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Deja de mirarle un instante al darse cuenta que los dedos entumecidos de la mano vendada todavía sostienen el lápiz. Lo suelta por fin y repara en lo que ha escrito. Apunta una corrección, pero no le acaba de gustar y la descarta; se entretiene garabateando en un imaginario pentagrama un grupeto con alas, y cuando levanta la cabeza de nuevo, Tito está zarandeando furiosamente los ruedines, más empecinado y rabioso que antes, a punto de romper a llorar. La cabezonería, el interminable desacuerdo entre el chaval y su bici acerca de quién debe a partir de hoy ser el dueño del equilibrio y el hacedor de la victoria, retiene su atención un buen rato. Finalmente Tito logra desenroscar los brazos metálicos y los arroja a la cloaca junto con las ruedecillas satélites. Enseguida arrima la bicicleta al bordillo y monta, y entonces, con un pie en el pedal y el otro en la acera, antes de dejarse ir calle abajo, lanza por encima del hombro una mirada triunfal en dirección a la ventana del bar, sabiendo que alguien le observa.

Seguramente se dará unos cuantos batacazos antes de conseguirlo y volverá a casa con las rodillas peladas y algún chichón, piensa al apartar los ojos de la calle y dejar caer la persiana. Poco después la vuelve a levantar al oír un estrépito de hierros. No, ningún coche lo ha pillado, y nadie parece haberlo visto. Nadie más que él. El chico se está levantando junto al bordillo y dirige una torva mirada a la ventana del bar, se lame una peladura en la mano, se sacude el pantalón, remonta la calle a pie con su bicicleta al lado y al llegar a la altura del bar lanza otra mirada esquinada y desafiante al único testigo de su hazaña. Y esta vez el testigo ha comprendido. Soltando el lápiz sobre la hoja emborronada, con una atención intensa y sin desmayo, inesperadamente escrupulosa en captar los detalles, observa al niño lanzándose una y otra vez con su bici a tumba abierta calle abajo, resuelto y veloz a pesar de los bandazos y las trompadas, la barbilla pegada al manillar y una fijación maniática en la mirada, una poderosa tensión que se nutre a partes iguales de optimismo y frustración, y que el rostro no deja de reflejar hasta caer estampado en medio de un enredo de ruedas y piernas y brazos, para volver a levantarse en el acto con las rodillas despellejadas y sangre en los morros y regresar calle arriba a pata, sentarse en el sillín y emprender nuevamente la marcha desde el bordillo, impulsándose con un pie y con un empeño que anula el temor al batacazo. Desde el bar, con la mano herida parada en el aire, sintiendo en los dedos la ausencia del lápiz, él no puede dejar de mirar el pedaleo persistente y desesperado que se trunca una y otra vez en las caídas, esa reiterada presión mental sobre los pedales, esa enrabietada cabeza gacha embistiendo el aire y todo lo que se le ponga por delante. Algunos viandantes le aconsejan que lo deje, pero el chaval no atiende a nadie, no le da la gana de descabalgar. Lo suyo es una lucha contrarreloj, porque sabe que alguien acabará avisando a su madre. La caída más dura se la reservan las vías muertas: inadvertidamente introduce la rueda delantera en el surco de uno de los raíles, la bicicleta se traba y Tito sale disparado por encima del manillar. Se levanta y vuelve a montar y sigue, y poco después, perdida la cuenta de los morrazos, los últimos ya bastante controlados, repentinamente consigue el equilibrio y empieza a dar vueltas en círculo un buen rato, sonriendo con toda la boca y mirando a Ringo por encima del hombro. Sin dejar de mirarle y de sonreír, gira en la esquina de la calle Martí lanzando un grito de victoria y desaparece en dirección a la plaza del Norte.

El factor germinal de la escritura ha hecho mientras tanto su trabajo, y algo le induce de pronto a arrancar la hoja garabateada de la libreta y disponer de otra limpia, tantear nuevamente el lápiz con los dedos doloridos y estar atento a la melodía de las palabras que ahora vuelven. No es una tonadilla corriente como las que suele tararear distraído y ayudándose inconscientemente, por un reflejo adquirido frente la partitura, con el compás imaginario del cuatro por cuatro; desde el principio, desde el primer tímido esbozo, había sido como una melodía conocida y oída mil veces pero sin completar, un mutilado conjunto de notas que la memoria auditiva había guardado y ahora convertía en palabras; un fraseo musical con resonancias que esta vez no cabía buscar en las pautas de ningún pentagrama -sobre eso no cabía engañarse, las resonancias eran bien claras y conscientemente asumidas-, sino en las alturas de un monte cubierto de nieves perpetuas. Así, la mano vendada que un rato antes se había quedado inmóvil, vuelve a tomar el lápiz, y, con renovado esfuerzo y algunas punzadas en el dedo sacrificado, corrige y concluye el que será, aunque él todavía no lo sepa, párrafo seminal.

La Montaña Peladaes una colina desnuda y árida de 266 metros de altura, y su nombre tiene un origen confuso. En su ladera oriental se han hallado fósiles de tortugas prehistóricas y huesos de mamut. Cerca de la cumbre hay una gran roca plana con tres peldaños de una escalera que nunca se terminó. Nadie ha podido explicarse adónde iba a conducir una escalera en semejante lugar, tan yermo y desolado.

11 Un lugar no muy limpio ni bien iluminado

– Ringo, ¿te vienes al Chino?

Es el tercer sábado consecutivo que el Quique se presenta en el bar Rosales después de cenar y con la misma sugerencia. Si aún no te has colado en alguna casa de putas del Barrio Chino, nano, es que no te has enterado de qué va la vida. En la calle Robadors hay tres casi juntas, El Recreo, El Jardín y La Gaucha, y es fácil colarse. Aunque al Quique le está prohibida la entrada por edad, y suele acabar de patitas en la calle con algún sopapo o una patada en el culo, fisgar en los burdeles se ha convertido en su diversión favorita.

– ¡No veas qué furcias tienen en El Jardín, parecen de antes de la guerra! Pero hay una, la Manoli… ¡Guau! Nada más verla, ya estoy empalmado.

– Ya. No hace falta que lo jures.

– Bueno, ¿te vienes o qué?

Él está sentado tomando el fresco en la acera del bar, la silla recostada contra la pared, la americana echada sobre los hombros y una cerveza en la mano útil, viendo pasar a la gente, y no parece tener ganas de nada. Hace un rato estaba leyendo el muy sobado pero predilecto libro de cuentos y ahora lo lleva en el bolsillo más desfondado de la chaqueta.

– Si vais en pandilla, no -responde-. Demasiado follón.

– Tú y yo solos.

Es una noche con neblina y bochorno de finales de septiembre. El Quique ha irrumpido en el bar embutido en un sofocante traje marrón a rayas de americana cruzada, con corbata de lunares, un litro de brillantina en el pelo y gafas de sol de aparatosa montura, porque las gafas de sol te hacen mayor, nano, dice, y es más fácil colarte. Del bolsillo superior de la americana asoman cuatro cigarrillos Lucky Strike que habrá birlado a su padre. Muy pincho, acalorado y sonriente, deja caer la cara redonda y grasienta sobre la de su amigo y espera la respuesta. Pero le ve tan absorto que una vez más se queda mirándole intrigado, preguntándose cómo puede dejar pasar la noche del sábado aquí sentado, o dentro del bar, volcado durante horas sobre un libro o escuchando las aburridas conversaciones de los viejos y el golpeteo de las fichas de dominó en el mármol. A veces piensa que Ringo no se está haciendo mayor como los demás, de manera normal, como él y Roger, le parece que todavía sigue rumiando alguna de sus estrambóticas aventis tumbado de bruces en el techo de la diligencia y disparando contra los apaches que le persiguen a galope por la pradera. Dan ganas de decirle: Ringo, aquellos caballos eran de cartón.