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Aquel primer día se bebió su café ardiente de un trago, sin una mueca, y luego se metió de nuevo bajo la lluvia cruzando la calle hacia el portal 117. La tarjeta de la señora Mir apareció después, detrás del cubo con los paraguas.

Su madre guarda una igual, junto con una estampita de la Virgen, dentro de un libro de Apel.les Mestres con dibujos de hermosas hadas y ondinas.

Victoria Mir

Quinesióloga y Quiromasajista. Experta en dolencias

lumbares y dorsales. Tratamiento de las neurastenias del tejido

muscular, nervioso y emocional. Horas convenidas.

Eso dice la extravagante tarjeta, que ella misma se inventó. Es de fabricación casera, una pequeña cartulina escrita a mano con tinta verde y una caligrafía primorosa y apretujada. Su madre opina que la palabra quiromasajista parece un tanto rebuscada y pretenciosa, pero quién no presume de algo hoy en día con tal de salir adelante. La buena mujer dice haber sido alumna del doctor Ferrándiz, el naturalista fundador de la Escuela Quiropráctica, se las da de psicóloga y cultiva resabios de una terapia basada en el palpo. Incluso el Matarratas, tiempo atrás, recuerda el chico, pensó en solicitar sus buenos oficios para aliviarse de un persistente dolor en las cervicales. Le gusta parlotear mientras machaca músculos y tendones, comenta su madre, y juraría que no es ajena a ciertas prácticas de curandera, pero con eso no hace mal a nadie. Al parecer consigue algo más que curar un simple dolor de espalda. Dicen que detecta tumores antes de que se formen, sobre todo en las mujeres. Se conocieron en los turnos de noche de la Clínica Nuestra Señora del Remedio, cuando Victoria Mir trabajaba todavía de enfermera. El título se lo habían dado gracias a una maniobra de su marido falangista, pero sabía manejar muy bien a los enfermos.

– El doctor Goday opinaba que sus friegas y sus tratamientos herbarios no había que tomarlos a broma. Un día se ofreció a darme un masaje capilar que me dejó como nueva -dice mientras empieza a vendarle la mano-. Por cierto, ¿tú no habías salido con su hija?

– ¿Violeta? ¡Qué va! Es muy mayor.

– Dos años más que tú tendrá. Diecisiete, no más.

– Bueno, pero es una birria de chica. -Cierra los ojos y la ve en la taberna, esperando de pie y como alelada que le llenen la botella de vino o le entreguen el sifón. Cuello largo, encías descomunales y rosadas al sonreír, pelo rojizo, tetas menudas y culo pimpante. Nunca confesará que ese aparente desarreglo, esa descompensación entre culo y tetas, es precisamente lo que más le atrae de la chica-. Y además es un poco sorda. No vale nada.

– ¿Ah, no? Mira el guapito. Pues me dijeron que el verano pasado, en la fiesta mayor, la sacaste a bailar más de una vez.

– Pero no me gusta, madre. ¡Brrrrr!

No, esta chavala no le gusta, por supuesto que no. Es rara, es antipática, es un callo, y sin embargo, no hay día que no piense en sus nalgas moviéndose al cruzar la calle o girándose firmes detrás del mostrador de la papelería donde trabaja. En la zona más tórrida de sus sueños convoca una y otra vez aquella noche de verano, cuando la muchacha se refugió en sus brazos cabizbaja y callada, resignada a los furtivos achuchones en muslos y pelvis: levantó hacia él sus ojos indolentes, demasiado pegados a una nariz cuyas aletas dilatándose son lo único en su cara que parece tener vida, mientras él, al oír los primeros compases de la orquesta y sólo con rozar su cintura de avispa con la mano, ya no podía pensar en otra cosa que en ese trasero respingón que un día el QuiquePegamil tuvo tan cerca en la plataforma abarrotada de un tranvía.

– Cada domingo -añade Ringo en el mismo tono desabrido-, en invierno como en verano, aunque llueva, su madre la acompaña al baile del Verdi, a veces van al Salón Cibeles o a la Cooperativa La Lealtad. Salen de casa siempre muy juntitas, pintadas como monas y cogidas del brazo. Da risa verlas así por la calle, tan emperifolladas y arrimándose la una a la otra como si tuvieran frío o temieran caerse…

– Tú sí que das risa.

– Violetacalientabraguetas, la llaman los chicos en el bar… ¡Ay!

Se gana una colleja y la reprimenda.

– Que no te vuelva a oír semejante grosería. Pobre chica. Ninguna chica es fea, suele decir su madre, cuando se es joven no se puede ser feo. De eso nada, piensa él, aunque todavía no acierta a explicarse por qué, frente a Violeta, se siente irremediablemente atraído por esa combinación de cara fea y piernas bonitas, por qué ese desajuste resulta tan excitante.

– El vendaje más arriba, por favor, madre, hasta la mitad del brazo.

– No hace falta, así está bien.

– ¿Me prestas tu pañuelo de seda, el que te regaló don Víctor? Para el cabestrillo, en vez de la bufanda… ¡Por favor! Así es como llevaría el brazo Bill Barnes, el as de la aviación, si le hubieran derribado con su aparato…

– Presumido, además de tonto -dice su madre. Recuerda lo mucho que presumió de cabestrillo durante días y días con apenas diez años, cuando se rajó la muñeca saltando la tapia erizada de cristales de la Clínica del Remedio-. Si luego quieres merendar, hay un bote de leche condensada sin abrir y queda algo de membrillo. ¿Qué vas a hacer hoy? ¿Irás a leer al parque Güell, o te pasarás la tarde sentado en esa taberna?

– Todavía no lo sé.

– Si subes al parque, mira si encuentras orégano. Y me traes una ramita de laurel.

– No lo sé, madre, de verdad. Es que si el dedo me duele mucho, me mareo. Entonces prefiero quedarme en el Rosales, que está cerca. Es el dedo del destino ¿sabes?

– ¿Y qué haces tantas horas encerrado en esta taberna de mala muerte?-inquiere ella por enésima vez-. Con la mano así no puedes jugar al futbolín.

– No me gusta el futbolín.

Observa cómo su madre corta el sobrante de la venda manejándose con dificultad, doliéndose de los dedos metidos en los ojos de unas tijeras que no están hechas para la mano izquierda.

– Cuando sea mayor me haré rico, madre.

– ¿Ah, sí? Qué bien.

– Ya no seré joyero, seguramente ya no podré trabajar con oro ni con platino ni con diamantes ni nada de eso, pero igualmente me haré rico.

– Vaya. ¿Y cómo piensas hacerte rico?

– Además de pianista, seré fabricante de tijeras.

– ¿De tijeras?

– Inventaré unas tijeras para personas zurdas. Sí, las venderé y me haré rico.

Su madre le hace un nuevo cabestrillo con un fular de seda color verde pálido, regalo de don Víctor Rahola, y se lo anuda en la nuca dejando la mano bien alta sobre el pecho para atenuar la presión de la sangre.

– Listo -dice-. A ver si tienes cuidado o se volverá a infectar. Y ya sabes, la mano siempre arriba y te dolerá menos.

Así que la mayor parte del día está solo, sin ninguna obligación ni cuidado salvo el del dedo mutilado y la provisión de novelas que alquila en una librería de viejo de la calle Asturias. Cultiva secretamente una nostalgia de futuro y una creciente hostilidad hacia el entorno, suma tiempo y libertad para vivir intensamente cada palabra de los libros que lee, va y viene de casa a la taberna o al parque Güell con la novela en el sobaco y el brazo en cabestrillo, con mirada desapasionada pero sombría y con ojeras románticas, arrebatadamente despeinado y vistiendo con cierto desaliño, pero siempre con una tiesa y perseverante cortesía interior, una fervorosa gentileza que no tarda en convertirse en la expresión de un sentimiento de desarraigo y soledad. Ya no es un niño, ya sabe que el tiempo de las aventis nunca estuvo parado, nunca detuvo la ciega marcha del mundo, pero tiene la sensación de estar viviendo un intermedio, un paréntesis entre el taller definitivamente abandonado y el ansiado piano. La convalecencia, más larga de lo previsto, al liberarle del trabajo favorece las lecturas más caprichosas, diversas y disparejas. De Karl May a Balzac y a Dostoyevski, de Julio Verne a Edgar Wallace y a Papini, Zane Grey, Curzio Malaparte, Stefan Zweig y Knut Hamsun. De la larga mesa de saldos de la librería de la calle Asturias, del revoltijo de libros sobados y maltrechos en el que su mano todavía con los cinco dedos empezó el año pasado a hurgar en busca de tesoros, y donde una tarde había topado casualmente con la cresta helada del Kilimanjaro -un pequeño y alargado volumen de relatos de tapas blancas con tres cagadas de mosca en la cubierta-, surgía repentinamenteHistoria de dos ciudades («Era la mejor y la peor de las épocas, era el siglo de la razón y de la locura, era la época de la fe y de la incredulidad…») y, sobre todo, Hambre.