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– Así que tendremos que inscribirle con sus apellidos verdaderos…

– ¡Chisssttt! -corta la abuela, y el señor Benito se muerde la lengua, aunque ya es demasiado tarde. Y la excusa inmediata y en voz alta empeora las cosas: pensaba él que el niño ya debía estar al corriente de su verdadero origen familiar. ¡Chisssttt!, insiste la abuela, y ordena al nieto que salga fuera a jugar. Él se agarra a sus faldas negras y se niega a obedecer. ¿Por qué le falta un pie?, pregunta mirando el crucifijo. Entonces el maestro, apuntándole hasta casi tocarle la nariz con un dedo imperioso y descomunal, manchado de tinta pero con la rosada uña impoluta y bien recortada, le asigna un pupitre al fondo del aula y le ordena que se siente. Después coge a la abuela del brazo y ambos se apartan a un rincón, aunque no consiguen gran cosa. Por bajito que se hable, las voces resuenan en el aula vacía, y además Winnetou puede leer el lenguaje del hombre azul observando el movimiento de los labios. Eso está tirado.

– Cuando cumpla diez años le pondremos al corriente, no antes -susurra la abuela-. Así lo quiso su madre. Si ella estuviera aquí, a día de hoy ya se lo habría explicado, pero no ha podido venir.

– ¿Qué es vida interior, abuela?-pregunta él desde el pupitre-. ¡¿Dónde está el otro pie?!

– Calla, hijo, no te busques líos.

– De modo que todavía no le han dicho nada al pobre chico -se lamenta el señor Benito-. ¡Muy mal hecho, Tecla, muy mal hecho! Y encima, aún no ha sido adoptado legalmente. Por la razón que sea, y es algo que a mí no me incumbe, claro está, en su día no se hicieron los trámites pertinentes, así que a todos los efectos este niño sigue llevando los apellidos de sus padres biológicos…

– ¡¿Qué es biológicos, abuela?!

– ¿Quieres callarte un momento, por favor?

– Por lo tanto tendremos que inscribirle con sus apellidos verdaderos -prosigue el señor maestro-. No puedo hacer otra cosa, lo siento mucho. Y francamente, Tecla, me extraña que el Pep y la Berta todavía no le hayan dicho la verdad al muchacho.

– ¡¿Qué es padres biológicos?!

– ¡Puñeta, nada! El señor Benito me está diciendo los libros que vas a necesitar…

– Cierto -el maestro adopta un tono doctoral-, hablamos de la biogénesis, muchacho, arduas materias cuyo estudio todavía no te corresponde por edad, ¿entiendes?

El señor Benito tiene una boca fina, delicadas mandíbulas de rumiante y la mirada inane de Zampabollos. Se cae hacia atrás como una tabla y con los ojos en blanco, y Ringo sopla una vez más la boca del revólver y lo vuelve a enfundar. Agazapado en la última fila, se agarra firmemente con ambas manos a los lados del pupitre, como si este fuera a levantar el vuelo, y escruta la mueca cerril y desdeñosa del señor maestro con los ojos sagaces de Old Shatterhand. Ahora mismo me largo de nuevo a la pradera con el fiel Winnetou y sus cuatro guerreros…

– ¿Me está diciendo que para entrar en la escuela mi nieto tiene que cambiar de apellidos?-dice la abuela ahuecando la voz-. ¿Que cuando pasen lista tendrá que oír su nombre con otros apellidos? ¿Unos apellidos que él nunca ha oído antes, y sus amigos tampoco…?

– Lo que te estoy diciendo, Tecla, es que yo, sintiéndolo mucho, estoy obligado a inscribirle con sus apellidos. Sólo así puedo tenerlo en la escuela, es condición sine qua non.

– ¿Y no podría hacer la vista gorda por tres meses, señor Benito? Quién se lo iba a reprochar, con estos amigos falangistas tan importantes que tiene usted…

– ¡Ay, Tecla, hoy en día se necesitan amigos para todo! Me gustaría ayudarte, pero ¿te das cuenta de lo que me pides? No puedo cerrar los ojos ante un asunto tan irregular, y de tanta responsabilidad para mí. Si viene una inspección, ¿qué? Porque se trata de una, digamos, anomalía consanguínea…

– ¡Pero qué cosas dice usted! ¡Ni que fuera una enfermedad, o algo que va contra el Régimen!

– Nada de eso, mujer. Me refiero a que el parentesco no es consanguíneo, y por tanto es anómalo, y eso debe ser consignado… Los que mandan ahora llevan un control muy estricto, tú lo sabes. Además, ¿de quién es la culpa de esta situación?-Mira de reojo al chico, agazapado en el pupitre como una fiera dispuesta a saltarle encima, y baja un poco más la voz-. Después de tanto tiempo, ¿cómo es que su padrastro todavía no ha solicitado oficialmente la adopción?

– ¿Qué es padrastro, abuela?-inquiere pateando el suelo.

– Tiene frío en los pies -le excusa ella-. Este niño siempre anda con frío en los pies. A media tarde ya tengo que encender el fuego para él. -Se vuelve y le mira severamente-: ¡Pórtate bien o me enfado de verdad! No te busques líos ni hagas el indio.

Ella sabe cuándo Winnetou está con su nieto. ¿Cómo lo sabe? Siempre que oye al chico musitar cosas caminando a su vera, rumiando ensimismado y con los ojos entrecerrados, yendo o viniendo de la viña a lo largo del camino blanco, o mientras la ayuda en silencio a acarrear leña en el huerto, a coger hierba para los conejos o a pelar almendras sentado muy cabizbajo en la cocina; siempre que para matar la rutina o el aburrimiento deja aflorar en sus labios un bisbiseo que ella no entiende, sabe que habla por boca de unos indios que están en los libros y tebeos que su madre le trae de Barcelona.

– Los trámites para la adopción son muy costosos y ahora la familia no puede afrontar gastos, señor Benito -está diciendo la abuela-. Se hará en cuanto se pueda.

El hombre se muestra preocupado, y él no le quita ojo. De vez en cuando le ve respirar hondo, cogiendo aire con una forzada altanería, y entonces la araña roja se agiganta en su pecho y amenaza con poner en movimiento las patas, como si fuera a encaramarse por la camisa azul. ¡El movimiento de la araña en el pecho del maestro, nunca había viso una cosa igual! Con aire cansado manifiesta el señor Benito que esta mañana ha tenido que asistir con todas sus galas a una asamblea en la Delegación de la FET y las JONS en Vendrell. La boina roja que luce prendida sobre el hombro parece un tanto descolorida y acartonada, pero por lo demás viste con extrema pulcritud, calza zapatos negros acharolados, se peina con fijapelo y fuma un cigarrillo de hebra muy delgado, corvo y perfumado.

– Complicado asunto -concluye-. Mientras no se formalice la adopción, aquí en clase habrá que llamarle, siento tener que decirlo, Tecla, pero habrá que llamarle por sus patronímicos biológicos…

– Delante del niño podría usted callarse esas palabras tan… feas y raras, ¿no le parece?

– A ver si me entiendes, mujer. Hablo de cumplir un simple trámite burocrático. Además, no sé, no me fío, alguien escurre el bulto en este asunto… Me temo que tal como se ha planteado hay una clara alteración paterno-filial, una renuncia, una sospechosa dejación de identidad, digamos…

– ¡Usted quiere confundirme! ¡En su colegio de Barcelona, el niño no ha tenido ningún problema con los apellidos! -Resopla, pero enseguida se contiene y suaviza el tono-. Bueno, no sé, tiene que haber una solución… ¿Qué podemos hacer, estimado señor maestro?

– Tú decides, Tecla. Vete a casa y piénsalo con calma.

Antes de llegar a casa ya lo ha decidido: esta criatura no puede perder tres o cuatro meses zanganeando por ahí, debe ir a la escuela como sea, con los apellidos propios o los que le hemos prestado, qué más da. Pero, ¿cómo explicarle que tiene cuatro apellidos en vez de dos, y por qué?

Sentada en una silla baja frente al hogar, con la mirada fija en las llamas, la abuela libera en silencio los demonios familiares que propiciaron tantos errores: si doce años atrás su hijo y la Berta no hubiesen preferido la ciudad y las imprudentes alegrías de la República a la paz y tranquilidad de este pequeño pueblo; si en Barcelona el Pep no se hubiera metido en política; si la pobre Berta no hubiera perdido a su hijo en el parto, si al salir llorando de La Maternidad no hubiese cogido aquel taxi, si el médico hubiera esperada un día más a decirle que no podría tener más hijos… Había muchas cosas que entonces torció el azar, y ahora volvía a suceder lo mismo: si no se encontrara retenida en Barcelona por causa del trabajo, Berta estaría hoy aquí explicándole al chico, con mucho tacto y dulzura, tal como se propuso años atrás -tenía desde un principio, en espera de verle alcanzar la pubertad, cuidadosamente escogido el momento y las palabras que le diría-, quién lo trajo al mundo hace diez años, qué misterioso designio llevó aquel taxi hasta la puerta de la clínica justo cuando… Pero Berta no está aquí y el chico hace preguntas, y el momento de contarlo ha llegado. Hace poco, mientras le oía trajinar arriba en su dormitorio ayudando al abuelo a guardar los melones de invierno debajo de la cama, ella en la cocina se ha apresurado a encender fuego en el hogar a pesar del calor, y no sólo para cocer coles y patatas en la olla renegrida, de modo que cuando su nieto vuelve y se sienta en el suelo a contemplar las llamas -lo que más le gusta cuando oscurece, sea invierno o verano-ya ha decidido lo que va a decirle.