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– Puedes esperar aquí -dice Violeta apagando el tocadiscos y recogiendo algunas fundas y vinilos desparramados sobre el catre.

– ¿Este es tu cuarto?-No obtiene respuesta-. Tienes un cuarto para ti sola, qué suerte. Yo duermo en el pasillo, en un catre como este. En casa sólo hay un dormitorio, somos realquilados, ¿sabes?-Silencio-. ¿Qué estabas escuchando?

– No estaba escuchando.

– Mentira. Es una canción que yo sé que te gusta mucho.

– Puedes sentarte en la cama, si quieres. Hay para rato.

– El año pasado, en la fiesta mayor, la bailaste conmigo.

Violeta se encoge de hombros.

– ¿Ah, sí? Pues yo ni me acuerdo.

– Mentira podrida. -Se deja caer sentado en el catre y al mismo tiempo lanza con rapidez la mano a la cadera, como si fuera a desenfundar-. Churro, mediamanga y mangotero. «Perfidia», niña, así se llama la canción.

Como siempre, la observa con un sentimiento contradictorio. Puesto que ella ha reparado varias veces en su brazo en cabestrillo replegado sobre el pecho, si bien con una luz fría y distante en sus profundos ojos oscuros, espera que le pregunte algo al respecto, le gustaría. Pero Violeta no habla. Permanece de pie y cruzada de brazos junto a la puerta y lo mira de soslayo de vez en cuando, desdeñosa y consciente de atraer furtivas miradas a sus piernas y al triángulo que marca la tela de la bata entre los muslos y el vientre, una confluencia de livianas arrugas abarquilladas sobre la pelvis, mientras Ringo entorna maliciosamente los ojos bajo la sombra imaginaria del sombrero, secretamente disgustado consigo mismo al no poder evitar las imágenes que suscita esta-chica-que-no-le-gusta-nada, de modo que, dejándose llevar por una reacción automática de defensa, se apresura a constatar una vez más el clamoroso desacuerdo de las formas: estas caderas cumplidas no se avienen con unas tetas tan pequeñas ni con la estrechez y fragilidad del torso de niña, pero ese desarreglo -no puede dejar de percibirlo una vez más, aunque no quiera-, esa disonancia entre lo infantil y las formas adultas a punto de ser opulentas, es justamente lo que más le atrae de la muchacha.

– ¿Y el cojo?-dice Ringo finalmente, con aire distraído-. ¿Ya no viene por aquí el cojo, ya está curado de la pierna?

– Yo qué sé.

– ¿Es verdad que se la mordieron en un partido de fútbol, y que por eso la tiene más corta, y con el pie torcido para dentro…?

– A mí qué me cuentas.

Se mira las uñas concienzudamente, como para desentenderse del asunto. Pero él necesita insistir, provocar; ha venido con muchas prevenciones, temiendo enfrentarse a la señora Mir, y ahora no quiere verse intimidado por su hija.

– Un tío raro. Pero en el bar yo me hice amigo suyo. Bueno, casi amigo. Y tu madre lo aprecia, lo sabe todo el mundo. Hasta hace poco eran más que amigos, eran como novios y todo eso… Su querido, vamos. ¿O no? ¿Tú qué dices, Violeta?

– Digo mierda.

– También dicen, y no te enfades, ¿eh?, pero dicen que tardará poco en buscarse a otro, y que eso sería lo mejor para ella… -Calla y aguarda expectante su respuesta: le gustaría que ella lo corroborara, que efectivamente su madre se buscara otro hombre-. ¿Qué opinas?

– Opino mierda. -Con mano rápida tantea la toalla azul liada a la cabeza, asegurando su estabilidad, mientras le mira fijamente. Durante un rato toquetea las mechas húmedas de la nuca, pero no parece nerviosa. Finalmente añade-: ¿Te importa mucho lo que haga o deje de hacer mi madre?

– Me importa un rábano, qué te crees. Es lo que se oye por ahí. Que si le saliera otro querido, se olvidaría deprisa y corriendo del cojo, y que sería lo mejor para ella. Seguro que sí. No lo digo yo, ¿eh?, que conste, lo oí decir en el Rosales. ¿Tú qué piensas?

Violeta lo mira ahora con expresión dolida.

– ¿Por qué me vienes a mí con esos chismes? ¿Por qué hablas de novios y queridos, y haces esas preguntas tan… no sé, tan… sucias?

– Chica, perdona, no pensé que te lo tomarías así.

– ¿Quieres callarte, por favor?-Cierra los ojos como si le picaran. Al abrirlos repara en la venda un poco desliada que cuelga por debajo del cabestrillo-. ¿Quién te ha hecho esta birria de vendaje? Vaya pingajo. Tu madre no, seguro.

– Le puse un imperdible, pero se me ha soltado…

– Me contaron lo que te pasó en el taller con la mano. Estarías embobado. Para variar.

– A lo mejor.

Cruzándose de brazos, Violeta recuesta la espalda en la puerta, levanta la rodilla para apoyar un pie desnudo en la jamba y deja que la bata se abra un poco.

– ¿Y qué vas a hacer ahora? Tendrás que aprender otro oficio.

– No lo sé. -Lo poco que deja ver la bata abierta por encima de la rodilla, un triángulo de piel morena, augura unos hermosos muslos-. Me gustaría trabajar en un circo… Podría ser mago, o ventrílocuo. Sé hacer toda clase de voces. Llevaría frac y pajarita y un sombrero de copa y haría voces de animales y de personas… Es muy fácil. Pero bueno, lo más seguro es que sea afinador de pianos.

– Ya. Afinador de pianos. Y mientras tanto, ¿qué haces? Nada, gandulear por ahí. Es una lástima, pero eso es lo que te gusta. Gandulear.

– No es verdad. Estudio música. Todavía no tengo piano, pero estudio por mi cuenta. Y además ayudo a mi madre, en la compra, y también en la cocina…

– Un chico hacendoso, ¿eh? ¿Dónde has aprendido, en los cursillos de la Sección Femenina, como yo?-Sonríe con malicia-. Eres un gandul. Qué lástima. ¿Y por qué te dicen Ringo? ¿Tu nombre no es Mingo?

– ¡No!

Negar su verdadero nombre había sido siempre algo más que un juego o una ocurrencia divertida. Si ella no fuera una chica tan rara, y casi dos años mayor que él, se lo explicaría gustosamente. Mi nombre es Domingo, muñeca, pero de pequeño me quitaron el do, la primera nota de la escala musical, y se quedó en Mingo, que no me gusta nada. Nombre mutilado, como mi dedo. Me quitaron la nota musical, pero yo cambié una letra, una sola, y desde entonces hay que buscarme por las praderas de Arizona, lejos de este cochino barrio…

– Suena lo mismo, pero no es lo mismo -dice, y su mirada oscila entre la descarada rodilla y el sombrajo en torno a los ojos insolentes de la muchacha, formas dispares que el deseo reconcilia. Se demora en los ojos por gentileza, pero no por mucho rato.

– Es una lástima -opina Violeta.

– ¿Por qué una lástima?

– Porque le gustas bastante a una chica que conozco. Bastante.

– ¿Ah sí? ¿Quién es?

Violeta calla y sostiene su mirada hasta obligarle a bajar los ojos, que recuperan la rodilla y lo demás decididamente, sin disimulo y sin poderlo remediar: está seguro que le sobra energía para lograr cualquier objetivo que se proponga en la vida, incluido el de convertirse en un gran pianista con sólo nueve dedos, pero en este momento se ve incapaz de una cosa tan sencilla como apartar los ojos de ese muslo alzado y del pliegue de la bata en la ingle.

– No soy ningún zángano -dice-. Me están buscando trabajo, ¿sabes? Podría ser en una casa importante de pianos… -Señala la foto de Errol Flynn-. Mira, lleva el brazo como yo, y el pañuelo es muy parecido… ¡Por el Valle de la Muerte cabalgaron los seiscientos! ¿Te acuerdas, has visto la peli?