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Ajena ahora a cualquier cosa que no tenga que ver con el cuidado de sus cabellos, Violeta baja los ojos y comienza a canturrear:El mar, espejo de mi corazón…, mientras él revive el abucheo del vecindario en la noche de fiesta mayor y la ve correr huyendo de la nube de confeti que revolotea en torno a su cabeza.

Había pensado que sería en un ámbito más o menos privado, a resguardo de miradas indiscretas, y no en ese extremo luminoso de la galería, detrás de unos cristales de colores, alguno roto, y con vistas a la trasera de otros edificios, todos ellos mostrando parecidas galerías herrumbrosas de cristales también rotos y persianas carcomidas. Llega desde alguna de aquellas galerías traseras machacadas por el sol de mediodía el cacareo de gallinas domésticas. Una camilla con ruedas, como las que había visto en los pasillos de la Clínica Nuestra Señora del Remedio, un armario blanco y estantes de madera sin pintar conteniendo toallas, almohadillas, cuencos de barro y frascos con pomadas y ungüentos, y un perchero con una bata blanca y al lado una silla de enea bastante maltrecha en la que lleva sentado varios minutos envuelto en un suave olor a cuero recalentado y a hierbas tratadas con alcohol, y oyendo discutir a la señora Mir con su hija en alguna parte del piso. Después se oye otro portazo.

– Así que ya tenemos aquí a este chico tan formalito y bien educado, y tan mimado por su madre -entona la señora Mir segundos antes de aparecer en la galería enfundada en la bata blanca, con sus zapatillas con borla color de rosa y el pelo rubio recogido en un moño alborotado. Lleva las pestañas saturadas de rímel azul y los labios de piñón sin pintar, pálidos y bulbosos, extrañamente juveniles y con un resto de carmín corrido en la comisura de la boca, que da a su sonrisa un toque de fatiga-. A ver qué te pasa, a ver.

– Hola, señora Mir.

– Tienes a tu madre muy enfadada, ¿sabes? Pero bueno, primero nos ocuparemos de ese cabestrillo. No queremos ya ni verlo. Fuera, ¿de acuerdo?

– No sé, yo creo que me ayuda…

– De eso nada, cariño. Guarda el pañuelo en el bolsillo y quítate la chaqueta, la camisa y las sandalias. Déjame ver esa mano. -Se la coge, le quita el vendaje de forma brusca y expeditiva y examina la cicatriz-. Tranquilo. Le pondremos un poco de aceite de semillas de maíz y tendrá mejor aspecto. ¡Mira que arruinar un pañuelo tan bonito para hacer un cabestrillo! ¿Y para qué? Crees que así el brazo estará quieto y más descansado, ¿verdad? Pues no, porque el brazo va bajando sin darse uno cuenta, se va descolgando y se vuelve perezoso, y al final se produce una contractura. Siéntate aquí, en la camilla. Eso es. A ver, levanta el brazo derecho tú solito, poco a poco… No, así no -se le escapa una risita ronca-, como el saludo de mi Ramón no, hijo, de eso ya hemos tenido bastante en esta casa. El brazo recto para arriba, como si levantaras algo a pulso, y dime si al subirlo te duele aquí, en el hombro. ¿Te duele?

– No.

– Ahora haz lo mismo, pero con el pico del codo hacia arriba, manteniendo la mano abajo… Eso es. ¿Qué tal?

– Así me duele.

– Ah, pues ahí tenemos otro problema. Desabróchate el cinturón y ponte bocabajo. La barbilla sobre el cojín, los brazos estirados en los costados. Así.

La almohadilla le reserva un tufo rancio de aromas trabados y agostados. De bruces sobre la camilla, sus ojos descubren un fino jarrón de cristal casi oculto detrás de la bata colgada en el perchero, con una esbelta rosa azul entre un manojo de espliego. Demasiado esbelta, demasiado perfecta y demasiado azul para no ser de papel. ¡La rosa azul del olvido en casa de la señora Mir! Y no son precisamente fragancias de rosa lo que ahora capta su nariz, sino un intenso olor a alcohol alcanforado. Poco a poco, el aire arcano de la galería comienza a destilar sustancias más densas y turbadoras, más afines a los secretos del sexo adulto que a las hierbas aromáticas y a los aceites y mixturas. Puede ver de reojo las manos pequeñas y regordetas de la sanadora lubricándose con el contenido amarillento de un bote de cristal, y enseguida, por un breve instante, las ve acercarse colgando junto a sus caderas con los dedos agarrotados como los de un águila perdicera. Para atenuar los malos presagios cierra los ojos y se entretiene repasando someramente su particular colección de risibles estampas de la rechoncha señora revolcándose por ahí con el cojo… ¿Dónde se lo harían, aquí mismo, en esta camilla? ¿En el suelo y con mucha prisa y mucha risa, con sofocados arrumacos y gritando, ella encima y él debajo, sí? No te lo pierdas, chaval. Se desnuda y le dedica a su hombre una sonrisa meliflua. Se arrodilla complaciente y levanta el culo. Rollitos de carne en los muslos y bulbosas nalgas sonrosadas. ¿Pero dónde, en el cuarto de Violeta, o en la mismísima cama de matrimonio, con la foto del delegado local y ex divisionario mirándoles sonriente desde la mesita de noche? La boca despintada y besucona cuelga ahora a menos de un palmo sobre su espalda indefensa, y nota su aliento.

– Aflójate el cinturón, cariño -ordena la señora Mir, y él nota los dedos viscosos tanteando los tendones alrededor del cuello-. Estás tenso, criatura. Relájate o me enfadaré. -Un cachete en el trasero y entona-: ¡Cura sana, culito de rana! Cuando eras pequeño y te ponían una inyección te decían eso, a que sí. Pues no tengas miedo, que Vicky tampoco te hará daño.

– No tengo miedo.

En todo caso no es por supuesto el miedo o la prevención que se imagina esta romántica irremediable y cursi, eternamente apresada en su propia telaraña sentimental; es algo muy difuso que hurga en la conciencia, un resquemor, una melancolía intermitente y machacona. Bajo la presión incesante de los perfumados dedos, ahora tan incisivos, tan sorprendentemente fuertes, él mismo quiere y no quiere sentirse culpable. Le tienta la idea de que una situación tan fastidiosa, verse de repente a merced de estas manos y estos potingues, no sea sino la respuesta a su desidia de la otra tarde escondido tras la esquina, y, sobre todo, un merecido castigo por su irresponsable y delirante fantasmada bajo la lluvia… No ha podido librarse de esa prevención al tumbarse en la camilla, un cierto temor a las palabras que inevitablemente tendrá que escuchar y que atender, algo parecido a lo que siente cuando sentado en la barbería le cortan el pelo: no hay manera de librarse de la consabida charla con el barbero, que suele ser una mortecina nadería y una lata. Aquí podría ser algo mucho peor. Aunque cree que ella sabe, o debería saber, que un chico de poco más de quince añitos es un receptor inadecuado para las confidencias de una señora de más de cuarenta, no puede dejar de pensar lo poco que siempre le importó a esta mujer escandalizar a grandes y a chicos en el vecindario, convirtiendo sus ridículos amoríos en descacharrante materia de conversación. Variaciones chistosas, bastante ordinarias y gorrinas la mayoría de las veces, de una misma historia. Eso que ella llama «un poco de cariño extra» podría ser la expresión de su actual desasosiego ante la tan esperada carta y la reconciliación pendiente con el último hombre que ha salido de su vida por piernas, de modo que prepárate para decir mentiras, chaval; o, si lo prefieres, a no decir la verdad.

– Si te hago daño, dímelo.

– No, no…

Siente las viscosas manos presionando insistentemente. Desde la rabadilla avanzan tanteando la espina dorsal, deteniéndose y aplastando cada vértebra, y de pronto aceleran el paso y la presión hasta alcanzar la nuca y entretenerse en ella, para luego volver a la rabadilla y hundir allí los dedos en la parte superior de las nalgas.