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– ¿Y el cine Bosque?

– El Bosque también.

– ¿Y el Proyecciones, y el Mundial?

– El Proyecciones, no. El Mundial, sí.

– Padre, ¿y el Capitol y el Metropol?

– No, ninguno de los dos.

– ¿Y el cine Kursaal? ¿Y el Fantasio?

– Tampoco, camarada. Ni el Windsor, ni el Montecarlo, ni el Coliseum. Cines de estreno, ninguno, ¿conforme?

– ¿Y el Maryland?

– El Maryland claro que sí. Pero nos queda un poco lejos. Y los hay más cerca. El Delicias, el Rovira, el Iberia, el Moderno. Los acomodadores son amigos míos. Iremos a verles para que te conozcan y te dejarán entrar sin pagar siempre que quieras.

– ¿De verdad? ¿Cuándo iremos?

– Más adelante.

– ¿Cuándo vuelvas de Canfranc?

– Nunca he ido a Canfranc. No se me ha perdido nada en Canfranc. No existe ningún lugar llamado Canfranc, ¿entendido?

¡Hala, vaya trola!, piensa. Sabe que viaja cada dos por tres a Canfranc porque allí es donde, según le ha explicado su madre, se provee de raticidas infalibles y baratos para la brigada. Pero por alguna misteriosa razón prefiere negar esos viajes, negar la existencia misma de Canfranc y lo que le haya llevado hasta allí. Y es que la trola más grande, la tergiversación y las contradicciones se agazapan permanentemente detrás de las palabras del Matarratas. De todos modos, en medio de tanto embuste y simulación siempre cae alguna estupenda verdad, por ejemplo esa fantástica lista de cines desinfectados por la brigada y con amables acomodadores dispuestos a dejarle entrar sin pagar.

Un auténtico regalo que le llega inesperadamente un día muy frío de primeros de diciembre, a un mes de cumplir trece años y a punto de dejar el colegio para entrar de aprendiz en el taller Munté. Desde primera hora de esta aburrida tarde de domingo ha estado dudando de si pedirle a su madre dinero para el cine, pues intuye que hoy en casa no hay ni una peseta. Su padre lo ha enviado al dormitorio a por un paquete de Chesterfield que se dejó en la americana colgada en el armario, y ha fisgado en todos los bolsillos y husmeado con delectación -le gusta el olor a tabaco rubio que impregna el forro de los bolsillos-, hallando sólo calderilla, que se ha guardado, y ahora no sabe si es por eso o por otra causa que su madre, como si le hubiera visto cometer el pequeño hurto, se muestra tan silenciosa y abatida mientras plancha camisas sobre la mesa del comedor. Conoce y presiente los abatimientos que afloran puntuales y discretos, esa espuma del miedo en las laboriosas manos descarnadas de su madre cosiendo botones, plegando camisas y pañuelos, pinchando naranjas o abrochándose apresuradamente la bata blanca, ese miedo suyo a quedarse sin trabajo por ejercer de enfermera sin título, miedo a que se apague la estufa o a extraviar la cartilla de racionamiento, a que llamen a la puerta de noche, miedo a que se lleven al comecuras a una comisaría y que este chico acabe en un hospicio si ella falta algún día. La lámpara de flecos rojos expande su luz sobre las paredes empapeladas y la sombra de los flecos se proyecta, en el otro extremo de la mesa, sobre las manos de piel de lagarto de su padre, plegadas y yertas la una sobre la otra, y esa luz desfallecida se repite sobre la botella y el vaso de vino, sobre el cenicero de bronce con las dos espigas doradas y sobre el humo de la colilla mal apagada, y se diluye en las sombras del entorno. Un sutil sistema de resonancias domésticas, de hábitos pactados y asumidos en silencio y de mutuo acuerdo, gravita sobre su padre y su madre y sugiere agravios una vez más aplazados, una discusión acaso violenta que de antiguo ambos retienen a flor de labios y que nunca estallará en su presencia.

Se le ha dicho que no se quede en casa poniendo la oreja, que salga a jugar a la calle. Podría ir a Las Ánimas a ver la nueva función del Cuadro Escénico o a jugar al pimpón con el Quique y los Cazorla, pero él prefiere quedarse en casa con Jim Hawkins y el pobrecito Ben Gunn, que sueña con comerse un queso. Le gusta mucho este episodio, le de mucha risa. Después, sentado a la mesa camilla junto a la ventana, mira las ilustraciones deLa fuga del príncipe Hassin y La derrota de James Brooke, los dos últimos capítulos de Los piratas de la Malasia.

– Somos el culo del mundo, Alberta flor de mi vida -masculla su padre con la voz calculadamente dolida-. Desde La Carroña se ve clarísimo. Y desde Canfranc mucho más… En fin, será mejor que nos vayamos, nano -le guiña el ojo recabando su complicidad y se levanta de la mesa repentinamente animado-. Antes de que tu madre se decida a romperme la crisma con la plancha, larguémonos a la calle a tomar viento.

– Ponte la bufanda, hijo -dice ella sin dejar de planchar, sin mirar a ninguno de los dos-. Y que el tarambana de tu padre se lleve el paraguas. Va a llover.

Así es como, desde ese día, paseando por Gracia para matar una sombría tarde de domingo que amenaza lluvia, en algunos cines de programa doble se le abrirán las puertas sin necesidad de pasar por taquilla. Su padre se para a saludar a porteros y acomodadores, y el chico es presentado formalmente. Primero recalan en el Roxy de la plaza Lesseps. Ponen una españolada yBuffalo Bill, con Gary Cooper, que ya ha visto en otro cine.

– Este local es la hostia de grande. Míralo bien -dice su padre, apoyando la pesada mano en su hombro mientras contempla la fachada-. Nos llevó más de una semana dejarlo limpio, pero dentro no quedó ni una pulga, ni una chinche. ¿Y gracias a quién? ¿Eh?

– A la brigada ligera matarratas.

– Eso es. Ven, te presentaré al portero, es un buen amigo

En todas partes, sin traspasar la cortina de la entrada, la misma confiada solicitud de su padre: Si viene el chico, déjalo pasar, hazme ese favor, le gusta mucho el cine, se pasaría la vida viendo películas. Ven cuando quieras, chaval, le dicen. En la pantalla del Roxy, al fondo del inmenso local, suenan tiros. Un parpadeo mágico, y ya está viendo otra vez a Wild Bill Hickok cuando lo matan disparándole por la espalda, y también el último beso que su chica le da en los labios, sin que esta vez Bill Hickok lo pueda borrar con el dorso de la mano, porque ya está muerto en el suelo.

Más tarde pasan por delante del Selecto y su padre recuerda que hasta hace poco esto era una pocilga.

– Piojos y sarna y cosas peores, podías pillar en el vestuario de los artistas. Pero cuando nos fuimos, se podía comer sobre cualquier butaca.

– Hiciste un buen trabajo, padre.

– Pero este no nos vale. El local no es apto para menores.

– Ya lo sé.

– Pues andando.

Se ha parado a mirar el panel de fotos.Las cuatro plumas. June Duprez le gusta mucho. En el cartel que anuncia las varietés ya no aparece Chen-Li, la Gata con Botas, y otras piernas de purpurina y otro nombre se grabarán en su memoria: la Supervedette Lina Lamarr, bailarina cómica.

– ¿Crees que dentro queda alguna rata azul, padre?

– Quién sabe. Sigue andando.

– Tantas ratas azules como hay, y todavía no he visto ninguna.

– Yo no diría eso.

– ¿Crees que antes que la brigada acabe con todas podré ver alguna?

– Te has cruzado con ellas un montón de veces.

– Que no, que todavía no he visto ninguna…

– ¿Qué haces ahí parado? Anda, vamos. -Se mira las uñas, las frota en la solapa-. Si te dieran un duro por todas las que has visto, serías millonario.

– Te digo que no, padre.

– Y yo te digo que sí. -Esquiva la mirada inquisitiva del chico y con la mano tantea de nuevo su hombro-. Verás, estas ratas, a veces, destiñen con la lluvia. Es normal, si lo piensas un poco. En cambio, las ratas pardas, que tienen un pelaje muy delicado…

– ¡Hala! Te estás burlando de mí.

– No te pares, sigue andando.

Tiene que hacerme ver una rata azul, piensa, si no, ya nunca le creeré.