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– Lástima -añade su padre-. Era una buena escopeta, camarada.

Lo de camarada también es para fastidiarle. Lo dice amigablemente y en tono de chunga, pero esa palabra tiene como dos caras. Porque a ver, los falangistas también se llaman camarada. ¿Y qué significa camarada cuando lo dicen los falangistas, eh? Conforme pasa el tiempo empieza a darse cuenta de algunas cosas. Odia que a su padre le divierta tanto encabronar a la gente, le revienta que sea tan pavero, que delante de su madre y de los compinches de la brigada raticida presuma de ser más rojo y más insumiso y más libertario que el mismísimoSeisdedos, que por cierto, según le contó el tío Luis, lo mataron justo tres días después de nacer tú, chaval, el once de enero del treinta y tres. Y sobre todo le fastidian su desmemoria interesada y trapacera y sus descaradas contradicciones; presumía ante sus amigos de haber sido un libertario implacable y al mismo tiempo alardeaba de que su Alberta, durante la guerra, trabajó de telefonista de la centralita del PSUC. Hoy en día los anarquistas ya no muerden, decía el pavero, están domesticados y amaestrados como ratitas de circo, como esos charnegos agradecidos del Campo de la Bota que besan la mano de los curas. Te endilga cosas así, el Matarratas fullero, las suelta como si tal cosa.

– Así que le cogiste manía a la escopeta -añade-. ¿Se puede saber por qué?

– Porque sí. No quiero volver a verla, eso es todo.

– Está bien, no quieres volver a verla. ¿Y a quién se la diste, quién fue el afortunado?

– Un chaval que me hice amigo. Un monaguillo de Las Ánimas.

– Ya. -Su padre le mira fijamente y él baja los ojos-. Así que no querías. No querías de ningún modo.

– ¿El qué?

– Matar más palomas con esa escopeta.

– Nunca he tirado a las palomas.

– Pues a los pájaros. Piensas que nunca deberías haber disparado, ¿verdad?

– Sí.

– Y te has librado de la escopeta por eso.

– Sí.

– Y crees haber resuelto el asunto.

¡Mierda, sí!, grita para sus adentros.

– Pues has de saber una cosa, camarada -añade su padre-. Han visto al vicario de Las Ánimas disparando en el jardín parroquial con la escopeta. Apuntando alegremente a los pardales, mira por dónde. Tu amigo el monaguillo se la prestaría, o el mosén se la quitó, o se la compró, vete a saber. Sí, no pongas esa cara, no sería el primer cabrón de cura que anda por ahí disparando. Así que ya lo ves, aunque tú no aprietes el gatillo, tu escopeta sigue matando pájaros. Si lo piensas bien, no has resuelto nada.

Él nota de pronto que la rabia le sube por la garganta como un vómito. Lo habría estrangulado, al raticida hipócrita, arrogante y metomentodo.

– Yo no tengo la culpa de eso.

– No he dicho que la tengas, hijo.

– Es que ya me cansé de la escopeta.

– ¿De la escopeta o de matar pájaros?

– Es lo mismo.

– No es lo mismo.

– ¿Ah no? ¿Para qué sirve entonces?

– Bueno, quizá para que uno vaya aprendiendo a ser un poco responsable. Y en todo caso, podías habérmela dado a mí.

– ¿Para matar ratas? Porque tú te dedicas a matar ratas y ratones, ¿no?

– Sí, ese es mi trabajo.

– ¿Con una escopeta?

– Bueno, hay métodos más seguros y expeditivos, pero una escopeta, aunque sea de balines -dice despeinándole con la mano- también vale. No te enfades, puñeta. Te digo todo eso para que pienses un poco por tu cuenta, para que entiendas que para conseguir lo que deseas hay que hacer algo más que empuñar o dejar de empuñar escopetas.

También odia que le despeine. Matar ratas y ratones con una escopeta no es lo mismo que matar pájaros, piensa, no es algo que te vaya a doler toda la vida. Seguro, no lo es. Una asquerosa rata azul es una asquerosa rata azul, y un pajarito que busca cobijo en una higuera cuando llueve es otra cosa. Aunque sea un pardal depredador que está devorando cruelmente a un gusano. En todo caso no soporta que le llamen camarada ni que le alboroten el pelo con la mano.

– Además, no te creo -replica-. El vicario de la parroquia es una buena persona.

– ¿Te refieres a ese cura de pelo de cepillo que fue el primero en enseñarte solfeo, mosén Amadeo Oller, el amigo de tu madre?

– Me enseñó a mí y a un montón de chicos en Las Ánimas. Mosén Amadeo nunca cogería una escopeta.

– No era él quien disparaba. Era un curita joven y guapetón, una ratita presumida.

– Bueno, me da igual. La escopeta ya no es mía.

8 Aventuras en otro barrio

Durante tres años, los que van de los trece a los dieciséis, le suceden muchas cosas cuya importancia no sospecha. Poco tiempo después de cumplir los trece, una luminosa tarde otoñal, embutido en el guardapolvo gris que aborrece porque lo delata como aprendiz y recadero, está plantado en la esquina de las calles Valencia y Bruch, en el selecto distrito del Ensanche, contemplando con embeleso la fachada del Conservatorio Municipal de Música. Nadie, y menos que nadie los estudiantes de música que pasan por su lado, entrando o saliendo del Conservatorio, podría imaginar que con sólo trece años y con jornadas de trabajo de más de nueve horas, con su paga de doce pesetas semanales y con su feo guardapolvo demasiado largo, este mocoso transporta sobre la barriga un collar de esmeraldas y rubíes y un broche de oro en forma de salamandra lleno de esmaltes, perlas, ópalos y diamantes, dos piezas valoradas en más de treinta mil pesetas. Deberá entregarlas en una importante joyería cercana, sin entretenerse en la calle ni embobarse ante nada. Y para que no se las roben en el tranvía o en el metro, las lleva dentro de una bolsita de lona con lazo corredizo sujeto al cinturón y metida entre los calzoncillos y la pelvis, muy cerca de la minga. De vez en cuando tantea con la mano el bulto debajo de la ropa para asegurarse de que sigue allí, pero ahora mismo no piensa en eso, sólo escucha una música que cree que le estaba destinada desde siempre.

Con las manos en los bolsillos del guardapolvo y el corazón compungido, admira los filarmónicos relieves sobre la gran portalada del Conservatorio, las dos torres rematadas con el cucurucho y los ventanales que expanden al aire notas de piano y de clarinete de alumnos practicando. Desde la calle puede ver también la escalinata del vestíbulo, diez escalones, los tiene contados, y un poco más arriba la otra escalera que lleva a las clases. ¿Por qué no estoy yo también subiendo por esta escalera?, se pregunta, ¿por qué la mala suerte se interpone una vez más entre el piano y yo? Sabe la respuesta -alguien le dijo que exigían el bachillerato para matricularse, y él no lo tenía-, pero siempre que pasa por aquí, habitualmente cumpliendo algún encargo del taller, se para delante del imponente edificio y se hace la misma dolorosa pregunta. Qué muros tan altos y persistentes, tan inexpugnables, ha pensado alguna vez.

En esta ocasión se lamenta y se demora más de la cuenta, hasta que se siente observado. Parada junto a la puerta, detrás de un grupito de alumnos que salen alborotando, una muchacha con gafas de abuelita y gabardina blanca con capucha lo está mirando sin el menor disimulo. Por su expresión compungida, a pesar de la distancia y de las gafas, cuyos cristales emiten reflejos, el chico juraría que ha estado llorando y también juraría que a ella no le importa que se note. Aparenta un par o tres de años más que él, unos dieciséis, su frente muy blanca luce una orla de rizos negros y abraza sobre el pecho un estuche de violín y una carpeta. Su pequeña mano de nieve posada sobre la negrura del estuche parece decirle ven. De pronto se le cae la carpeta, abriéndose, y se esparcen sobre la acera algunas partituras y un cuaderno. Él acude y se agacha ayudándola a recoger las hojas y el cuaderno, y ella se lo agradece con una sonrisa que le conturba. Sus cejas y pestañas son muy negras y sus pupilas grises.