiente de escayola. Puro yeso pintado de verde. Parecía de verdad, la cabrona. Estaba detrás del confesionario, se había desprendido de una imagen de la Inmaculada Concepción, una reliquia tan antigua que se caía a trozos. Un pedazo de escayola, ya sabes, esa culebra enroscada bajo los pies de la Virgen. Cuando la vi en el suelo estaba igual de enroscada y quieta, con el dedo gordo del pie de la Virgen sobre uno de sus anillos. Todo el jodido asunto no era más que puro yeso roto, y estaba allí, en el suelo. Las monjitas creían que se podía solucionar con algún pegamento, pero la cosa no tenía arreglo… Pásame el porrón. ¿No quieres postre? Prueba este melocotón, anda. Córtalo en trocitos y échalos en el vaso de vino. El mejor postre es el que te permite seguir bebiendo, lo demás son mariconadas. ¡Que no sabéis comer como Dios manda, hostia!

– Bueno, a ver. Estábamos hablando de la pobre Victoria.

– La señora Mir está un poco locatis, madre, lo sabe todo el mundo.

– ¿Por qué le tienes tanta manía, hijo? Es una mujer extremada, pero es buena persona. No debes creer todo lo que dicen de ella.

Todo no, claro, piensa él, porque ciertamente se oyen cosas increíbles; por ejemplo, una tarde de domingo, un parroquiano del bar Rosales dijo que a esta mujer le faltaba un tornillo y le sobraba un chumino, lo que provocó grandes risotadas en los adictos al pitorreo de baja estofa. Por supuesto, eso no se lo va a contar ahora a su madre, ya que al parecer ella y la señora Mir habían sido buenas amigas. Pero a esta mujer se le atribuían chuscas historias con tipos más bien impresentables, que nunca eran del barrio, y él había oído hablar de un vendedor ambulante que ya no sabía lo que vendía, un haragán y borrachuzo que presumía de orgullo y hombría negándose teatralmente y a grandes voces -pero sólo durante un rato- a que ella abonara su consumición en el Rosales; según la propia señora Mir le comentó un día a la tabernera, era un guarro que nunca se lavó los dientes y sus besos estaban llenos de semillas de tomate. Y luego hubo otro que tal, un antiguo conocido, enfermero jubilado y diabético, un pobre diablo que le duró poco porque se murió; y decían de más tíos así, a cuál más derrotado y fantasmón, hombres como sombras que parecían buscar una taberna donde esconderse del mundo.

Y no es que él preste oídos a las chafarderías del barrio ni comulgue con este cachondeo tabernario, pero, aunque en su vertiente humorística y rijosa la maledicencia podía no tener la menor gracia y ser muy injusta y muy grosera, con todo él prefiere eso al chismorreo hipócrita y a las habladurías envidiosas que circulaban acerca de los romances risibles y apolillados de la reina de las friegas, esta presumida que empieza a ser un vejestorio y a comportarse como tal, que va pintada como un cromo y gasta una coquetería y un aroma de pasiones rancias, insustanciales e improbables: el personaje se le antoja tan chusco, chabacano y ridículo, que le parece inverosímil. No le interesa, no se lo cree. El mero hecho de verla cruzar la calle y pararse para enderezar la costura de las medias le provoca la risa; se enrosca en sí misma muy despacio, con un estudiado aire de abandono y complacencia, y se demora tanto en el balanceo del brazo hasta alcanzar a tocar la media, que la costura, antes de que la mano llegue a ella y como por arte de magia, se ha enderezado sola. Y verla acto seguido dirigirse al bar contoneándose sobre sus insensatos zapatos de altísimo tacón y meneando el pandero, eso ya se le antoja el colmo. Pero precisamente porque el personaje es tan real, tan próximo y cotidiano, le irrita y le conturba; lo ve demasiado ligado a la grisura del barrio, a las pequeñas simulaciones, añagazas y miserias que el trato con los demás impone irremediablemente todos los días.