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– Pues no.

– Nos vamos cuando tú digas. ¿O quieres algo más?-Se queda mirándole, calibrando su estado-. Es muy tarde ya, y van a cerrar. Te acompañaré hasta la parada del tranvía.

– No, no hace falta.

– Yo creo que sí. Mira, si pierdes el último tranvía tendrás que volver a casa a pata, y hay una buena tirada hasta Gracia. Y yo lo mismo, pero antes he de pasar otra vez por casa de mi amigo.

– Pensé que usted vivía por aquí… ¿Sabe una cosa? A mí me gustaría vivir en este barrio.

– No digas eso. A nadie puede gustarle vivir en la mierda. Bueno, mañana hay que madrugar. ¡Eh, chaval! -Chasquea los dedos reclamando la atención del mozo, y al hacerlo deja ver una mancha de tinta azul repartida entre el pulgar y el índice-. Dame un paquete de rubio y dime qué se debe.

– Pues a mí me gustaría -insiste él con la voz deprimida, mirando la mano que abre la cartera. Antes de irse no tenía esa mancha, piensa, y de pronto se siente mal. Le duele la cabeza y las manos le sudan. Apura la caña y farfulla-: De todos modos, gracias por la invitación, señor Alonso.

– ¿Te encuentras bien?

– Estupendamente. Estupendamente.

En el espejo, la muchacha de la blusa de flores mece al bebé y vuelve a tener los ojos cerrados. Nuevamente la luz en torno a ella disminuye, la taberna se desvanece, también los toneles y las dos mesas con los gitanos, el cartel de la corrida y lo que cuelga del techo, todo alrededor de ella se vuelve oscuro y recóndito, y desaparece. La mira por última vez al despegarse del mostrador.

Poco después se encuentra en las Ramblas esperando el 30 frente a la terraza de la cafetería Cosmos y con el señor Alonso siempre a su lado, prestándole una atención constante, incisiva: al amparo de las sombras, su austero rostro ha adquirido de improviso un vago relieve fáustico, una mirada postiza y una nariz de cartón. La parada está desierta y la cafetería cerrada. Él se disculpa en la boca de los urinarios públicos y baja solo, porque siente que va a vomitar. Casi no le da tiempo a apoyar las manos en la pared leprosa del mingitorio y, en medio de fuertes retortijones, arroja una primera bocanada que salpica sus zapatos. Luego se limpia la boca con agua del grifo y la puntera de los zapatos con papel higiénico. Cuando regresa persiste el mareo y tiene todo el rato la sensación de ir con la bragueta abierta y con el cordón suelto de un zapato, pero no se atreve a bajar la vista ni agacharse por temor al vértigo. Está claro que el cojo no le dejará solo hasta verle subir al tranvía. Y no para de darle conversación.

– ¿Y esa mano qué? No te impedirá hacer sortijas y pendientes, supongo.

Él se encoge de hombros y se mira el cabestrillo. Mueve los dedos, pero no los siente. La sangre se ha dormido, piensa.

– Mi madre me está buscando trabajo -dice como en sueños.

– Eso está bien. -Los labios gruesos y morenos amplían la sonrisa-. Tendrás que aprender otro oficio, pero saldrás adelante, seguro.

– Claro.

– ¿Qué te gustaría hacer?

Vuelve a encogerse de hombros.

– El otro día vi un cartel en una tienda de música, pedían un dependiente. No sé, igual me presento. Podría ser afinador de pianos…

Dos empleados municipales de la limpieza cruzan el paseo central con una manga de riego cargada sobre el hombro como si fuera -piensa anotarlo en su bloc de tapas de hule negro- una gran serpiente muerta. Flexionando un poco la cintura, como si amagara la jugada con una finta, el ex futbolista cojo despega el pie de la acera y se acerca más a él con la mano en el bolsillo de la cazadora.

– Ahora te vas directo a casita y mañana será otro día, ¿de acuerdo?-Parece dudar un instante, y luego dice-: Mira, ya que te he encontrado… ¿Puedo pedirte un favor? ¿Querrías dejar un recado en el bar Rosales, de parte mía?-Retiene la mano en el bolsillo de la cazadora mientras le interroga con los ojos-. Sigues yendo por allí, eso me has dicho, ¿no?

– Pues sí.

– Tengo algo para la señora Paquita. ¿Podrías dárselo de parte mía? Ella está al corriente. ¿Me haces este favor?

¡Aggggh! Un nuevo retortijón, y a punto de vomitar otra vez.

– ¿Un recado para la señora Paquita? Claro, sí señor.

– ¿Podrías dárselo mañana, y con la mayor discreción? La señora Paquita lo espera desde hace tiempo…

– Bueno, por la mañana ella casi nunca está. Pero atiende su hermano, el señor Agustín.

– No, al señor Agustín no. Es algo para entregar en mano a su hermana. Iría yo mismo, pero no me es posible, mañana salgo de viaje a primera hora. -Saca del bolsillo un sobre de correos, de color rosa pálido, cerrado y con un nombre, escrito en el ángulo superior, que empieza con una gran V, y que Ringo no alcanza a leer del todo, aunque sabe muy bien a quién va destinado-. Procura dárselo sin que te vean, ¿eh?, cuando haya poca gente en el bar. -De pronto está inquieto, le asalta alguna duda, y, apelando a su complicidad, añade sonriendo-: Así evitamos chismorreos, ¿no te parece? Incluso estaba pensando… Tú sabes dónde vive… -Se corta otra vez, vacila-. Pero no, te haría demasiadas preguntas. Es mejor que se encargue la señora Paquita. Como te he dicho, ella sabrá lo que debe hacer. Aquí tienes.

Vaya, conque era eso, piensa. Así pues, el famoso idilio parece que no ha terminado. Sintiéndose mal, reprimiendo algún vahído y trasegando abundante saliva agridulce, toma el sobre con la mano vendada, porque la otra está ocupada tanteando calderilla en el bolsillo izquierdo de la americana: un par de monedas se han colado por un agujero del forro, no acaba de alcanzarlas y teme no disponer de los cuarenta céntimos para el tranvía. Y de pronto, con la carta en la mano anestesiada, pinzada suavemente con dedos entumecidos, le invade el desánimo y un fastidio enorme. En el mundo alternativo que está forjándose, contrapuesto en todo a lo real -salvo, tal vez, lo que está en el espejo-, no puede haber lugar para cuitas tan sórdidas y deprimentes como las de la opulenta rubia y su achacoso amante. Uno procura ser amable y educado, estar siempre dispuesto a hacer un favor, y mira lo que ocurre, hostia. Nota por el tacto el escaso espesor del sobre: contiene una hoja doblada, una carta seguramente muy breve. Pero, junto con el sobre, ¡un billete de cinco pesetas!

– Ahí va. ¡Un duro!

– Es tuyo. Para que invites a tu chica al cine.

– ¡Oh, gracias! Pero no hacía falta…

– No me repliques. Y cuidado con perderlo. -Le quita el sobre y el duro de la mano, mete ambas cosas en el bolsillo interior de su americana y se la abrocha con gestos nerviosos-. Ahí va mejor. No sé si servirá de algo, la verdad, hace tiempo que esta carta debía haber llegado a su destino… Le pedí a la señora Paqui que fuera discreta, y lo mismo te pido a ti. Es un asunto privado, ¿comprendes?

– Claro, claro. Yo la lle… varé.

– ¿Te encuentras bien?

– Estupendamente -farfulla con la cabeza dándole vueltas.

De nuevo se encara mentalmente con el tenebroso espejo allá en la taberna, donde ahora el azogue es como una lepra que ha empezado a devorar el rostro de la muchacha, mientras aquí asiente con la cabeza gacha y mirándose los pies, asumiendo la pérdida y el desencanto, y ahora sí, ahora constata que el cordón del zapato está totalmente suelto. Tantea un asidero en el vacío pensando si me agacho me voy a caer de morros, cuando ya los dedos largos y afilados del señor Alonso se querellan prestamente allá abajo con el cordón igual que los ligeros dedos de su madre cuando le hace un nudo en el vendaje o le abrocha la camisa, con una endiablada y cariñosa agilidad, y, visto y no visto, la lazada vuelve a brotar sobre el zapato. Pero no es tanto la diligente prestación de estas manos lo que le sorprende y le incomoda, ni la evidencia de su propia borrachera, que le obliga a aceptar ayuda si quiere llegar a casa sano y salvo, sino el hecho de ver a este hombre como si de pronto hubiera caído de hinojos a sus pies después de mendigar un favor.