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– ¿Cómo va esa mano, artista?-dice sin pararse-. ¿Estás escribiendo una carta a la novia?

Él da un respingo y esconde la mano vendada y el lápiz dentro del cabestrillo en un rápido acto reflejo, como si le hubiera picado un bicho, y con la otra mano tapa el pequeño cuaderno escolar de hojas pautadas colocado sobre el libro. Qué lejos está de estas confianzas y zalamerías, de esta mano regordeta y perfumada en sus cabellos y de esta soñadora mirada azul. Encorvado, con la cabeza metida entre las páginas deLa piedad peligrosa, sujeta el lápiz amarillo con el pulgar y el corazón, no sin cierta dificultad a causa de la espectral ausencia del dedo índice. Que le vean con el lápiz entre los dedos le causa una sensación de impotencia y de ridículo; se cree descubierto, pillado en una mentira, intentando coger humo con la mano o algo así. Mientras esta fisgona ande merodeando cerca, prefiere dejarlo todo como está, la mano y el lápiz escondidos, la cabeza agachada sobre la novela y esta cubriendo la libreta escolar, donde la otra mano tapa la última anotación.

– ¡Agustín, sal un momento! -grita la señora Paquita desde el mostrador-. ¡¿Algún recado para Vicky?!

Con su enorme barriga sólo equiparable a su enorme desgana de todo, el tabernero, cincuentón afable y rubicundo, de ojos saltones y gran bigote canoso, se deja ver en la puerta de la cocina con su mandil a rayas negras y grises y una aceitera de cristal en la mano, exclamando ¡presente! en tono cansino y socarrón. Antes que la señora Mir llegue a su lado, el hombre ya dice que no, que en toda la mañana no ha venido nadie con ninguna carta.

– Estoy preparando unos pajaritos fritos de chuparse los dedos, señora Mir -añade sonriendo-. ¿Quiere probar uno?

– ¡Ni regalado! -Y dando media vuelta con todas sus redondeces y un ostensible aire de reproche, desanda rápidamente el trayecto y regresa al mostrador, donde ya tiene servida la copa de coñac-. Qué horror, Paqui. ¿De dónde salen esos pobrecitos gorriones?

– Calla, calla, que estoy furiosa. Es cosa del mayorista de vinos, compra los pájaros a un cosechero del Panadés. Le he dicho a mi hermano que la próxima vez se los daré al gato. -Y en tono resignado-: Bueno, ya lo has oído. Todavía nada. Y estamos al tanto, que conste. Igual te llega por correo…

– ¡Y dale! ¿Por qué crees que él prefiere dejarla aquí? ¿No recuerdas que te dije que esa carta no debe caer en manos de la niña?-Apura el coñac en dos rápidas acometidas y se queda mirando el vacío. Parece muy contrariada-. ¿Sabes qué, bonita? Ponme otro.

¡Esos pobrecitos gorriones, ha dicho! ¿Se puede ser más cursi? Por no tener que verla tan de cerca ni más de lo necesario, ya que no oírla es imposible, Ringo vuelve la cara poniendo atención en la calle a través de la persiana. Al otro lado de la calzada, junto al bordillo de la acera de enfrente, un niño de unos seis años, en camiseta y con el pelo alborotado, pedalea esforzadamente una pequeña bicicleta amarilla de dos ruedas, la trasera con el refuerzo de ruedines laterales para mantener el equilibrio. Lo conoce, es Tito, el hijo pequeño de la peluquera Rufina. El niño se apea de la bici y, en cuclillas, examina con expresión ceñuda el artilugio de los ruedines mal atornillados que le impide coger velocidad.

Aunque mantiene la mirada en la calle, con el rabillo del ojo y a pesar suyo no puede dejar de ver cómo la señora Mir se atusa el pelo con su mano regordeta, cómo se muerde el carnoso labio inferior y cómo fija la mirada en la pared detrás del mostrador diciendo en tono lastimero:

– Estaría mejor arrodillado.

Allí cuelga el calendario cuyo amplio soporte de cartón anuncia una bebida refrescante mediante el reclamo de la vieja fotografía, ampliada y coloreada artificialmente, en la que once rudos futbolistas de antes de la guerra posan antes de disputar un inmemorial partido. Eso es lo que mira la señora Mir, esta antigualla deportiva de musculosas piernas. El calendario es del año pasado y su permanencia en la pared, con la hoja de diciembre sin arrancar, se atribuye a la predilección del tabernero por la histórica entidad futbolística tan vinculada al barrio. Al pie de la fotografía, que ya es casi una reliquia, y en grandes letras, se lee:C.D. Europa, temporada 1924-25. Cinco robustos jugadores posan hombro con hombro y rodilla en tierra, el central con el balón en las manos, y detrás, de pie, con los brazos cruzados y el rostro crispado, seis más, incluido el portero con su gorra y rodilleras, todos con pantalones hasta las rodillas y apretadas camisetas luciendo la uve azul sobre el pecho. Los aguerridos jugadores miran al objetivo con fiereza, peleones y asilvestrados, como enfrentados a una ventisca. El extremo izquierdo, con un pañuelo atado a la frente y los cabellos enhiestos como un plumero, es tan patizambo que podría pasar un tranvía por entre sus piernas.

– No seas cabezota -dice la señora Paquita-. No es él.

La señora Mir vacía la segunda copita de un trago y la deja sobre el mostrador diciendo con la voz deprimida: Apúntalo, reina, y seguidamente se dirige hacia la puerta. Antes de salir se vuelve con los brazos en jarras.

– Yo juraría que sí. -Y añade-: ¿Tú qué harías, Paqui? Dime la verdad.

– ¿Qué haría acerca de qué…?

– ¿Esperarías?

– Yo sí. Desde luego que sí.

– ¿Cuánto tiempo?

La tabernera tarda un poco en responder, y lo hace bajando la voz.

– Está loco por ti, Vicky. ¿O es que todavía no te has enterado?

– ¿Te dio esa impresión? ¿De verdad?-inquiere ella con ojos chispeantes.

– Tenías que haberle visto sentado allí, escribiendo. Lo mal que lo pasó. Y prometió que te haría llegar esa carta. ¡Eres su novia, su amada novia…!

– Pero tú, ¿cuánto tiempo esperarías?

– Antes dime una cosa. ¿Qué pasó aquel día que te tiraste en la calle? ¿Malas noticias de Francia? Me habías dicho que tu hermano estaba enfermo…

– No. Eso fue cuando estaba en el campo de concentración… Eso ya pasó, ahora está bien. No, fui yo, que perdí el oremus… No sé cómo explicarlo.

– Pero, a ver, ¿qué pasó para que salieras a la calle de aquel modo?

– ¡Ay, no sé, Paqui! Algún día te contaré. -Pensativa, mientras se lleva la mano al pecho izquierdo para auparlo y acomodarlo mejor al sujetador, parpadea con los ojos maliciosamente entrecerrados y susurra-: La asquerosa toalla liada a la cabeza, para disimular… Ojalá me lo hubiera creído, ojalá.

– ¿El qué, Vicky? ¿Qué has querido decir?

– Nada. A ver, no cambies de tema. Te he preguntado cuánto tiempo esperarías.

– ¡Pues el que haga falta, mujer! -Se queda mirándola, contrariada al no conseguir aclarar nada, y suaviza el tono-. No te equivoques con él, Vicky. No es un hombre corriente. No habla por hablar.

– ¿Ah, no? Tú qué sabes.

– Nunca he visto a nadie tan dispuesto a cumplir una promesa. Está colado por ti, Vicky.

– ¿De verdad lo crees? ¿O lo dices para animarme?

Sin esperar respuesta, la señora Mir frunce la boquita de piñón con aire pensativo, se palpa las caderas, se encoge de hombros y se despide con un gesto vago que lo mismo puede decir qué más me da o que Dios te oiga.

Él no puede por menos que constatar una vez más lo ridículo del asunto. ¡Vaya con los amores contrariados de doña floripondio! Sencillamente, cuesta creer que esta caricatura de mujer sea capaz de vivir una verdadera historia de amor, y también cuesta creer que la señora Paquita, que no pocas veces se ha burlado de ella, ahora le siga el juego animándola a esperar esa carta. ¿Cómo ha podido la tabernera solterona decir que este vejestorio es la novia de alguien? ¿Qué entenderá por novia la señora Paquita? ¿Alguna vez la ha visto morrearse con alguno de sus anteriores fulanos en el parque Güell, o dejándose meter mano en una cueva de la Montaña Pelada?