Выбрать главу

El humo blanquecino cada vez más cuajado de chispas y pavesas se enrosca subiendo hacia la noche, y en lo alto, durante una fracción de segundo, se resuelve en lívidas calaveras que fascinan al chico. Por un momento cree ver a Mowgli y al tigre Shere Khan retorciéndose achicharrados entre las llamas, pero no, aunque insiste en mirar y no tarda en distinguir fugazmente un volumen cuyo título,La conquista del pan, arde con sus muchachas que se vuelven cloróticas en las manufacturas de Manchester, las únicas palabras pilladas al azar un día que, solo en casa, abrió el sobado libro por curiosidad y pensó que era una novela de misterio y crímenes. En otro flanco desmoronado de la hoguera, un ejemplar de la colección Hombres Audaces, a 60 cts. y con llamativas letras en colores anunciando la aventura, Las alas de la muerte, súbitamente abre también sus páginas como un erizo ante el peligro y resbala y rueda hasta el borde de la pira. Las llamas ya han devorado la mitad de la ilustración en vivos colores de la cubierta, un avión surgiendo de una nube tormentosa y enfrentándose a un gigantesco cóndor con las alas desplegadas que amenaza derribarlo. Ringo reconoce en el acto al piloto en su cabina.

– ¡Oh, no, por favor! ¡Noooo!

Es una novelita de Bill Barnes, el famoso Aventurero del Aire. La falta de atención de su padre vaciando a toda prisa la estantería ha condenado al héroe de la aviación a morir achicharrado en una hoguera improvisada detrás de un cobertizo, en el recóndito jardín de una barriada pobre de la Barcelona de la posguerra. Bill nunca habría imaginado un final tan fulminante y poco lucido. ¡Mierda y mierda! Con el tembloroso dedo índice el niño señala el libro que injustamente se consume entre las llamas y le recrimina a su padre el tremendo error. ¡Bill no debería estar aquí, Bill y su avión no merecen acabar de esta forma, convertidos en ceniza y precisamente delante de sus ojos! Le arrebata el bastón a su padre e intenta apartar el libro del fuego, pero es demasiado tarde, el héroe y su hazaña se convierten en una rosa oscura que se contrae y se arruga rápidamente, una ceniza impresa en doble columna que aún se mantiene compaginada y fibrosa por un breve instante.

– ¡Se está achicharrando!

– Lo siento, hijo, habré cogido el tebeo sin darme cuenta.

– ¡No es un tebeo!

– Te dije que no pusieras nada tuyo en aquel estante…

– ¡¿Por qué no te has fijado?! ¡Por qué?!

– No hay que llorar por tan poca cosa. Ahora mismo se queman historias mucho más importantes, y mira, nadie se lamenta. Ya te he dicho que lo siento.

Mentira podrida, ¿cómo va a sentirlo, si en la cabeza en lugar de conciencia tiene una rata con el vientre lleno de veneno y soltando espumarajos verdes por la boca?, piensa detalladamente mientras fija la mirada en las páginas del libro carbonizadas y todavía enhiestas, hasta verlas desmoronarse y deshacerse del todo. ¡Desde las alturas, Bill te maldice, ratonero sin entrañas! Siente la mano de su madre de nuevo en la suya, pero ningún tirón, ninguna señal o gesto de querer apartarle de allí. El fuego no crepita, los libros consumiéndose no emiten ninguna queja, si acaso un débil silbido, y a su alrededor se mueven cautamente el señor Sucre y el señor Casal, que se han reído de su berrinche, de su gran disgusto por tan poca cosa. Los libros prohibidos huelen ciertamente a chamusquina, se lamenta el señor Sucre, siempre con su risita burlona en la garganta ávida de carajillos. Entonces ve acercarse al anciano señor Pujol, el vendedor de humo. Viene del otro lado de la fogata, de las sombras que se extienden más allá del rojo resplandor, y camina con las manos formando un cuenco delante del pecho. ¿Ves este humo, niño?, dice, abriendo y cerrando las manos por encima de una llama. Enseguida se vuelve hacia él con las manos fervorosamente juntas, pero no como si rezara, sino como si hubiese pillado una mariposa y no quisiera hacerle daño, o como si las manos fueran portadoras de una pequeña lámpara encendida. Y, mirándole a los ojos con media sonrisa, las abre muy despacio y libera un humo blanco.

– Este libro de humo que he cogido lo vamos a esconder en lugar secreto y seguro, ¿te parece?-dice en tono ceremonioso-. Y cuando seas mayor podrás recuperarlo. Ji ji.

Don Víctor pasea cabizbajo por las sombras del jardín y parece hablar solo. Camino sobre las cenizas de palabras muy queridas, cree oírle susurrar como en una plegaria, aunque también podría ser una gansada de las suyas. Por su parte, el señor Casal, que había sido maestro de escuela y ahora trabaja de portero en una finca de la calle Camelias, se acerca a la hoguera con un fajo de papeles en una mano y en la otra un carnet que se queda mirando un rato, y donde se leeA.F.A.R.E. Ejército del Interior. Bruscamente, como si le quemara en los dedos, lo arroja todo a las llamas, se aparta y se refugia en las sombras. ¿Cuándo has vuelto de Canfranc?, pregunta alguien a su padre. Estaba en La Carroña, responde su madre. ¿Dónde está Canfranc, mamá? Estos papeles comprometedores, dice el señor Roura conteniendo las ganas de reír, han estado escondidos hasta hoy en un sótano de la calle Fahrenheit, en la barriada del Clot, ¿no os parece una ironía del destino? El señor Falcón también anda por ahí como sonámbulo, es muy alto y delgado y el grueso cristal de sus gafas de miope refleja las llamas, hasta que se las quita para limpiarlas con el pañuelo y entonces en sus ojos enfermos y compungidos el fuego se refleja aún mejor, brilla más intensamente, igual que si tuviera un rubí encendido del tamaño de un garbanzo en cada pupila.

– ¿Qué clase de avión era ese que tanto te gustaba?-La voz de su padre, en un tono dominado por el tedio, lo saca de sus reflexiones-. ¿Un caza, un hidroavión, un bombardero? Buscaremos otro igual, venga, no te lamentes más.

No importa, yo haré que el avión de Bill vuele otra vez. Lo piensa y se dispone a decirlo, lo va a decir bien clarito y fuerte para que lo oigan los que se han reído bondadosamente de él, los que han venido aquí esta noche dispuestos a quemar lo que sea por si las moscas. Pero no se le oye decir nada de eso, es probable que no llegara a decirlo. Quizá sólo lo pensó, sin lograr apartar los ojos de las llamas. Se pasará la vida pensando cosas así, sin llegar a decirlas. Por ejemplo, que ve el avión escapando de las llamas una vez más y elevándose hacia la noche estrellada, dejando atrás el tumulto de humo negro y esa extraña ceremonia de fuego, destrucción y muerte. Desde la carlinga, envuelto en llamas, el héroe le sonríe y le saluda con la mano.

Ringo rememora hoy otra situación conflictiva con su padre, sufrida tiempo después de que Bill Barnes se salvara sobrevolando la gran hoguera. Con mucho retraso, el Matarratas supo de su hazaña con la escopeta en el huerto de los abuelos, pero abordó el asunto como si no lo supiera.

– Por cierto, hijo, ¿qué se hizo de la escopeta de balines que te regaló el tío Luis?

– Ya no la tengo.

– ¿Ah, no? ¿Qué ha pasado?

– La cambié porLa sombra que ríe y La amenaza roja.

– ¿Y eso qué es?

– Novelas.

– ¿Has cambiado la escopeta por un par de noveluchas de quiosco? Vaya, al tío Luis no le gustará enterarse de eso.

El tío Luis no es tío suyo ni nada parecido. Sólo es un compañero de trabajo de su padre, un ratonero más de la brigada. Un tabernario muerto de hambre, un pelanas, un funcionario del Ayuntamiento con empleo temporal que le da al morapio a base de bien. Ambos, él y su padre, se han empeñado en que el chico le llame tío. Lo hacen para fastidiarle.