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– Ah, esa. Pues no sé… Bien.

– ¿No se fueron ella y su hija a vivir a Badalona?-Ringo niega con la cabeza-. ¿No? Siempre decía de irse, no estaba a gusto en el barrio. Su suegra, la señora Aurora, tiene un puesto de flores en un mercado de Badalona, y vive sola…

– ¿Ah, sí? No lo sabía.

– Entonces no se fueron, y todo sigue igual.

– No, señor. Pasó algo. -Y con aire sombrío-: La señora Mir se quiso matar.

– Joder, chico, ¡qué dices!

– Se tiró debajo de un tranvía. Sí señor, de verdad, lo hizo. ¿Usted no se enteró?-inquiere destripando una gamba-. Lo vio todo el mundo en la calle…

– ¿Cuándo ocurrió? ¿Dónde?

– Dicen que la rueda frenó a un palmo de su cabeza. En serio. A menos de un palmo, sí señor. -Y en tono de alivio-: Bueno, al final todo acabó en un susto terrible. Pero no me pregunte, porque yo no sé nada más. Se dicen tantas cosas, hay gente que sólo vive para eso. Y a la señora Mir parece gustarle que hablen de ella… Todo el día vengan chismes y más chismes sobre lo que hace o deja de hacer. Ella misma no habla de otra cosa, pero yo, la verdad, no me entero. Y además no me importa. Y no me creo nada de nada.

El señor Alonso se queda mirando el suelo con expresión sombría.

– ¿De verdad lo hizo?

– Pues sí, bueno, más o menos. -Y sintiéndose obligado a desviar la vista, carraspea, y añade-: Hace tiempo que no le vemos por allí, señor Alonso.

El hombre reacciona, respira hondo y desliza las manos sobre la superficie del mostrador, lentamente.

– ¡Uf, ya no trasnocho como antes! -entona con media sonrisa-. Esto se acabó. A mi edad, uno tiene altibajos. Estoy bastante oxidado, como puedes ver.

No tiene sentido lo que dice, piensa él, ya que ni en el bar Rosales ni donde la señora Mir, cuando estaban liados, se le vio nunca trasnochar. Observa sus manos huesudas y largas, con venas duras y azules entre los nudillos, tranquilamente posadas sobre la madera del mostrador roída por la lejía, y tras ellas al hombre en el momento de rendir la cabeza, sumida otra vez en sombríos pensamientos. Pero sólo es un instante. Se yergue y dice con la voz animosa, pero impostada:

– ¿Sabes qué pasa, chico? Pues que siempre pasa lo que ha de pasar, ni más ni menos, y ya está, punto. Pasa que últimamente he decidido que se acabaron las malas noticias, las cabronadas y lo que venga. Sí, joder, ya basta de tristezas, me dije, ya vale, chaval. Me gusta llamarme chaval a mí mismo, aunque ya no tengo edad, pero me gusta, ¿sabes? Será porque me paso días enteros entre un montón de chavales -concluye casi en voz baja, y permanece callado un rato. Súbitamente se da una cachetada en la frente y exclama-: ¡Caramba, se me olvidaba! ¿Te importa esperar aquí unos minutos? He de resolver un asunto, pero vuelvo enseguida… Pide otra caña, lo que quieras, va de mi cuenta. Oye, tú -busca al mozo con la mirada-, sírvele al chico lo que quiera. -Y dirigiéndose a la puerta-: ¡No tardo ni cinco minutos!

Media hora y tres cañas después se pregunta cómo ha podido ser tan ingenuo y le asaltan toda clase de suspicacias, pero el encantamiento del espejo puede más que todo y lo mantiene amarrado al mostrador frente a cinco platillos ya limpios; se ha zampado una de gambas, otra de berberechos, dos de patatas bravas y la última de ensaladilla rusa. Hace un recuento y en total esta noche se ha bebido cinco cañas, tres aquí y dos con el Quique, más un par de chatos de propina en Los Cabales, sin contar la cerveza en la puerta del Rosales antes de emprender la aventura. Se siente algo más que achispado y secretamente trasgresor, casi eufórico, y piensa que ya debía llevar la trompa encima cuando el señor Alonso se le acercó ahí afuera haciéndose el encontradizo. ¿Con qué propósito? A lo mejor ninguno. El caso es que, si este hombre no vuelve, él no sabrá cómo apañárselas para pagar las consumiciones. ¿Y por qué iba este cojo oxidado a dejarle en la estacada, qué iba a sacar con eso? Para dar una sensación de normalidad, le encarga al mozo otra caña y otra ensaladilla rusa.

– Y oiga, ¿tendría un poco de pan, por favor?

El trato informal del mozo con la parroquia gitana, sirviéndoles y a ratos participando en la juerga, con ocasionales atenciones al lactante y a la joven madre, sugiere algún parentesco con ellos. El espejo urdidor de sombras y manchas de azogue encierra un aire arcano, un ámbito y una penumbra que no parecen corresponder a la taberna ni reflejar lo que hay en ella, salvo la muchacha que duerme con el crío amorrado al pecho. Le recuerda una extraña e inquietante película en la que el espejo de un dormitorio, un espejo más grande y limpio que este, de pronto no reflejaba la habitación en la que estaba colgado, sino otra muy distinta, con otra atmósfera y otra decoración, otra cama de matrimonio y muebles de otra época, una alcoba silenciosa perdida en el tiempo y donde al parecer se había cometido un crimen.

Cuanto más se fija, más increíblemente hermosa y sensual le parece la muchacha y más confuso el entorno; la oscura barrica en la que apoya el respaldo de la silla no se distingue en el espejo, y tampoco el viejo cartel de una corrida de toros clavado en la pared, sólo ella y su retoño pegado al pecho y la maternal solicitud de sus manos meciéndole en el sueño. Pero el espejo les acoge sólo en parte, así que se desplaza ligeramente en la barra para enmarcar correctamente la imagen, fijarla y grabar en la memoria lo que sabe ha de devenir inolvidable: la azarosa transfiguración de la belleza en el rostro de la muchacha, la cabeza ladeada con los labios entreabiertos y los párpados cerrados, morados y pesarosos, sus brazos de niña rodeando al bebé, la persistente dulzura y tensión de las manos sujetándole, el precario equilibrio de la silla. En torno a ella, su gente sigue parloteando incesantemente y sus voces gangosas son como el zumbido de un enjambre de abejas. El bebé habrá dejado ya de mamar y también estará dormido, piensa, ya no parece amorrado a la teta y ahora se destaca un poco el inicio del pecho detrás de la cabecita pelona un tanto desplazada. Todo está en el espejo y permanece estable y real, mucho más allá de las engañosas manchas de azogue y de la fantasmagoría de la taberna con su atmósfera inesperadamente cañí, todo parece hallarse más allá de lo contingente, incierto y neblinoso, y él siente en la sangre la fascinación irresistible del mañana, algo indefinible pero más tangible, intenso y vívido que la vida real, una exaltación interior que se nutre de buenos augurios y azares futuros. Ha imaginado muchas veces cuán emocionante puede llegar a ser la vida gracias a su buena estrella, pero nunca lo había sentido tan naturalmente posible como esta noche, tan seguro y evidente. Aquí están los signos que un día habrán de jalonar sus afanes y sus logros, lo cree firmemente y lo percibe y asume de manera tan intensa y desasosegante que hasta recela del entorno, como si alguien desde la sombra pudiera acechar tales expectativas y arrebatárselas.

De pronto la muchacha del espejo abre unos ojos grandes, intensamente negros, los clava en él sonriendo y le saca la lengua. Casi al mismo tiempo, la mano huesuda y oscura del señor Alonso se posa en su hombro.

– Lo siento, chico, me han entretenido más de la cuenta. -Con mirada esquinada reprueba la ruidosa tertulia rumbera y flamenca-. Ya veo que no te has aburrido.

– Qué va.

– Joder, vaya una tabarra. Y no se les cae el pelo.

– ¿No le gustan los gitanos, señor Alonso?

El hombre le mira fijamente un instante con los ojos risueños.

– Querido muchacho, los gitanos son mis amigos de toda la vida. Vivo rodeado de gitanos y charnegos analfabetos que le dan al balón o a los puños, chavales como tú, que sueñan con ser alguien en la vida y escapar de la miseria lo más deprisa posible. -Su voz no suena como antes de irse, las palabras le salen ensalivadas y envueltas en un fuerte aroma a carajillos de anís-. Pero no soporto las parrandas de esa gente. Sé lo que me digo… En fin, como ves, esto no se parece en nada a nuestra bodega, ¿verdad?