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En la primavera su madre le trae de BarcelonaGenoveva de Brabante, La isla del Tesoro y las nuevas aventuras de Winnetou y Old Shatterhand, y escoge la ocasión propicia para hablarle. Con los ojos alegres, con delicadeza y sabiduría, junta los azares dispersos de la historia hasta fabricar un artefacto verbal que contiene según ella la verdad verdadera y que la obliga a admitir, ante la insistencia del chico por aclarar este punto, que fue ella, efectivamente, y no su padre, la primera en distinguir desde lejos las luces del taxi en medio de la tormenta.

– ¿Por qué te interesa tanto eso?

– Pensé que la abuela se lo había inventado. Porque de día los coches no llevan los faros encendidos. A que no.

– Pues este los llevaba. Quizá porque llovía un poco, o por descuido del taxista… ¿Lo ves?, todo tiene una explicación. Pero lo importante para mí no es eso. Lo importante es que tú me creas. ¿Me crees, hijo?

Su cara y su boca cariñosa tan cercana, el suave aroma del carmín rojo cereza en sus palabras, los hoyuelos de sus mejillas al sonreír, la presteza alada y cómplice de sus manos ásperas y enrojecidas, la lluvia y los faros del coche y el regalo de nuevos libros, nuevos tebeos y almanaques tan deseados, más y mejores que otras veces, leídos junto al fuego del hogar en días de lluvia. Asiente en silencio, por no gritarlo: Sí, te creo.

Más tarde, en el huerto, viéndole echado de bruces debajo del almendro con sus libros y tebeos, ella le recuerda una vez más lo conveniente que es forrar los libros, que así los tendrá siempre nuevos, y se refiere otra vez a su buena estrella.

– Menos mal que algunos no se quemaron con todo lo demás, ¿verdad?-Y añade sonriendo-: Por si las moscas, ¿te acuerdas, hijo?

Y la memoria de una gran hoguera en medio de la noche, con las llamas más altas y voraces que él jamás había visto, le devuelve por un instante a una escenografía fantasmal en su propio barrio, dos años atrás, a un pequeño y sombrío jardín particular donde una pila de libros, cuadernos, fotografías y documentos chisporrotean y arden por si las moscas.

7 Héroes en la hoguera

– ¡Pues claro! ¡Lo hacemos solamente por si las moscas! -dice su padre mientras arroja los libros al fuego, uno tras otro y sin apenas echarles una ojeada, sin verificar título ni el nombre del autor y bromeando todo el rato para animar al personal-: ¡Por si las moscas y las ratas azules, hijo, claro que sí! ¡No lo hacemos por gusto!

Si tuviera una pala lo haría mejor y más rápido, piensa él, y se acuerda de Harpo Marx echando paletadas de libros a las llamas del hogar en una peli de risa. Pero aquí no ve nada que le dé risa. Algunos señores miran la fogata con aire severo y solemne y llevan el resplandor pintado en sus caras como una máscara de yeso.

De modo que el señor Gaspar Huguet está quemando parte de su biblioteca por si las moscas, eso es lo que deduce chico escuchando los comentarios de los mayores. La hoguera la ha improvisado su padre con ramas secas y troncos astillados en el jardín del mismo señor Huguet, detrás del cobertizo que de día es un trastero y de noche un tostadero clandestino de café, y no se parece en nada a las hogueras festivas de la noche de San Juan. Sabe que ningún niño vendrá a saltar por encima de las llamas ni a tirar petardos. Esta es una aburrida ceremonia oficiada por personas mayores afligidas por alguna causa, y encima, por si no bastara con el aburrimiento, si te apartas de la fogata hace un frío que pela. Igualmente sabe que su padre trabaja con el señor Huguet tostando café en este cobertizo tres o cuatro noches a la semana, de las dos a las cinco de la madrugada y a escondidas de todo el mundo, sobre todo del sereno, y también sabe cuándo ha estado aquí porque al día siguiente su jersey de lana y su bufanda huelen a torrefacto azucarado. Ahora el señor Huguet, acercándose al muchacho y procurando dotar a su voz de una jovialidad que está lejos de conseguir, le pregunta, al verle tan cerca de las llamas y como hipnotizado, si también le gustaría quemar algo suyo, y él responde sí señor, y piensa en su odiado libro de aritmética y también en la hija de Fu-Manchú y después en las ratas azules, una marabunta de ratas azules retorciéndose entre las llamas.

– Apártate o te quemarás la nariz -le previene su padre-. Busca alguna rama seca por ahí, anda.

Pero donde se está mejor es junto al fuego, el corazón caliente de una noche inhóspita poblada de rojizos resplandores y caras largas de personas preocupadas hablando en susurros. Las caras se contraen y dicen cosas que no entiende, comentan en voz baja un registro de la policía efectuado por sorpresa en casa del señor Oriol, la gran cantidad de libros requisados, un expolio vergonzoso, Berta, ¿y aplicando qué criterios, acusándolo de qué delitos? Ay, Dios mío, puedes figurártelo. Tampoco entiende que alguien amparado en la oscuridad declame con sorna: ¿Quién enciende las hogueras donde antes no las había?, mientras de la imponente fogata salen llamas moviéndose como manos de largos dedos que piden y reciben ansiosamente más libros. El humo espeso y ondulante le recuerda al genio Djinn surgiendo de la botella que las olas del mar arrojan a la playa, la humareda negra que alzándose contra el cielo de repente se convierte en el gigante cuyas carcajadas retumban ante el pequeño y asombrado Sabu.

Estas son las postrimerías de un largo invierno en Barcelona con la bufanda liada hasta las orejas y los pies siempre fríos, en la calle y en el cine, en la escuela y en el coro de la parroquia, en las frondas del parque Güell y en la falda de la Montaña Pelada. Ocho años recién cumplidos, la nariz encendida, el pelo rizado, buenos orejones y patizambo como los cowboys, y siempre con el frío en los pies, pero no esta noche en el sombrío y descuidado jardín donde arden retorciéndose libros y cuadernos, agendas y fotografías, documentos diversos y cartas y postales y carnets de su padre, del señor Huguet y de algunos vecinos que también se han apuntado a la quema. Lamenta ver cómo las llamas devoran una libreta de espiral casi nueva, con sus hojas cuadriculadas y su tapa dura de color crema, que lleva escrito a mano CNT cuotas. Siempre quiso tener una libreta de espiral. Una semana antes había visto a su padre sentarse a la mesa del comedor con esta libreta abierta y ponerse a raspar pacientemente con una cuchilla de afeitar algunos nombres y cifras en sus páginas, hasta que se cansó y arrojó furioso la cuchilla dentro del vaso de vino exclamando: ¡A la hoguera con todo, es más seguro!

Alentado por ráfagas de aire, el fuego levanta hojas que se han soltado de algún volumen y las mantiene en la cresta de las llamas un instante, revoloteando como grandes mariposas negras en medio de una erizada constelación de pavesas. También arden algunos papeles de la biblioteca privada del anciano don Víctor Rahola, vecino y amigo del señor Huguet. El chico oye comentarlo al propio don Víctor, que se ríe de manera jovial y por cierto sin que parezca importarle mucho que vengan o no vengan moscas: ¡No vas errado, nano, porque mis papeles están zumbando en el aire como moscas! Y recuerda que su madre el verano pasado había procurado sus cuidados de enfermera de noche a este hombre en su bonita torre del Paseo del Monte, atendiéndole en su lecho debajo de una gran mosquitera, y que le contó que don Víctor era un señor sabio y gentil y muy bromista, un escritor que ya no escribe y que solía pedirle que se sentara junto a la cama y le leyera un libro.