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– Hoy irás a la viña tú solito, Mingo -le dice la abuela al día siguiente-. Coge tus tebeos de indios, y hala. No tendrás miedo de ir solo ¿verdad?

– Claro que no. Ya no necesito la escopeta.

– Muy bien, fuera escopetas. Y cuando vuelvas a Barcelona, te la llevas.

Se conoce palmo a palmo el antiguo camino de carro que va del pueblo a la viña, subiendo con meandros hasta más arriba del caserío llamado misteriosamente La Carroña, y le gusta sumergirse en el polvo blanco de esta vereda solitaria y aturdirse con el chirrido de las cigarras. Es un día de julio luminoso y con viento. El camino apenas alcanza los tres kilómetros, pero contiene una expansión del tiempo y de los sueños que cubrirá más de cuarenta años. Donde sea que vaya en el futuro, desde esa mañana en la que, solo, pero a trechos flanqueado por Mowgli y luego por Winnetou, emprende el camino llevando colgada del brazo la cesta de la comida para el abuelo, que le espera sulfatando la viña, dondequiera que el día de mañana la vida le lleve, sus pies estarán pisando este camino y volverán a levantar hasta su nariz un polvo con aromas de esparto y estiércol y uvas aplastadas, y algo de ese polvo germinal lo acompañará siempre. No hay ni puede haber ningún otro camino en el mundo como este, piensa todavía hoy, ninguno que haya emprendido tantas veces con la memoria.

Masticando un almendruco o un tallo de hinojo, se para al borde de los campos a contemplar el majestuoso oleaje de los trigales bajo el sol, el sosegado vaivén de las espigas en un mar de oro que se prolonga de un bancal a otro hasta las zonas boscosas al pie de la lejana serranía de Castellví de la Marca, más allá de las tierras de barbecho, los extensos viñedos y las suaves lomas de almendros y algarrobos. A veces, al atardecer, de regreso al pueblo, una efusión rosada que llega de poniente cabalga pausadamente sobre las ondas de los trigales en dirección a un sombrío horizonte. Bajo un cielo estriado de nubes, escucha el silbido del viento en los cables del tendido eléctrico y también el silencio sobre los campos labrados, observa la simétrica languidez y continuidad de los surcos umbríos, el levísimo polvo rojo que flota inmóvil sobre los caballones, y entonces cree captar la fugacidad del tiempo y piensa en el misterio y la certeza de la muerte.

Cumplido el encargo y de vuelta al pueblo, en las cercanías del bosque de Sant Pau se reencuentra con Winnetou y Old Shatterhand y juntos deciden otra ruta en la pradera sin límites, barrida también por el viento, hasta llegar a casa donde la abuela, muy seria, le espera para comer en un santiamén y llevarlo a la escuela en busca del señor Benito, el maestro. Se acabó eso de andar por ahí todo el santo día sin hacer nada de provecho, dice la abuela, se acabaron las escapadas con la pandilla de tu amigo Ramón Bartra para ir a nadar desnudos en las albercas, robar melocotones y sandías y esconderse en los trigales con pinturas en la cara y plumas en la cabeza, se acabó.

– Mientras estés aquí conmigo, irás a la escuela. Te guste o no. Me quedaré más tranquila.

La abuela Tecla es una anciana bajita, fornida y decidida, de ojos muy negros con espesas pestañas y nariz chata sobre un amago de bigote lacio, como de bandido mexicano, una sombra disuasoria que fascina al chico. Otras cosas tiene la abuela, además del bigote y el terciopelo negro de los ojos, que reclaman a menudo su atención, como la lenta y cuidadosa y muy tiesa manera de levantar el porrón en alto y mantener el chorrito rojo golpeando sus dientes pequeños y blanquísimos sin derramar una gota, la cabeza echada hacia atrás y la mano en el trasero, como para no dejar escapar el vino por ahí. Así lo hace ahora, plantada frente a la gran chimenea de la cocina donde gime el viento, antes de coger al chico de la mano y salir con él a la plaza.

Estaba escrito que ese día tan claro y ventoso, tan propenso a la ensoñación y a la aventura, aquí en tierras del Panadés lo mismo que en las praderas de Arizona donde Old Shatterhand cabalga en busca de Winnetou, sería el día de la revelación del secreto mejor guardado, una confidencia aplazada durante años y que ocasionalmente él había visto asomar en la mirada triste de su madre después de oírla sancionar algún comentario inoportuno de su padre o de quien fuera. Y la primera señal de ese secreto aparece repentinamente en la persona de una vieja y chismosa payesa que surge igual que una aparición en medio de la nube de polvo caliginoso que levanta el viento cuando abuela y nieto cruzan la plaza cogidos de la mano, él frotándose los ojos.

– ¡Ay qué niño más guapo, Tecla! -exclama la vieja con una sonrisa esquinada-. ¿A quién se parece? Porque, a ver, no tiene nada ni del Pep ni de la Berta, como es natural… Vaya, que se nota que no es hijo suyo, no hay más que verle. Quiero decir que es natural que no se parezca a ellos, como es natural, vaya…

– ¿¡Por qué no te rascas la patata en vez de hablar tanto, Domitila!?-es la furiosa respuesta de la abuela, que tira con fuerza de la mano del niño para seguir camino.

Este nombre, Domitila, se le antoja misterioso y divertido, parece salido de un tebeo de Monito y Fifí, aunque no tan chungo como Tecla, nombre que celebra como un anticipo del anhelado piano que un día sin duda será suyo. Pero ahora no quiere pensar en eso, y tampoco en la patata de la vieja Domitila, otro misterio todavía más insondable, sino en sus extrañas palabras.

– ¿Qué ha querido decir esta señora, abuela? ¿Por qué ha dicho… eso que ha dicho?

– ¡Porque la Domitila es muy burra!

– Pero ¿qué ha querido decir?

– Nada. No sabe lo que dice. Tú ni caso, cariño.

Un día, hace mucho tiempo, la abuela le dijo que al cumplir los diez años su madre le revelaría un gran secreto. Se lo dijo con las negras pestañas humedecidas y sonriendo, y él no lo ha olvidado, pero, por alguna razón que no sabría explicar, no ha vuelto a recordárselo, ni a ella ni a su madre.

La escuela es grande y luminosa y está en las afueras del pueblo, junto a la carretera que va a Llorens y al Vendrell, y está cerrada por vacaciones. El señor Benito Ruiz y Montalvo, el maestro, ha venido a comprobar si el carpintero ha cumplido el encargo que le hizo de reponer unas tablas de la tarima y reparar una ventana. La abuela podía haber buscado al maestro en la farmacia, cualquier día después de comer, cuando él y el boticario Granota juegan al ajedrez en la rebotica, o al salir de misa de doce cualquier domingo, pero lo que tiene que decirle no quiere que lo oiga nadie más. Aunque falta mucho para el nuevo curso, desea solicitar el ingreso del niño cuanto antes, sólo por tres o cuatro meses, dice, este invierno lo tendré a mi cuidado, sus padres están pasando una mala racha en Barcelona…

– Y quién no, querida Tecla -se lamenta el maestro presionando la tarima con el pie, comprobando su resistencia-. Quién no, en estos tiempos.

– Haga usted el favor de sentarlo con los demás niños, señor Benito. No es bueno que ande solo por ahí a todas horas.

– Claro, Tecla, no es conveniente. -Y mirando al chico con fingida severidad-: Es un buen elemento, lo sabemos, le hemos estado vigilando. Humm, un chico con una rica vida interior, ¿eh?

La abuela responde a eso con un gruñido. Una rica vida interior, vaya tonterías se le ocurren a este hombre. El chico mira la gran pizarra, la estufa de leña con el tiro negro y retorcido, el mapa de España, los pupitres con manchas de tinta, la camisa azul del señor Benito, con la araña roja bordada en el bolsillo, y los retratos del Caudillo y de José Antonio en la pared, escoltando al Crucificado, al que le falta un pie.

– Bueno, sólo habría un inconveniente -añade el maestro-. Por lo que yo sé, este mozalbete todavía no ha sido adoptado legalmente. Así que…

– No pudo hacerse antes -dice ella en voz baja-. La guerra tuvo la culpa.