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– ¿No me oyes? Sigue andando -insiste su padre-. Y no creas que el riesgo de infecciones está sólo en las ratas. No hace mucho, en algunos cines, meando en los urinarios, uno podía pillar purgaciones. -Señala con el dedo un vetusto balcón al otro lado de la calle, junto al metro de Fontana-. Mira, cuando tú tenías cinco años vivíamos detrás de ese balcón, en el primer piso. Allí murió el hermano pequeño de tu madre, Francisco, con diecisiete años. Era de la quinta del biberón. Lo trajeron del Ebro con tifus y lleno de piojos y sin haber disparado un solo tiro. No puedes acordarte, eras muy pequeño, pero desde ese balcón, un día de enero de hace ahora siete años, tú y yo vimos pasar las tropas nacionales, cuando entraban en Barcelona… Bueno, a lo que iba. ¿Sabes qué es una blenorragia? ¿Sabes qué son unas purgaciones, hijo?

– Es una enfermedad venerosa…

– Venérea.

– Eso.

– ¿Pero sabes cómo se pillan las purgaciones? -Cruzan la calle frente a la joyería Cuesta y siguen bajando por la acera izquierda-. ¿O la sífilis? Te estás haciendo mayor y ya va siendo hora de que sepas algunas cosas, ¿no te parece?

– Pero si todo eso ya lo sé, padre.

– Tú qué vas a saber. Mira, aquí tenemos el cine Smart.

– Ya no se llama Smart, ahora se llama Proyecciones.

– Es una enfermedad infecciosa en la minga que se coge yendo de burilla con mujeres del Barrio Chino. -Se han parado frente al cine y el chico mira los carteles-. Furcias. ¿Sabes lo que es eso? Claro que furcias las hay en todas partes, no sólo en el Chino, que conste… Además -añade con un deje lastimero-, hoy ese distrito ya no es lo que era, ni mucho menos. Tenías que haber visto aquello hace quince años, cuando íbamos a La Criolla en la calle Cid… Bueno, yo sólo fui una vez. Callejuelas miserables llenas de tascas, con fulanas y maricones y chulos de la peor calaña… De todos modos no hay otro sitio para ir de burilla. Pero no es recomendable, ¿sabes?, y es bueno que lo sepas. Supongo que todavía no se te ha ocurrido ir a fisgar por allí con tus amiguitos, algún sábado por la noche…

– Yo no.

– ¿Sabes qué significa ir de burilla, hijo?

– Claro.

– Son cosas que te conviene saber. Ponte bien la bufanda. Tu madre es partidaria de que tú y yo hablemos de eso, así que tenemos que hacerlo.

– Está bien.

– No hay más remedio. Te conviene saber algunas cosas.

– Ya.

– Mejor hoy que mañana, eso dice tu madre. Y puede que tenga razón. ¿No te parece?

– Bueno, no sé…

Recuerda ahora a su padre de pie en el herrumbroso balcón que han dejado atrás, le ve todavía allí embutido en un grueso abrigo con las solapas alzadas, llorando en silencio y con un puro sin encender en los labios mientras mira los soldados que bajan desde la plaza Lesseps agobiados bajo pesados capotes y mantas enrolladas, con sus fusiles colgados del hombro y sus botas retumbando en los adoquines. Él está acuclillado entre dos macetas de geranios y con la cara pegada a los barrotes del balcón. De lo ocurrido ese día, su padre siempre contaba que el niño, mientras lo miraba llorar y triturar el puro con los dientes, de pronto se echó también a llorar, no porque sintiera impotencia y rabia viendo desfilar a los nacionales, no por eso, claro, era demasiado pequeño para entender que se había perdido una guerra y cuántas esperanzas, pero en cierto modo sí podía decirse que lloraba con la misma pena, por empatía, ya que no por otra cosa veía por vez primera llorar a su padre. Pero lo que mejor recuerda es el paso de la tropa calle abajo, aquella extraña y convulsa oruga de espaldas erizadas de fusiles con bayoneta, correajes y cantimploras, y sobre todo, colgando en una de las espaldas de la última fila, tres pajarillos muertos balanceándose ensartados con un alambre prendido en un macuto.

– Sigamos -dice su padre dándole con el codo-. Nunca hemos trabajado en este cine, no me conocen… Cuidado, que viene un buitre ensotanado. -Subía por la misma acera un cura joven y animoso removiendo los faldones de la sotana con sus zancadas y balanceando una abultada cartera de mano. Cuando hubo pasado, el Matarratas se volvió a mirarle-. Es una maricona, no hay más que verle andar.

– Ya -concede Ringo bajando la cabeza.

Ahora mismo daría cualquier cosa por verse en compañía de los amigos del pueblo en alguna verdosa alberca entre viñedos, nadando entre ranas saltarinas; suele pensarlo en momentos como este porque es lo que más le gusta, además de leer libros y partituras: nadar, bucear, llenarse los oídos de agua y de música y de nada más.

– Bueno, dime una cosa -insiste el Matarratas-. ¿Qué es lo primero que tú le miras a una chica?

– ¿Yo?

– Tú, sí.

– Pueeees… No sé. Los ojos.

– Los ojos. Muy considerado de tu parte. -Deja pasar unos segundos y añade-: Los ojos. Has quedado la mar de bien, hijo. Ahora dime qué es lo primero que le miras a una chica. Vamos, vamos.

– ¿Qué…?

– Me refiero a un pimpollo de esos, ya me entiendes, un bombón, que dicen ahora. Ya sé que es una pregunta boba. Pero te habrás fijado en algo que te guste, no sé, por ejemplo el culo… No es nada malo, ¿sabes?, es lo normal. Sí, hombre, no pongas esa cara, a todo el mundo eso le parece normal.

– Ya, pero… es que…

– ¡El culo de las chicas, puñeta! ¿Te gustan o no las chicas? ¡Pero bueno, no sé de qué te extrañas! ¡Es una pregunta bien sencilla!

Él tarda una eternidad en responder, cabizbajo, ocultando la boca y la nariz en la bufanda, y casi también los ojos.

– Es que no me he fijado.

– ¡Venga ya! Cómo no te vas a fijar en eso, un chico normal. Conste que es tu madre la que se ha empeñado en que hablemos. En mi opinión, esta charla deberíamos tenerla cuando cumplas quince o dieciséis años, pero tu madre ha estado dándome la tabarra… Mira, a la derecha tenemos el cine Mundial. Saludaremos a la señora Anita, la taquillera. Es una buena mujer. Te dejará entrar sin pagar, y hasta podrás venir con un amigo, si quieres. O invitar a una chavala. ¿Qué te parece?-Se ríe y le suelta un manotazo amistoso en la espalda que casi lo dobla-. Estupendo, ¿no?

– Estupendo, estupendo.

– Bueno, pues ya está -concluye su padre aliviado y bajando la voz-. Ya hemos hablado de lo que había que hablar.

Poco después se para al borde de la acera, repentinamente abrumado por algo que atañe a sus cosas. Con la mirada perdida sobre el reluciente empedrado y una extraña parsimonia en las manos se lleva a los labios un cigarrillo bastante torcido y lo enciende con una cerilla vacilante y mal orientada.

Hace frío y parece como si la calle prolongara la tristeza y el olor de los pasillos del metro. Pesadas gabardinas y largos abrigos de entretiempo que se diría deambulan colgados de sus perchas, ancianas con negra mantilla, niños de luto con ojos muy abiertos que interrogan, viandantes presurosos y ateridos y parejas endomingadas que entran y salen del bar Monumental se cruzan a su lado y se esfuman en la hora más gris, y su padre permanece clavado allí al borde de la acera con una joroba de pesadumbre en la espalda, viendo caer la tarde sobre los mojados adoquines. Se mueven a piñón fijo, ¿no te parece?, le oye mascullar. El chico conoce estos altibajos en su ánimo: en el momento más inesperado puede ponerse a hacer el ganso, pero, del mismo modo imprevisible, el zángano, el alegre comecuras, el cantamañanas, que le dice madre, desaparece de pronto para dejar paso al cascarrabias intratable y amargado, al tipo duro e insensible, y entonces cualquier cosa relacionada con él, los viajes imprevistos, el maletín con los venenos, los compañeros de la brigada municipal, las herramientas de trabajo, se convierte en algo clandestino, vagamente peligroso. Ahora mismo, ensimismado, parado en el bordillo y de espaldas a la gente que circula arriba y abajo por la acera, su corpachón enfundado en la gabardina de solapas alzadas propicia una sugestión de clandestinidad, lo mismo que la voz que le sale enredada en el humo del cigarrillo y en su propia ronquera, como un eructo que se trocara en íntima jaculatoria: Estamos en el culo del mundo, hijo mío, somos el culo del mundo.