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– ¡Hosti, no seas tarugo! ¡Venga, hombre, anímate!

– Búscate a otro -dice él-. No tengo ni para el tranvía.

Antes de salir de casa, después que su madre se fue a La Esperanza a cumplir su turno de noche, había mirado dentro de una tacita de café del aparador; algún sábado, ella solía dejarle dos o tres pesetas en esa tacita. Esta vez había calderilla. La visión de la calderilla manejada por su madre lo afligía siempre; veía la mano flaca y pálida rebuscando para él unas monedas del fondo del pequeño monedero, sólo para él, y eso le hacía sentirse egoísta, inútil y derrochador. Debajo de un platillo había un billete de cinco, pero era para el pan y la leche y un kilo de boniatos que él mismo debía comprar mañana temprano, antes de que ella se levantara, y, si el dinero alcanzaba, también para un cuenco de nata espolvoreada con azúcar.

– No te va a costar ni una pela -insiste el Quique, animoso-. Yo pago. ¡Estoy forrado, chaval, esta tarde he ganado a la garrafina! Venga, hombre. Nos damos un garbeo por El Jardín y a ver qué pasa.

– Qué va a pasar. Nada.

– Bueno, sólo podemos mirar, pero…

– Ya. Vamos de florero.

– Y qué más se puede hacer. Tocar no te dejan. Y follar, por ahora, ni lo sueñes… En El Recreo, quince pelas el polvo. Pero puedes verlas de cerca. Luego en casa te la pelas, y ya está.

– No nos dejarán entrar

– ¡Que sí, ¿qué te juegas?! Nos colamos cuando quieras, chaval, te lo digo yo. Los sábados por la noche aquello está a tope de tíos y no se fijan mucho, sólo hay que ponerse en la cola y entrar. El único sitio donde no me dejaron entrar fue en la Carola, y tampoco en la Madame Petit, allí las tías son muy caras… Oye, te enseñaré cosas que nunca has visto, Ringo. En un escaparate de la calle San Ramón hay un consolador que parece la tranca de un burro, te troncharás de la risa cuando lo veas… Pero antes nos tomamos unas cañas en Los Cabales, para entonarnos. Yo invito. ¿Eh, qué me dices?

Él se excusa alzando la mano vendada.

– Ni siquiera puedo meter la mano en el bolsillo para pagar una ronda.

– Te repito que eso corre de mi cuenta. ¡Venga ya, hombre!

En esos atolondrados ojos saltones se le nota que sigue pensando en mujeres desnudas todo el tiempo, se dice Ringo. De la pandilla que formaban cuatro años atrás, el Quique, Roger y Rafa Cazorla son los únicos que siguen frecuentando el Rosales, al principio por el futbolín más que nada, luego por las partidas de garrafina y por ir juntos al baile cada domingo. El Quique, que no oculta su predilección por Ringo y presume de ser su mejor amigo, y de entender y respetar su querencia por los pianos y las novelas, incluso por las novelas que no son de misterio ni de vaqueros, ha intentado muchas veces arrastrarle al Verdi o a la Cooperativa La Lealtad, las dos salas de baile que Violeta frecuenta con su mamá de carabina, pero él siempre ha rehusado.

Esta noche se deja llevar por la curiosidad, y al cabo, visto lo que había que ver, se le ocurre que de algún modo aquella fantasía del Quique demandando en todas las aventis tetas y culos a ser posible bajo transparencias orientales, siempre pidiendo odaliscas detrás de gasas y tules de brillante tecnicolor a lo Yvonne de Carlo o María Montez, finalmente su amigo ha conseguido hacerla realidad en sus incursiones sabatinas fisgando en los burdeles más tronados, sobre todo en ese concurrido habitáculo de El Jardín escasamente iluminado y con ocho o diez mujeres en el centro dando vueltas como en un mercado árabe de esclavas. Se exhiben en combinación o sólo con bragas y sostén, acaloradas y atropellándose un poco por falta de espacio, sonámbulas, sobradas de carnes y abanicándose, con los cabellos cayendo grasos y crinados sobre los hombros desnudos, una de ellas con una toalla liada a la cabeza igual que un turbante. Calzan raídas zapatillas de raso y zapatos verdes y rojos de tacón altísimo, alguna luce medias negras con ligas y moretones y la más joven lleva calcetines blancos y sandalias de goma. Se contonean aburridamente con sus culos gordos y sonríen a los hombres que las miran con una mueca burlona de deseo o de sumisa tristeza, la mayoría de pie y algunos sentados en el banco corrido que circunda las paredes pintadas de un verde amarillento y grumoso como un vómito. Hay una puerta pequeña que da acceso a una escalera en penumbra y escupideras desbordadas de colillas y salivazos en los rincones. Una delgada lámina azulosa de humo de cigarrillos flota en el aire, saturado de tufos de sudor rancio y polvos talco, y se oyen murmullos y alguna risa, pero predomina un silencio espeso de toses, muchas y variadas toses, carraspeos insidiosos y frotar de pies, un rumor desasosegante, cohibido y reverente que a él le devuelve por un momento a los Viernes Santos en la capilla de Las Ánimas abarrotada de fieles que avanzan hacia el altar como sonámbulos. Algunas putas canturrean en voz baja mientras dan vueltas y más vueltas, aparentemente ajenas al reclamo de sus encantos, una de ellas con las manos ocupadas en una labor de ganchillo, y la más joven y menos fea, pero fea de todos modos, con cejas muy espesas y hoyuelos como tajos en las mejillas de muñecona, llama su atención al avistarle por encima del hombro con mirada dolorida, como diciéndole: ¿qué haces aquí, criatura, cuántos años tienes?

Aquella invención privada que años atrás nunca se atrevió a contar a la pandilla, la de una prostituta joven y bonita maltratada por la vida, marcada por un destino trágico (él sería su amante consentido, un paria entregado al libertinaje y al vicio, y ella lo redime con su amor), aquella excitante posibilidad de una experiencia canalla que alguna vez había imaginado con pelos y señales, una morbosa historia en la que le gustaba verse a sí mismo aventurero y crápula y gran pianista de talento incomprendido, hundido en la perversión y el fracaso, resulta que aquí y ahora, al evocarla emboscado en este cochambroso burdel entre mirones ociosos e inermes que sólo aspiran a pasar el rato, se le antoja una ridícula calentura infantil y el colmo de los despropósitos, y le hace sentirse un iluso. Este no es lugar para aventis, chaval, esto es una casa de putas y aquí se viene a follar. Palpa en el bolsillo el libro de relatos y ya piensa en largarse, cuando oye a su espalda una voz que le resulta familiar.

– No te vuelvas -le susurra el Quique-. Adivina quién está detrás de ti.

– Era demasiado terrible para ser verdad, señor Anselmo -está diciendo la voz-: Ella no trabaja en un sitio como este, véalo usted mismo. He preguntado y ni siquiera la conocen. Estamos perdiendo el tiempo. Olvide a esta mujer, por lo que más quiera, no se torture más.

Es una voz desguarnecida, oscura, que repentinamente se carga de una paciente conmiseración para con alguien. Sí, es la suya, no hay otra voz como esta. Espera unos segundos y luego se gira discretamente para constatar con el rabillo del ojo, apenas dos metros atrás, entre los mirones que permanecen de pie, la conocida actitud reverencial, el aire furtivo y depredador de la espigada figura inclinando el albo esplendor de sus cabellos sobre su bajito interlocutor, y tan encima, tan considerado y envolvente que se diría que está maniobrando para robarle la cartera: la misma solícita deferencia, las mismas atenciones de hombre alto y renqueante que prodigaba en el bar Rosales. Su acompañante, un señor de mediana edad y bien vestido, calvo, rechoncho y de expresión lastimera, lo escucha sin mirarle y estirando el cuello para no perderse las evoluciones de las putas en la pista. El señor Alonso, en cambio, no se muestra interesado en el espectáculo; girando el cuerpo como lo hacen los cojos, despegando el pie del suelo con alguna dificultad, parece más bien ansioso por salir de aquí.