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En cualquier otro sitio no le habría prestado atención. Han pasado más de tres meses desde la última vez que se dejó ver en el Rosales, y su indecoroso idilio con la señora Mir ya sólo pervivía en las confidencias de esta con la señora Paquita, aquellas pláticas de cotorritas en la barra del bar. A no ser que la señora Mir animara el asunto con otro espectáculo en plena calle, el vecindario y los parroquianos adictos al chisme no tardarían en olvidarse del cojo y de sus merodeos por el barrio. Sin embargo, aunque Ringo se habría negado a admitirlo, el personaje nunca ha dejado de intrigarle secretamente. Erguido como siempre, cargado de espaldas y con la nariz afilada y ganchuda que le recuerda al siniestro Fagin, ahora gasta un bigote espeso y blanco como su cabellera y un rictus de cansancio en los labios gruesos. El rostro largo y cetrino, con profundas arrugas de una rara simetría, mantiene su magnetismo y su armonía pétrea, pero algo, la novedad del bigote tal vez, los párpados sobrados y pesarosos sobre los ojos grises, empieza a otorgarle los años que realmente debe tener. Un hombre de una lozana vejez, recuerda haberle oído al señor Sucre en cierta ocasión. Viste con la pulcritud y formalidad habituales, de veterano deportista con su modesta impronta de suburbio, un polo azul desleído y abierto en el pecho, una holgada cazadora de lino color tabaco, con grandes bolsillos y con las solapas alzadas, y un pañuelo negro anudado al cuello.

– ¿Qué? ¿Te extraña?-susurra el Quique-. A mí no. Aquí te puedes encontrar hasta con tu padre. Un día vi entrar al marido de la señora Rufina, y otro día al dueño del colmado de la calle Argentona.

– Bueno, ya lo hemos visto todo. ¿Nos vamos?

– ¡Qué dices! ¡Si acabamos de llegar! ¿Te has fijado en la Manoli? ¡Ñam!

– No, no me he fijado. Esto está muy oscuro y huele mal. Yo me largo.

– Hostia, nano, ¿pero qué esperabas ver? Ya sé lo que te pasa. Temes que algún conocido te vea y lo vaya diciendo por ahí, y se entere tu madre…

– ¿Te vienes o qué?

Todo el rato ha llevado la mano herida escondida en el bolsillo y el fular alrededor del cuello, y antes de irse quiere recuperar el brazo en cabestrillo, y con él, le gusta pensarlo, su identidad secreta y más auténtica. Mientras le pide al Quique que le anude el pañuelo en la nuca, capta la mirada que le clava por encima del hombro la Manoli, la morena opulenta con las tetas al aire; una mirada severa que le adivina los poco más de quince años.

– Mierda, ¿pero qué prisa tienes?-le reprocha el Quique-. Pues yo, nano, hasta que me echen. Y luego me pasaré por el bar Cádiz o por el Kentucky, que estará lleno demeucas

– Pues abur -dice él, y mientras se escurre hacia la salida se vuelve y echa una ojeada al señor Alonso, que sigue empeñado en convencer a su interlocutor que aquí no va a encontrar a la que busca.

Ya en la calle tiene que abrirse paso entre la riada de hombres que circulan despacio en doble dirección, apretujados y sin mirarse a la cara, haciéndose los distraídos. El Quique le había contado que los sábados por la noche la calle Robadors recibe tal cantidad de tíos que casi no se puede andar y losgrises tienen que acudir de vez en cuando y despejar la calzada repartiendo porrazos, y entonces el personal se refugia en portales y tascas, para volver a salir cuando la policía ya se ha ido y proseguir la visita a los tres burdeles. Mientras se abre paso a empellones, dejando atrás las silenciosas aglomeraciones de hombres entrando y saliendo de bares abarrotados, aquellas palabras purulentas, sífilis, purgaciones, chancro, gonorrea, que oyó un día por vez primera en boca de su padre y que le habían causado tanta aprensión, le salen ahora al paso deslizándose sobre el húmedo empedrado donde se reflejan luces de neón, Vías urinarias, Camas, Gomas, Lavajes. Poco después deambula por callejones oscuros y menos transitados, pisando escombros y aguas malolientes en un recorrido que debe llevarle de vuelta a las Ramblas.

No tiene ninguna prisa y además no le importaría extraviarse, consciente del estigma y la infamia de un barrio legendario. En cierto momento redobla la emoción al creer que alguien le sigue, y se vuelve, pero no advierte nada raro; la sombra tambaleante de un borracho, una botella vacía que rueda sobre los adoquines, un perro escarbando en las basuras. La curiosidad lo lleva a prolongar la incursión dando un rodeo, enfilando primero la calle San José Oriol para hundirse luego en la calle de las Tapias, donde un polvo rápido con una puta, de pie en lo más oscuro y arrimada a una tapia, según había oído comentar a los mayores en el taller, le costaría solamente una peseta… ¿O se referían a otro lugar aún más tronado, un antro llamado la Terra Negra, al pie de Montjuich? Dos mujeres de culo gordo están platicando en la acera con un tipo esmirriado y en camiseta, y otra se asoma desde un portal mirándose en un espejito de mano. Pasa deprisa y sin pararse, evitando las farolas y oyendo tras de sí alguna risita, y tuerce a la izquierda hacia la calle San Pablo. Su intención es alcanzar Conde del Asalto pasando antes por la calle San Ramón, con su oferta de gomas y lavajes y tascas de mala muerte, y en cuya esquina se para un momento y comprueba bajo la luz de un farol que no le queda dinero para una última caña ni para el tranvía de vuelta a casa. A pocos metros, en la misma esquina, hay una taberna abierta y dentro suenan palmas y música rumbera. Está mirando el rótulo, Bar Los Joseles, cuando nuevamente oye a su espalda la voz oscura:

– ¡Hombre, qué es lo que veo! A este chaval yo le conozco.

Podría tratarse de una casualidad, pero ya sería la segunda en una sola noche. Se vuelve despacio, mosqueado, sin saber a qué atenerse, y afronta la conocida sonrisa ladeada y la mirada gris bajo los párpados rugosos.

– ¿Es a mí?

– Te llamas… -Se queda pensando-. A ver, era algo que sonaba como un timbre… ¡Ah, sí, ya recuerdo! Ringo. Así te dicen los muchachos en el bar Rosales. ¿Estoy en lo cierto o no?

– Sí, señor, pero ese no es mi nombre.

Nunca habría imaginado que un día renunciaría a llamarse Ringo, y ahora mismo se pregunta por qué ha hecho tal cosa.

– ¿Qué te trae por aquí, tan lejos de tu barrio? No te habrás perdido.

– No señor.

– Vaya, vaya. Te acuerdas de mí, supongo.

– Claro. El señor Alonso.

– Eso es. ¿Qué tal te va, chaval?

Con algún retraso advierte que el hombre le tiende la mano, con una muy trabajada sortija de hueso en el dedo corazón. Una mano de piel sedosa y cálida, y un apretón fuerte. Cuánta formalidad. Ni que acabaran de conocerse.

– Te he visto pasar y me he dicho, pero bueno, si es aquel chico que estudia música y se pasa la vida sentado en el Rosales, siempre solo y tan formalito, siempre leyendo, estudiando o parando discretamente la oreja cuando los mayores hablan. -Sus palabras son pausadas y destilan un sonsonete amigable, una sorna discreta que busca complicidad. Sus ojos fatigados sonríen al sacar del bolsillo un paquete de Lucky-. Vaya, vaya. ¿Fumas?

Niega con la cabeza y observa cómo el hombre lleva el pitillo a los labios sin necesidad de cogerlo: un par de golpecitos con los dedos en el dorso de la mano que sostiene el paquete abierto, el cigarrillo salta y los labios lo pillan casi en el aire y sin dejar de sonreír. No está mal, piensa, aunque ha visto a William Powell hacerlo con mucho más estilo. Pero no podría negar que siente cierta curiosidad. Quizá debería haber aceptado el cigarrillo y mostrarse más amable y receptivo, implicarse en sus intenciones, cualesquiera que sean; puede que el hombre lamente haber sido visto en una casa de putas tan tronada y quiera justificarse. Ahora, mientras le mira fijamente, se pasa un nudillo por el bigote y enseguida repara en la mano vendada que asoma por el cabestrillo.