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– Gracias.

Le mira tan de cerca, mientras ambos se incorporan, que sus cabezas se tocan. Al soñador aprendiz no se le escapa la piadosa mirada de ella al grotesco guardapolvo, y piensa: todo está perdido. Pero la oye decir con voz risueña:

– ¿Eres un mago? ¿De dónde sales, mago?

– No soy ningún mago.

– Para mí lo eres. ¿Cómo te llamas?

Rápido, piensa un nombre, se dice mientras sigue mirándola embobado.

– Mi… Mi Menor.

– ¡Pero qué dices, ¿me tomas el pelo?! -La muchacha lo envuelve en una sonrisa luminosa-. Está bien, Mi Menor. De acuerdo. ¿Querrías hacerme otro favor? ¿Podrías entrar un momento conmigo en el Conservatorio?

– ¿Yo? ¿Para qué…?

– Se trata de un favor muy especial. Necesito un mago.

– ¿Un mago? Yo no soy un mago.

– Pero puedes serlo por un rato. ¿Quieres? ¿Harías eso por mí?

Su boca entreabierta deja aflorar una ansiedad de asmática, y en el labio superior tiene una pupa, una calentura rosada que acentúa esa ansiedad, sobre todo cuando, con la punta de la lengua, moja el labio para aliviar el escozor.

– ¿Sólo un minuto?-farfulla él, todavía con el cuaderno en la mano. Empieza a hojearlo, repentinamente interesado, o más bien desconcertado. Ella le deja hacer, no se lo reclama.

– Me harías un gran favor, Mi Menor. ¿Quieres?

En uno de los altos ventanales suena un trombón.

– Pero, ¿por qué? ¿Por qué yo?

– Luego te cuento. Te voy a presentar a una persona como si fueras mi primo y le dices: he sido yo. Sólo eso. He sido yo. Y acto seguido te vas.

Para animarle, anticipando el agradecimiento, le tiende la mano, y él, que hasta ese momento ha estado viendo una mano blanca y delicada, al tomarla en la suya tiene la impresión de tocar el ala de un pájaro, un manojo de plumas que se esponja entre sus dedos. Algún día será una violinista famosa en el mundo entero, piensa, reteniendo un buen rato en su mano la seda huidiza, el suave tacto de los plumones.

– ¿Lo harías por mí?-susurra ella-. No nos conocemos, pero se nota que eres un buen chico… Nadie te preguntará nada, ni tendrás que explicar nada. Sólo tienes que decir eso: he sido yo. No es nada malo, te lo juro. Vuelves a salir, me esperas aquí y te cuento… ¿Me escuchas, niño?

– Te escucho.

La muchacha se baja la capucha y libera una oscura y hermosa cabellera rizada, al tiempo que amplía su sonrisa.

– Entonces, ¿harás eso por mí? ¡Por favor!

Él está diciendo sí con la cabeza mientras lee en la cubierta del cuaderno que aún retiene en sus manos:Escuela Municipal de Música de Barcelona. Clases de Solfeo y Teoría Musical. Grupo Elemental.

– Si me regalas este cuaderno, hago lo que me pidas.

– Es tuyo.

Tiene tiempo de considerar fugazmente el riesgo que implica llevar encima joyas tan valiosas y meterse en lo que no debe, algo contra lo cual siempre le previene el señor Munté, el dueño del taller, pero desecha enseguida cualquier temor. Imposible que esta chica con pinta de empollona y de princesa de las nieves, destinada sin duda a ser la virtuosa del violín más afamada de todos los tiempos, y que además parece haber llorado, pueda implicarse en un atraco aquí y ahora, frente al Conservatorio y en medio precisamente de esta discreta algarabía estudiantil y musical en la que él siempre deseó participar. Respecto a su extraña solicitud lo acosan varias preguntas, pero no formula ninguna por temor a romper el encanto y tener que devolver el cuaderno de solfeo; así que encaja el cuaderno en el sobaco, hunde las manos en los bolsillos del guardapolvo y, armándose de valor, se deja guiar y penetra en el interior del templo de la música que no podía aceptarlo como alumno.

Sube los primeros peldaños de la fama en la escalera del vestíbulo sin perder de vista en ningún momento la airosa cabellera de la muchacha o la funda del violín apoyada en su cadera, dejándose llevar por la enigmática voluntad que a ella la anima y la empuja decididamente quién sabe hacia dónde y para qué. Le tiemblan las rodillas y su cabeza es una sinfonola. Enseguida van por un corredor mal iluminado sorteando alumnos en medio de un rumor de voces infantiles entonando partituras en alguna parte, cruzan la sala de pianos donde se confunden en el aire escalas y arpegios y luego enfilan otro pasillo menos transitado, hasta que la oscura melena se hace a un lado y el chico se encuentra en el umbral de lo que parece un despacho, pequeño y sombrío, con las paredes forradas de carteles -Menuhin. Royal Albert Hall. Concierto para violín y orquesta n.° 2 en sol menor de Prokofiev-, y ve, sentado detrás de una mesa, a un hombre joven y guapo con jersey negro de cuello alto y un aire profesoral, las gafas por encima de la frente y frotándose los párpados con gesto de fatiga.

Nada más entrar, la muchacha se hace a un lado, agacha la cabeza y se cubre con la capucha.

– Profesor, este es mi primo. -Los ojos en el suelo y la voz conmovida, añade-: Mi primo tiene algo que decirle.

El joven profesor levanta la cabeza y la mira, y al hacerlo muestra un rictus arrebatado en la boca y una pulsión en las sienes. Parece querer decir algo y no acaba de decidirse. Verdaderamente es un hombre muy guapo, piensa el aprendiz. Ahora se cerrará la puerta a mi espalda y me robarán las joyas, piensa. Pero el profesor ni siquiera parece haberle visto, sólo tiene ojos para su encapuchada alumna; con mano torpe ordena unas partituras sobre la mesa y finalmente lo mira a él. El falsario espera una señal de la muchacha, pero no se atreve a mirarla por temor a descubrir el juego y comprometerla. La siente inmóvil a su lado, un poco atrás, tensa, expectante, cerca de la puerta que mantiene abierta.

– He sido yo -dice por fin, alto y claro. Y sin poderlo evitar, dejándose llevar por un impulso repentino, con una voz rasposa que se le antoja de otro, añade-: ¡Y volvería a hacerlo!

Cierra los ojos y se apresura a cumplir con el resto de lo acordado: efectuar una rápida media vuelta sobre los talones y salir de allí. Lo hace sin atreverse a mirar a la muchacha y con la mano en la ingle, tanteando bajo la tela del guardapolvo y los pantalones la bolsa con las joyas. Casi en el acto, la puerta se cierra a su espalda con un fuerte golpe. Dada la inmediatez y violencia del portazo, ha tenido que cerrarla ella, piensa: ¿por qué esa prontitud, esa urgencia? Se queda un par de minutos plantado en el pasillo con el oído atento a las voces al otro lado de la puerta, pero lo único que capta es el silencio.

Ya en la calle, mientras espera paseando frente al portal, después de preguntarse inútilmente qué demonios le indujo a decir más de lo que debía, se queda pensando en esa puerta que casi golpea su espalda al ser cerrada de forma tan inmediata y elocuente. He sido yo. ¿Eran esas las palabras mágicas? Lo eran sin duda, y dejaban traslucir un secreto y perturbador ajuste de cuentas entre la joven violinista y el profesor. Una vez obtenido su propósito, a ella le urgía naturalmente cerrar la puerta y dejarle fuera. Ahora piensa también en la rosada calentura que adorna la boca de la muchacha, en la lenta caída de sus párpados, en los suaves plumones de su mano tanteando la suya, y de pronto se le revela la evidencia. Es inútil que la espere, ya no vendrá a explicarle nada, nunca pensó hacerlo. Con todo, se queda allí durante más de una hora, arriesgándose a recibir una bronca del joyero por el retraso en la entrega del pedido.

Ha vuelto tres veces expresamente, en días y horas distintas, y siempre que va al centro con algún encargo del taller, se acerca al cruce de Bruch y Valencia y se para un rato frente al Conservatorio con la esperanza de verla entrar o salir con su capucha, su funda de violín y esas manos que acarician como plumones. Pero nunca más volverá a verla.

9 El culo del mundo en 1945

– ¿Y el cine Roxy?

– El Roxy sí, por supuesto -responde su padre.