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Una décima de segundo después, al girar la cabeza bajo el parpadeo de un relámpago, cree haber visto el sobre rosado flotando en el reguero de agua sucia que corre junto al bordillo de la acera. Espectral y fugaz, arrastrado por la corriente, el sobre se detiene y se balancea un rato frente a la boca de la alcantarilla y luego gira vertiginosamente sobre sí mismo, a punto de ser engullido. Está bocabajo y de pronto boca arriba y el agua ha borrado casi totalmente el nombre de la destinataria. El remolino lo retiene un instante, el tiempo suficiente para que él pueda agacharse y cogerlo, pero, sin que acierte a explicarse por qué, permanece quieto bajo la lluvia, viéndolo dar vueltas como en un tiovivo, girando y girando sin cesar, amortajado por el agua turbia, hasta que repentinamente la cloaca se lo traga y desaparece en la negrura.

– Hasta siempre, señora Mir.

12 El turbante de María Montez

¡Detente, bala!, dice el Sagrado Corazón de Jesús mirando al visitante con sombría dulzura desde la placa en la puerta del piso. La clavó el ex divisionario Ramón Mir Altamirano en acción de gracias, hace seis años, cuando volvió del frente del Este milagrosamente sano y salvo. Con la culata de su pistola y una mezcla de fervor patriótico y hombría lastimada, susurrando jaculatorias por haberse librado de la metralla bolchevique, aquel día remachó los clavos de un resentimiento inconfesable, secreto y vengativo, y luego frotó la placa con una gamuza hasta sacarle brillo. Hoy la imagen salvífica está algo abollada y descascarada en los cantos, y el dedo que señala el rojo corazón en llamas soporta un poco de herrumbre. Los vivos colores se han apagado y el divino dedo contamina con su punta de orín a la radiante víscera, y también a los ojos afables que ahora dicen no debes preocuparte, muchacho, no te atormentes, que nadie en esta casa te pedirá cuentas por lo ocurrido, pues nadie lo sabrá nunca, y menos que nadie la propia destinataria de la carta, que sin duda se moriría del disgusto si lo supiera.

Acomoda el brazo en el cabestrillo y se dispone a pulsar el timbre. Nunca pudo imaginar que un día llamaría a esta puerta para ponerse en manos de la señora Mir, ciertamente la persona que ahora menos desea ver en el mundo. Aunque ella no tiene por qué enterarse de su encuentro nocturno con el señor Alonso, y menos aún del puñetero encargo de este, ya que no se lo ha contado ni siquiera al Quique, y aunque piensa que lo sucedido tiene fácil arreglo -podría ir mañana mismo en busca del cojo y seguro que comprendería y le disculparía, y quizá escribiría otra carta y volvería a confiársela-, no consigue librarse de un vago malestar, una fastidiosa melancolía. Por eso, cuando le comenta a su madre que el hombro y la espalda le duelen cada vez más, y ella le sugiere unas buenas friegas con alcohol, se pone en guardia.

– ¡No necesito friegas para nada! ¡Pronto estaré bien del todo!

Según él, ese dolor persistente se debe a la costumbre de dormir sobre el costado derecho. Su madre no piensa lo mismo. El dolor se debe, entre otras cosas, a su terco empeño en llevar el brazo en cabestrillo más tiempo del debido, por el gusto que le ha tomado a salir así a la calle, seguramente por presumir tontamente delante de alguna chica. ¿Por qué sigue con esta comedia? La herida ha cicatrizado, la hinchazón de la mano ha desaparecido, y el escaso vendaje, que últimamente se cambia él mismo y deja mucho que desear, ya tampoco hace ninguna falta. Él responde que ahora es precisamente cuando más necesita el apoyo del cabestrillo, porque le duele terriblemente el hombro y también la espalda, terriblemente.

– Al revés -replica su madre-. Te duele terriblemente porque llevas el brazo terriblemente encogido desde que te levantas hasta que te acuestas. Esta postura no es normal, hijo. Ayer me encontré a Victoria saliendo de la clínica, se lo dije y quedamos en que irías a verla.

– ¡Oh, no!

– ¡Oh, sí! Y no hagas comedia, venga. Unas buenas fricciones y se te quitarán las ganas de ir por ahí presumiendo con mi bonito pañuelo. Y Victoria encantada de que vayas. Me dijo que precisamente estaba deseando hablar contigo.

– ¿Conmigo? ¿Para qué?

– Ah, no sé.

No puede querer nada de mí, piensa apresuradamente, y una vez más, para tranquilizarse: de ningún modo puede saber que vimos al cojo en el Chino… a menos que esa picha-loca del Quique se haya ido de la lengua en el bar.

– No quiso decírmelo -añade su madre-, pero me guiñó el ojo mientras se empolvaba la nariz, y me lo imaginé…

– ¡Sea lo que sea, no quiero ir!

– ¡Pero bueno, ni que te fuera a comer! -Sonríe al añadir-: ¿Sabes una cosa? Juraría que pensaba en su hija. Seguro que ya le busca novio, así que deberías sentirte halagado…

– ¡Pero qué dices! ¿Y para eso me obligas a ir a su casa? ¡Si el hombro apenas me duele, mira! ¡Mira cómo muevo el brazo!

– Bueno, no quiero oír ni una queja más. -Su madre endurece el tono-.Victoria se ha ofrecido generosamente y debes mostrarte agradecido. Mal no pueden hacerte unas friegas, al contrario. Además -añade con un ademán cansino-, he oído decir que está perdiendo clientela. En la Residencia hace tiempo que no la llaman para ningún servicio, dicen que ya no atiende como antes. La pobre está pasando una mala racha, y no quiero que piense que ya no confiamos en ella. Así que irás a verla… Venga, hijo, ponte en razón por una vez.

Ponte en razón. ¿Cómo se hace eso? Tres días después de la incursión nocturna a los bajos fondos y del accidentado retorno bajo la lluvia y los relámpagos, todavía no se aclara. Dejando de lado el encantamiento que propició la cerveza, el azogue y otras sombras del omnipresente espejo, y aquel prometedor no-sé-qué apuntando a los sentidos, a la ansiada aventura sexual, conserva de esa noche un recuerdo confuso que no acierta a completar por más que lo intente, y que le hace sentirse burlado y estúpido. ¡Tu primera noche de putas, y te enamoras! ¡Serás panoli! Enredándose en brumas exculpatorias, achacando lo sucedido a la cogorza que llevaba encima, la primera que agarraba en su vida y que le dejó sonado y tambaleante al final de la noche, le cuesta admitir que realmente viera el sumidero tragándose la carta bajo el fuerte aguacero, que tomara conciencia de ello y que no hiciera nada por evitar que esa carta fuera a parar al fondo de la alcantarilla. A ratos prefiere creer que se la quitaron del bolsillo junto con el duro; aquellas manos pequeñas y aladas de la muchacha revoloteando alrededor de su cara, manos impregnadas de lejía y de una gesticulación envolvente que expresaba a la vez urgencia y mimos… Pero ¿por qué habrían de trincarle del bolsillo un sobre sin señas? ¿A quién podía interesarle? ¿Pensarían que contenía dinero? ¿O tal vez ocurrió que la rápida y sigilosa mano, de quienquiera que fuese de los allí presentes -pero no de ella, por favor, de ella no-, al encontrarse con el duro y el sobre en lugar de una cartera, decidió que era mejor esto que nada? En todo caso, se resiste a imaginar cómo, dónde y quién pudo hurgar en el bolsillo.

Pero tanto si el sobre y el duro le fueron robados o se perdieron, y aun persistiendo la sensación de que todo había ocurrido en el ámbito recurrente de los espejos tenebrosos y los sueños, lugares no habitables, salvo en las novelas y en las películas, y aunque se empeñe una y otra vez en restarle importancia al asunto, prevalece cierta desazón. El error, no haber hecho nada por evitar que la cloaca se tragara la carta -aunque no esté seguro de haberlo vivido, aunque a veces crea haberlo soñado-, ese simple y desafortunado error, achacable solamente a su muy cultivada indiferencia, se ha enquistado en su ánimo. Por más que quiere convencerse de que lo ocurrido no tiene importancia, de que si la maldita carta se ha perdido para siempre pues bien perdida está y que los zurzan a los pelmazos amantes de la Montaña Pelada, por más que quiere olvidarlo, no puede dejar de pensar en ello. Ciertamente, podía haberla guardado debajo de la camiseta o dentro de los calzoncillos, podía haberla controlado solamente con sentir todo el tiempo su contacto con la minga, ahí abajo. ¿Y cómo no se aseguró que la llevaba consigo al abandonar la taberna? Ante sus ojos aún se desliza sigiloso el gato negro, arrogante y arqueado vestigio de la noche bajo la mano mimosa de la muchacha, pero no sabe si estaba despierto o lo vio dormido. A menudo el sentimiento de culpa es el simple crujido de un papel sobre su corazón, como si aún llevara el sobre en el bolsillo interior de la americana, y entonces se pregunta qué le costaba haberla escondido mejor, como había hecho siempre con las joyas cuando cumplía tantos recados viajando en el metro y en tranvías abarrotados, o transitando por los callejones oscuros del barrio gótico hasta el pequeño taller de un grabador o un engastador, o por los desiertos y mullidos pasillos del Hotel Ritz para llamar a la puerta de una suite y alegrar a una querida de lujo hospedada allí, entregándole un maravilloso collar de esmeraldas y aguamarinas… En cualquiera de esos trámites había llevado y protegido con su cuerpo y con su ánimo, constantemente alerta y responsable, cosas mucho más valiosas que una ridícula carta de amor o de desamor, tesoros de platino y diamantes cuya pérdida habría acarreado graves consecuencias para él y quizá sólo un disgusto pasajero para la destinataria, un aplazamiento del ansiado regalo, pero en ningún caso habría causado, prolongado ni agravado esa espera patética de la señora Mir entrando un día sí y otro también en el bar Rosales para preguntar si había llegado la carta, llevara esta un mensaje conciliador o un adiós definitivo.