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– A que da un gustito. Ahora ponte de lado. Sobre el costado izquierdo.

Amplias y rollizas muñecas de pepona, manos pequeñas y regordetas que no alcanzan una octava -lo sabe con solamente sentirlas abiertas sobre su espalda-, dedos bulbosos que liberan una fuerza insospechada y que durante un rato parecen empeñados en deshacer o desplazar su omoplato derecho, removiéndolo bajo la piel. Enseguida le ordena ponerse otra vez bocabajo, y ahora las manos aceitadas recorren suavemente la espalda partiendo del espinazo hacia los flancos y de la nuca hasta casi las nalgas, presionando con los pulgares como si porfiaran por abrir la carne. Los dedos, como tenazas de acero, amasan los nudos y tendones en torno al cuello. A ratos siente los labios regordetes pegados a la nuca, su aliento cálido y abrupto.

– ¿Te duele aquí?

– No, no…

– ¿Y aquí, en este hombro?

– Un poco…

Una tanda de rápidos pellizcos, como si una araña se paseara por su piel, y el aire impregnado de un nuevo olor, esta vez a almendras tostadas. Recuerda a su madre comentando que la señora Mir creía sinceramente en el tratamiento emocional de la musculatura, y que por ello aplicaba normas muy personales en su trabajo, como por ejemplo sonreír todo el tiempo mientras frota la zona más dolorida. ¿Que por qué lo hace?, pues porque la buena mujer está convencida de que esa sonrisa, una sonrisa de cortesía, aunque tú no la veas tumbado bocabajo, tiene efectos benéficos que se transmiten a tu cuerpo a través de sus manos… ¡Hostia con los mágicos poderes de la señora!, diría el Matarratas en alguna ocasión. En todo caso, hasta ahora nada especial le han transmitido las manos. Los dedos se aplican cada vez con más fuerza, sobre todo el pulgar, pero el ritmo lento, sosegado, propicia un silencio expectante, la antesala de lo que él viene temiendo desde un principio: la charleta, el parloteo. Están a punto de cumplirse los peores augurios.

– Este chico amigo tuyo, ¿cómo se llama?, ese que juega al dominó con los viejos en el Rosales, bajito él y cabezón, sí, hombre, uno de esos que van al parque Güell a espiar a las parejas de novios, a escondidas… La verdad es que me dan pena los mirones, mucha pena. Bueno, pues ese chico dijo haber visto casualmente al señor Alonso no hace mucho, en un jardín… ¿Tú sabes algo de eso, hijo? ¿No? ¿No le oíste decirlo? Pues el domingo pasado ese infeliz lo comentó en el bar, dijo que vio al señor Alonso con una manguera, regando un jardín. Parece que todos se rieron mucho, como si fuera un chiste. Claro, la manguera en la mano… La Paqui, que lo oyó, le preguntó dónde y cuándo lo había visto, y dice que el chico se azoró y se hizo el distraído, primero dijo que no se acordaba, y después que era broma… A mí, si quieres que te diga la verdad, siempre me ha parecido muy atolondrado ese chico, además de cochino. Por eso prefiero hablar contigo. Tú eres un muchacho formal y responsable. ¿Puedo preguntarte, sólo por curiosidad, si has oído algo de eso, si te lo han contado…? ¿No? ¿Crees que ese chico se lo ha inventado? Tú conocías al señor Abel Alonso, ¿verdad?, lo habrás visto muchas veces en el bar, seguro… ¿Sabes que te apreciaba?-Las manos taimadas siguen haciendo su trabajo con una cadencia calculada, que acompaña la voz. A ratos siente la boca de gruesos labios rozando su espalda-. Se había fijado en ti, le caías bien, le gustabas. ¿Sabes qué me dijo un día? Pues me dijo: este chico llegará lejos. De veras me lo dijo. Tenía mucho ojo para ciertas cosas, el muy sinvergüenza… Vaya si tenía ojo…

Daría cualquier cosa por no tener que seguir oyendo y aplasta la oreja derecha en el cojín durante un rato, luego la oreja izquierda, alternando el ojo en la visión parcial de la mujer volcada sobre él, su cara redonda y reluciente de sudor con los rizos pegados a la frente, la piel fruncida asomando en el escote y el bailoteo de los pechos a los embates de las manos. Los poderosos pulgares siguen hurgando en la honda indefensión del espinazo cuando nota el impacto de algunas gotas de sudor sobre la espalda; son gotas gruesas y cálidas, caen espaciadas y puntuales, y con cada una se le contrae el vientre.

– ¡¿Y eso qué ha sido, cariño?! -exclama la señora Mir con su risa gutural y carnosa-. ¡¿Se te ha escapado un pedito?! Bueno, no pasa nada, ¿eh?, no tienes por qué avergonzarte ni ponerte colorado por eso… A mí se me escapó uno el otro día en el bar, bien es verdad que era tan pequeñito que casi no se oyó. Pero hablemos de cositas más elevadas, ¿no te parece…? Me dijo tu madre que ya no volverás a la joyería. Vaya, vaya. ¿Y qué dice tu padre? Hay que ver, el Pep siempre por ahí, con su brigada, tu madre afanándose día y noche en la Residencia o en la clínica, y tú siempre solo… Un chico de tu edad, tantas horas en la taberna, y siempre solo, eso no puede ser bueno, cariño. Por mucho que te guste leer y todo eso. Deberías estar más en casa, criatura, y que tu padre se ocupara más de ti.

– En casa no hay nadie -gruñe amorrado a la almohadilla-. Mi padre nunca está en casa.

– Por tu modo de hablar, se diría que no le tienes a tu padre el debido respeto… Sí, es un tarambana y un hereje, ya lo sabemos. A tu madre le habrá hecho las mil y una, pobre mujer, y encima va por ahí presumiendo de rojo y blasfemo… Todo el mundo le tiene por un carota, pero, ¿sabes cómo lo veo yo? Pues yo a tu padre lo veo como una castaña pilonga. ¿Te has fijado cómo es la cáscara de la castaña por dentro? Seguro que sí. Tiene una pelusilla suave, como esos estuches para sortijas. Tú haces joyas y sabes qué es eso. Bueno, pues tu padre es como la cáscara de la castaña, caradura por fuera y por dentro suave como el terciopelo… Sí, has oído bien. Y gracias a él tengo noticias de mi pobre hermano, que Dios guarde, el pobre tuvo que irse al exilio. Mira, te voy a contar algo que muy pocas personas saben. ¿Te acuerdas de cuando mi Ramón empezó a perder la memoria, después que lo operaron, y que a veces se extraviaba yendo por la calle y no sabía volver a casa? Pues una noche que salía del Rosales, ya muy tarde, se cayó de morros en la acera y empezó a sangrar. Llevaba una buena cogorza encima. ¿Sabes quién lo vio y se acercó a levantarlo? ¡El parrandero de tu padre! No sé volver a casa y no tengo a dónde ir, dicen que le dijo mi marido, déjame aquí, y el coñón del Pep va y le dice: claro que tienes a dónde ir, alcalde, ¡al infierno!, y lo levantó. Se burlaba, sí, pero lo levantó y lo acompañó a casa. ¿A que no lo sabías? Pues ya ves, hay personas amables y generosas que no lo parecen, y mira, me acuerdo ahora del señor Alonso, que también él… Bueno, qué, ¿no dices nada?

Asiente, hundiendo la cara en el cojín todo lo que puede, sofocando la voz:

– Estoy… Estoy emocionado, señora Mir.

– ¿Lo ves, criatura?-Cabecea complacida y entona-: ¡Mecachis en la mar salada!, me parece a mí que tu madre tiene razón, que lo único que te gusta es estudiar para músico y presumir con este cabestrillo… ¿Nunca vas a bailar? A ver, ¿me dejas que te diga una cosa, cariño? Pero es un secreto ¿eh?, tienes que jurarme que no se lo dirás a Violeta. Porque a ella le gustas un poco… Sí, no te extrañe que lo sepa, las madres sabemos estas cosas. No está bien que yo lo diga, pero ¿no te parece una chica dulce y cariñosa con todo el mundo? Si vieras el respeto que le guarda a su pobre padre. Pero no tiene suerte con los novios. -Una pausa, se unta nuevamente los dedos en el bote de cristal y reanuda las fricciones con suavidad-. ¿Nunca vas a bailar al Verdi, o a la Cooperativa La Lealtad? Tus amigos sí van, no faltan ningún domingo, y si vieras cómo rondan a mi Violeta… Pero últimamente ella prefiere La Lealtad. A ti no te vemos nunca por allí. ¿Cómo es eso, cariño?

– Es que a mí no me gusta bailar…

– ¡Pamplinas! -Le atiza otra palmada en el trasero-. No me vengas con mentirijillas, ¿eh? En las fiestas de la calle, el año pasado, bailaste con Violeta, y por cierto me pareció veros a los dos bastante… Ya me entiendes.