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– Hoy te contaré un secreto si me prometes no decírselo a nadie. De todos modos, tarde o temprano tenías que enterarte… No te asustes, no es nada malo. Escucha.

Pese al poderoso magnetismo del bigote mexicano, en la voz ahora adelgazada y mimosa de la abuela, extrañamente aniñada, resulta un cuento de fantasmas que no da miedo ninguno, trufado de enredos y casualidades y contado con muchos remilgos y dulzainas. Por vez primera se desarrolla ante sus ojos una confusa secuencia de viñetas que le hace ver, en este orden: un taxi que circula por las calles de Barcelona bajo la lluvia, un médico y una monja atendiendo a una joven parturienta en una sala de La Maternidad, un cuchitril en la barriada de Sarriá donde otra joven madre también está a punto de parir, un niño que viene de culo a este mundo y otro niño que se va de cara, la primera madre que alumbra un bebé muerto y la segunda madre que muere al dar a luz al bebé que venía de culo. Ahora vamos a imaginar por un momento, añade la abuela, sólo por un momento -él ya lo está viendo: en medio de una efusión de luz y de sangre asoman los pies, pequeños y arrugados como pasas, luego las piernas enteras y seguidamente el culito-, que el niño que vino a este mundo del revés… eres tú. ¿Verdad que a veces juegas a figurarte que eres un indio con una liga de tu madre en la frente y con pinturas en la cara?, pues ahora nos figuramos que eres el niño que vino de culo a este mundo, y que, en el momento de nacer tú, se muere tu madre, porque así lo ha dispuesto el destino… Y ese taxi que lleva horas recorriendo la ciudad bajo la lluvia sin que lo pare ningún cliente, ¿no será porque también así lo ha dispuesto el destino? En la puerta de La Maternidad, una monja y una enfermera despiden y dan los últimos consejos a la madre que se dispone a volver a casa después de perder a su niño. Su marido, que la protege de la lluvia con un paraguas, al ver pasar el taxi frente a la clínica, levanta el brazo y lo para… Ella siempre ha dicho que lo vio primero porque, aunque era de día, el taxi llevaba las luces encendidas, y eso le llamó la atención. Bueno, lo cierto es que subieron a ese taxi. ¿Y quién es el chofer del taxi?, pues casualmente es el viudo de aquella señora que ha muerto de parto hace una semana. ¿Y qué pasa mientras lleva a su casa al desdichado matrimonio, ella llorando en brazos de su marido porque encima de perder al niño los médicos han dicho que no podrá tener más hijos? Pues pasa que el taxista, al oírla llorar y lamentarse de su desgracia, no puede por menos de referirse a la suya propia. ¡Tristes casualidades de la vida, señora!, dice que dijo, y entonces el hombre cuenta que también él acaba de sufrir la pérdida de un ser querido a causa de un parto desafortunado, sólo que en su caso ha ocurrido al revés, pues ha sido su mujer la que ha muerto, dejándole un niño… Y según ha contado mil veces la misma Berta, entonces ella va y le dice: ¿por qué no me lleva a ver ese niño, por favor, señor taxista?, y el chofer se compadece y se desvía del trayecto, y lleva a la pareja a ver al bebé, que está al cuidado de unos parientes que, sintiéndolo mucho, no se lo pueden quedar. Y una vez allí, ocurre que Berta saca al bebé de la cuna y lo coge en brazos por primera vez…

– Y ya está, ya no hubo manera de que te soltara -concluye la abuela-. Quedaron en que la Berta se haría cargo solamente durante un tiempo. Como un ama de cría… ¿Sabes qué es un ama de cría? Bueno, pues pasó un año y luego otro, y otro, y la situación se fue alargando y las cosas quedaron así, de modo que ya ves, ahora resulta que tienes dos madres. ¡Caray, caray, vaya chiripa la tuya! ¿No sabes que tener una madre en el cielo es una bendición? ¡Eres un niño afortunado, sí, eso es lo que eres, un niño afortunado! Porque aquel hombre no podía criarte y habrías ido a parar al hospicio, seguro, así que lo mejor que puedes hacer es dar gracias al cielo por ser un niño tan afortunado… -Escruta su cara y añade-: ¿O todavía no estás convencido? ¿Y si mañana te coso una pelota con unos viejos pantalones de pana del abuelo? Venga, a ver esa cara… Está bien, si tienes ganas de llorar, no te contengas.

Ni ganas de llorar ni nada parecido. Ni un amago de lloriqueo, nada, y menos aún lo de sentirse afortunado. Maliciarse de todo lo que acaba de oír, eso es lo único que bulle en su cabeza, y es como una necesidad inmediata, como una salvaguarda ante nuevos e imprevistos avatares: el repentino y extraño convencimiento de que, en el fondo de su corazón, eso que acaba de oír siempre lo supo. Y una reflexión que le brinda la propia abuela y que le hará sonreír conforme pase el tiempo: si ese taxi con los faros encendidos hubiera pasado un minuto antes, solamente un minuto antes, con toda seguridad él ahora no estaría aquí contemplando las llamas del hogar, nunca habría venido a este pueblo, nunca habría entrado en esta casa, no habría ninguna escopeta de aire comprimido escondida en un armario y en el huerto tampoco habría ningún pájaro enterrado con dos balines en el cuerpo… Así que todo había sido causado por una chiripa, una fantástica chiripa, y en consecuencia su yo más inestable y especulativo gustará a partir de hoy de transitar a menudo por la vertiente más azarosa de esta historia, en la que siempre brillarán unos faros de taxi entre ráfagas de lluvia.

– Y cuidado con eso que tanto le gusta repetir al señor maestro -concluye la abuela con el mayor recelo-. Eso de una rica vida interior. ¡Vida interior! Mucho cuidado. No te busques líos.

– Claro, abuela. Y mira -dice él para despistar y cambiar de tema-, si la forramos de pana, la pelota, aguantará más. Y hasta parecerá de verdad.

Incluso las pelotas de trapo que tan primorosamente le cosía la abuela, ahora que lo piensa, ¿qué eran sino bondadosas falacias? A través del tiempo ella sigue mirándole muy de cerca y fijamente con una luz risueña en los ojos húmedos, bizqueando un poco por la cercanía y por el escozor ambiguo de un convencimiento que no sabría formular con palabras aunque quisiera: tan malaventurada, imprevisible y precaria puede ser la vida, tan marcada por la pérdida y el abandono, que a veces bien merece alguna compensación en forma de chiripa o de balsámico cuento chino.

Esa noche dormirá mecido por el perfume de los amarillos melones de invierno debajo de su cama. De madrugada, Gorry se posa silenciosamente sobre uno de los melones, clava las garras en la cáscara sedosa, encoge el cuerpo y dispara por el culo su pequeña metralla, oscuras culebrillas de mierda que dedica a Ringo mirándole torvamente a través del somier y el colchón. Se dispone a reemprender el vuelo cuando Ringo le dice:

No te vayas todavía. Espera un poco.

¿Para qué? ¿Para que me endilgues otro perdigón?

No. Para que podamos hablar un rato amistosamente…

¿Hablar yo contigo? ¡Pero qué dices, nano! ¿Alguien puede creerse que yo hable amistosamente contigo, con mi asesino?

Mañana la abuela le coserá otra pelota con la aguja gruesa de coser sacos, otra que acabará destripada entre los pies de los chicos jugando en la plaza. Pero a partir de este día él prefiere muchas tardes estar solo, leyendo en el huerto. Cuando venga su madre, le ha dicho la abuela, ella le contará toda la historia, porque hay muchas cosas que ni yo misma sé, que todavía no han querido decirme. Sin embargo, la tantas veces aludida mala racha que están pasando el Matarratas y la Berta allá en la ciudad, paliada de vez en cuando con viajes de la abuela llevando una cesta con huevos y aceite y un conejo o una gallina, hará que su madre tarde mucho en volver, y durante todo el invierno él pasará muchas horas solo en el huerto, en el columpio improvisado bajo el almendro, y también en la escuela.