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Vuelve a ver a su padre frente al mostrador de la taberna Rosales girándose hacia él muy despacio, enhiesto y achispado, empuñando el vaso de vino sobre el pecho como si temiera que fueran a quitárselo y farfullando al verle abrir la puerta:

– Aquí está mi hijo muy querido -con una sonrisa taimada-. Te gusta Barcelona, ¿verdad, nano? Te sientes muy seguro en la gran ciudad, junto a tu segunda madre que te salvó del hospicio y te quiere mucho y te mima. A que sí.

Él pasa por alto lo del hospicio y la segunda madre. Sigue en el umbral y mantiene la puerta del bar abierta, sin entrar.

– Madre te espera.

– Prefieres vivir aquí, ¿no es cierto? Aquí, en esta hermosa y aborrecida capital de Cataluña. Y todo porque acerté a ver pasar aquel taxi bajo la lluvia…

– Madre dice que vengas a casa, que la mesa está puesta.

– ¡No me interrumpas! Vivimos en el culo del mundo, en la última mierda del caballo de Santiago, pero tú la mar de contento. Esta es la ciudad que te vio nacer casi de milagro, y aquí estás, vivito y coleando, y me alegro, hijo, pero que sepas que aquel taxi lo cacé yo… Sí, aquí te harás un hombre de provecho, un famoso pianista admirado por todos los ciudadanos de pro, eso crees, ¿no es cierto?¡Pues no es exactamente eso, calabacín con patas! ¡Tu ciudad no es más que una cloaca apestosa llena de ratas azules! Te conviene saberlo, los virtuosos del piano de cola sois demasiado sensibles.

Y nuevamente se gira de cara al mostrador, alargando el vaso para que la señora Paquita se lo llene, y van quién sabe cuántos. Yo no llevo la cuenta, dice, la cuenta de los vinos la lleva la conspiración judeomasónica. Oh, vaya, suele soltar esa clase de palabrejas, el temerario Matarratas, y cosas aún más raras, mientras la tabernera y los clientes se ríen e intercambian guiños de complicidad y el chico se pregunta por qué le ríen la gracia, por qué le hacen caso.

– Nunca he visto una rata azul, padre -dice ahora-. Un día, en la sacristía de Las Ánimas, vi una rata gorda que se ponía de pie y mordisqueaba una sotana colgada de una percha. Pero era una rata gris, más bien negra.

– ¡Sí, ratas y sotanas, menuda peste! -gruñe su padre mientras se enfunda el mono de trabajo-. Pero no es lo mismo, hijo. ¿Alguna vez has visto una rata gorda y lustrosa reventando envenenada? Se arrastran y chillan como condenadas vomitando sangre por la boca y por el culo. No podrías soportarlo.

– Sí que podría.

– No podrías. Te mearías en los pantalones, seguro.

De un tiempo a esta parte, le fastidia mucho que su padre le considere todavía un niño. Mira el maletín sobre la cama pensando en los misterios que encierra. Su padre agita la cabeza violentamente, como desprendiéndose de un mal sueño. Sus cabellos revueltos, verdosos y como enfurecidos, desprenden un fuerte aroma a torrefacto, y ese es otro misterio. Un secreto, le han dicho, uno más. A veces ha llegado a pensar que la pobreza y todos los males que aquejan a la familia provienen de tantos secretos en la vida de su padre.

– Quédate en casa y repasa tu lección de solfeo -le aconseja-.Do-re-mi-fa-sol, eso es lo tuyo. ¿No dices siempre que de mayor quieres ser músico? Pues hala, a estudiar. Además, tu madre no tardará en volver de la clínica.

– Oh, mierda -se lamenta él en voz baja, y alarga el brazo para acariciar el maletín con la punta de los dedos, imaginando su contenido letal-. ¿Puedo llevarte el maletín de los venenos, por lo menos?

Su padre se calza las botas de agua y resopla impaciente.

– Está bien, pesado. Pero no te hagas ilusiones, me esperarás en la calle.

– ¿Todo el rato?

– Todo el rato. No entrarás. Así que te llevas tus partituras y aprovechas el tiempo.

– ¿Puedo coger tu revólver un momento?

– ¿Qué revólver? ¿Crees que estamos en una película de tiros? ¡Vaya con el famoso pianista aclamado en el mundo entero!

La sombra de la nube remontando despacio la fachada del cine Selecto se le antoja un telón escénico subiendo, cuando, ya solo y resignado a la espera, hinca la rodilla en la acera para atarse el cordón del zapato. Una tarde de abril, soleada y ventosa. El tráfico es escaso y la gente que sube o baja por la calle Salmerón no parece detectar el olor del veneno que sin duda, piensa él, ahora mismo se filtra silencioso y verde como un gas mortífero por debajo de la puerta precintada del cine y por entre las junturas de la ventana de la cabina de proyección. Ve a los hombres de la brigada matarratas entrar uno tras otro por una pequeña puerta lateral. Llega cada uno por su lado a intervalos de medio minuto; son tres, dos con ropa de faena y uno de paisano. Pasan por su lado deprisa y sin fijarse en él, que conoce a los dos primeros. El de paisano se llama Luis y suele venir a desayunar con su padre cuando este pasa temporadas en casa, el otro es Manuel y llega en bicicleta; al último lo incluye en la brigada porque al caminar gasta el mismo aire furtivo que los otros, las manos en los bolsillos del mono azul deslucido y la cabeza hundida entre los hombros, como si se avergonzara públicamente de sus habilidades raticidas. Tiempo atrás, cuando era un crío, había imaginado a los hombres matarratas moviéndose igual que seres metálicos y achaparrados de ojos verdes y con dedos como cuchillos.

Entretiene la espera en la calle cantando con voz nasal y pelma «Soy el rata primero, y yo el segundo, y yo el tercero», parodiando la tonadilla zarzuelera a la que su profesor de solfeo tiene mucho apego y suele entonar al sentarse al piano. Al poco rato se aburre a morir, y entonces se dedica de forma obsesiva y detallada a figurarse lo que está pasando dentro del cine: imagina sentir en la nariz el cosquilleo de los pesticidas flotando sobre la platea, ve las ratas azules estirando la pata con la barriga inflada y vomitando espumarajos sanguinolentos, arrastrándose debajo de las butacas y al pie de la pantalla y también entre bastidores, en los urinarios y en los camerinos de los artistas; ve a su padre con un ejemplar asido por el rabo, una rata grande con papo y un mechón de pelos blancos como la nieve sobre el ojo sanguíneo, enrabietado por el veneno; lo ve todo desde la calle y lo vive intensamente sin que se le escape un detalle, igual que si escuchara una aventi descabellada y macabra del gordo Cazorla.

Está saltando a la pata coja delante del cine, siguiendo escrupulosamente el laberinto que dibujan las baldosas en la acera, y al final del recorrido le espera la tapa de una alcantarilla con su grafía en relieve desgastada y borrosa. Se da media vuelta, siempre sobre un solo pie; repite el viaje una y otra vez, y a cada nuevo giro espera ver a su padre en la puerta del cine haciéndole señas para que entre a ver de cerca la caza y exterminio de las ratas azules. Su padre no aparece, pero desde el cartel multicolor que anuncia la actuación de los artistas de variedades, un bastidor de poco más de dos metros de alto apoyado en la misma fachada del cine, una esbelta y sonriente bailarina con malla negra ajustada al cuerpo reclama imperiosamente su atención.

Chen-Li, la Gata con Botas

bailarina excéntrica y acróbata

La Gata luce bonitas piernas pintadas con purpurina dorada y se exhibe de costado, como sentada en el aire o más bien cayéndose de culo pero sin haber llegado todavía al suelo, la espalda arqueada increíblemente hacia atrás, una pierna estirada y en tensión y la otra encogida debajo de las nalgas. Lleva un gorro negro con antifaz y orejitas, calza botas de media caña acharoladas y rojas y su trasero respingón luce un rabo también rojo. El Selecto es un cine de programa doble con varietés tronadas, y acoge a cantantes melódicos, rapsodas y humoristas que alguna vez gozaron de cierto renombre en las populares y exitosas revistas musicales del Paralelo, pero cuyos días de gloria ya pasaron. Los menores tienen prohibida la entrada, y él lo sabe. En otro panel, clavados con chinchetas, hay fotogramas ampliados de las dos películas de esta semana,El séptimo cielo con Simone Simon y El gato y el canario con Paulette Goddard, dos estrellas gatunas de las que está enamorado y cuyos encantos le han provocado no pocas calenturas entre sábanas, pero ahora sólo tiene ojos para la Gata con Botas. ¿Por qué se le recoge tan dulcemente el vientre entre las ingles? La línea combada de muslos y nalgas le parece extrañamente inmaculada y conmovedora, superior en belleza a cuanto ha visto hasta ahora en carteles de cine o en los programas de mano que colecciona. Con el dedo orilla lentamente el contorno del muslo y luego roza la piel dorada y capta el brío interior que anima el salto en el aire. El reflejo del sol, rebotando desde el cristal de una ventana del otro lado de la calle, chisporrotea un instante en la purpurina, pero no emborrona ni atenúa la vehemente tensión de la cara interna del muslo, una generosa delicadeza muscular que le conturba.