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En el balance de las querellas cotidianas del chico pesa mucho más lo imaginado que lo vivido, y aunque es muy imprecisa la frontera entre lo que ve y lo que pugna por ver, no suele dudar en el momento de elegir: aun sin saber bien si la voluptuosa señora merece compasión o risa, en esa disyuntiva se siente muy poco indulgente. Por mórbidas que puedan resultar las expectativas que ella suscita con sus tribulaciones amorosas, esas expectativas estarán siempre en el nivel más bajo de lo que para él representa lo grotesco y lo risible.

Una vez que la señora Mir se ha ido, el mirón involuntario desteje su atención y permanece un rato escrutando la calle tranquila y soleada a través de las rendijas de la persiana. Hace un rato ha visto pasar al señor Sucre y al capitán Blay conversando camino de la plaza Rovira, parándose alternativamente cada dos metros para puntualizar algo en su interminable controversia, pero sin gritos ni aspavientos, las cabezas muy juntas, las manos a la espalda y la vista en el suelo. Al otro lado de la calle, en la desconchada pared frontal donde no se abre ninguna puerta ni ventana, hay una mancha de humedad que parece un tornado girando vertiginoso y amenazador sobre el niño que pedalea arrimado al bordillo de la acera. Arriba y abajo con su pequeña bici, cabeceando encorvado sobre el manillar, el chaval parece cumplir un trámite aburrido o un castigo. La bicicleta es un trasto viejo de piñón fijo, sin frenos. Los ruedines laterales aseguran el equilibrio y la integridad física del ciclista, pero frenan su carrera y anulan su esfuerzo, impidiéndole esprintar y cruzar victorioso la imaginaria meta. El chaval se apea de la bicicleta y empieza a darle patadas.

Sus ojos vagan de la calle a la escritura. La mano vendada aún sostiene el lápiz con esfuerzo, y la otra mano persiste en tapar pudorosamente la primera anotación cuando, prestando atención a otros ecos y a otro ritmo, otras lecturas, decide corregir y precisar más.

En su vertiente sur, labrados sobre una roca, hay tres solitarios peldaños de una escalera que nunca se terminó, que nadie sabe adónde quería subir.

Cree que solamente en ese territorio ignoto y abrupto de la escritura y sus resonancias encontrará el tránsito luminoso que va de las palabras a los hechos, un lugar propicio para repeler el entorno hostil y reinventarse a sí mismo. Le gustaría ser capaz de proclamar que la mayor parte del día su espíritu no está donde suele dejarse ver en persona, sentado en la plaza ondulada del parque Güell con un libro en las manos o en esta mesa junto a la ventana de una sombría taberna, sino mucho más lejos del barrio y de la ciudad, en parajes muy diversos y a menudo en un precario equilibrio sentimental, cultivando su extrañamiento en largos y solitarios paseos sobre la nieve crujiente de la Perspectiva Nevski, por ejemplo, o viajando en una diligencia por los caminos de Yormouth, o acaso deambulando por las brumosas callejuelas de Blackfriars a orillas del Támesis, por los desolados páramos de Yorkshire donde siempre silba el viento, o entrando en la pensión Vauquer de la rue Neuve-Sainte-Geneviève, o tumbado en las praderas de Kenia próximas al Kilimanjaro, bajo los sombríos árboles de Thornfield o acaso vagando por las colinas de Balaklava sembradas de metralla y jinetes muertos. Porque fuera de estos muros, fuera de la taberna, todo lo que hay ha sido despojado de sentido y de belleza y de futuro, sólo es un trajín de seres acogotados y de pobres afanes que no importan, que no merecen atención; porque a quién puede contentar día tras día esta monótona e interminable sucesión de fachadas grises y amedrentadas, estas calles de aceras reventadas o todavía sin pavimentar y estas calzadas de tierra apelmazada donde los chavales dibujan calaveras y tibias cruzadas con sus cortaplumas, estos solares yermos y estas esquinas melladas y roñosas con la araña negra estampillada. Lo poco que le retiene aquí es lo mucho que echa en falta. Cada vez que levanta la vista del libro se siente fuera de lugar, desplazado por un imprevisto golpe del destino, y ese sentimiento de desarraigo es más patente cuanto más cavila sobre su fortuito origen familiar; también él, si uno se para a pensarlo, es una patraña tramada por el destino, una bola monumental, pues aparenta ser hijo de quien en realidad no es su madre, y no digamos ya del padre, precisamente el rey de la patraña. Y uno no tarda en descubrir cantidad de cosas que podrían haber sido de otra manera, porque su padre biológico quizás todavía vive quién sabe dónde y a saber cuántos hermanastros, primos y sobrinos y tíos podría tener, y a buen seguro no llegará a conocerlos nunca, aunque lo más conveniente sería aceptar que tiene cuatro padres y ocho abuelos y una fantasmal parentela consanguínea y otra no menos fantasmal, por ficticia, y que todo es naturalmente así de extraño, contingente y engañoso. Por ejemplo, lo que ahora mismo está mirando sin ver a través de la ventana del bar, esta calle soleada y en suave pendiente que un niño remonta pedaleando con esfuerzo en su pequeña bicicleta: también esta calle esconde una impostura, una engañifa que mucha gente ignora, pues no se llama como debería llamarse, según el señor Sucre le explicó detalladamente al capitán Blay una noche de verano, sentados ambos en la puerta del bar con un porrón de vino refrescándose dentro de un cubo con hielo. Conocida como Torrente de las Flores, dijo el señor Sucre, nuestra querida calle, que baja rectamente desde la Travesera de Dalt hasta la Travesera de Gracia para toparse de frente con el cine Delicias, es creencia popular que en tiempos remotos fue un torrente de aguas cristalinas y orillado de flores, y de ahí el origen del patronímico. Pero tal creencia se basa en una engañifa, tal como explicó esa noche el señor Sucre a quien quisiera oírle -es decir, nadie salvo el capitán Blay, fumando pensativo a su lado, y el chico de Berta parando la oreja como de costumbre, fascinado ante la estrafalaria memoria de la pareja-, esta barriada de La Salud que hoy habitamos tan ufanos, en su remoto origen, hace miles de años, debió de ser efectivamente un vergel inmaculado y fantástico, un florido y esplendoroso Edén, pero en honor a la verdad había que decir que la calle fue bautizada con los apellidos de un señor oriundo de El Ferrol llamado Manuel Torrente Flores, propietario de los terrenos que cedió para urbanizar esta zona y su torrentera a finales del siglo XIX.

– Así que de Torrente de las Flores, nada de nada. Hoy por hoy, como tantas cosas en esta ciudad ratonera -concluyó con sorna el señor Sucre-, nuestra calle tampoco se libra de ser una puñetera falacia.

– ¿Y qué dirías tú, muchacho?-entonó zumbón el capitán Blay al ver al chico escuchándoles asombrado-. ¿Dirías que la calle va de montaña a mar, o de mar a montaña?

Risas y toses de vejetes ociosos y estrambóticos. Entendió que ambos querían tomarle el pelo una vez más, pero aun así optó por una respuesta basada en la lógica. Siempre deseó merecer su confianza.

– De montaña a mar, señor, porque la calle va de bajada.

Este tramo de la calle es el más propenso a los espejismos, diría en cierta ocasión el señor Blay escrutando los viejos raíles. Acaso ahora mismo el chaval de la bici experimenta lo mismo, piensa éclass="underline" basta dejarse ir calle abajo para ganar el equilibrio y la apuesta. Se trata de una experiencia muy corriente, algo que viven muchos niños a esa edad -si la suerte o sus padres quiso obsequiarles con una bici, claro, que no fue su caso-, y que en esta ocasión, no acierta a saber por qué, le parece significante. Muchas cosas se le antojan significantes desde hace algún tiempo, pero hoy tardará un poco en descubrir que el pequeño y furioso ciclista no se propone destrozar su bici, sino solamente aquello que le amarga la victoria y le impide disfrutar del viento en la cara, frustrando la gran aventura del equilibrio ganado a pulso y por su cuenta, sin ayuda ni apaños de ninguna clase. Sentado en el bordillo de la acera, junto a la boca de la cloaca, el niño se enfrenta enrabietado al problema agarrando los soportes metálicos de las ruedecillas supletorias y zarandeándolos a un lado y a otro con el fin de aflojar las tuercas. Lleva pintada en el rostro la firme decisión: acabará con los malditos ruedines aunque sea a dentelladas. Pero al cabo de un rato no ha conseguido gran cosa. Ve pasar a un conocido, un pintor de brocha gorda con su escalera al hombro, y pide ayuda. ¿Tiene un martillo, por favor, señor? El hombre sonríe sin pararse, va con prisas, le enmaraña cariñosamente el pelo con la mano y sigue su camino. En el transcurso de la siguiente media hora solicita ayuda a varios viandantes, conocidos o no. Algunos ni le miran y otros ni se paran, le escuchan sonriendo y alegan excusas diversas. ¿Una llave inglesa?, no tengo, se me han acabado. Y otro: ¿Por qué no te vas a casa y le dices a tu madre lo que te propones, valiente? El niño se levanta, se la saca por un lado del pantalón y mea contra la pared donde el tornado parece avanzar bailando. El último en pararse a su reclamo es un cerrajero de la calle Martí que le explica que estas ruedecillas satélites que quiere quitar están ahí para guiarle mejor en la carrera e impedir que se rompa la crisma. El niño detesta también el piñón fijo, y pregunta si se puede cambiar, pero no obtiene respuesta. ¡No quiero ir a piñón fijo!, se lamenta una vez solo. De vez en cuando se levanta para patear y aporrear la bici, y luego vuelve a sentarse.