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La ve echada a los pies de la camilla, de lado y en posición fetal, toda ella un mar de lágrimas y tapándose los ojos con los puños igual que una niña enrabietada y desconsolada reclamando atención a su desdicha, a ese merengue amoroso que constituye su vida, a toda esa pringue romántica, arraigada y persistente como la sarna, que constituye su vida. Tiene un hilo de sangre en la rodilla y él la está mirando sin saber qué hacer, sin bajarse aún de la camilla, cuando la puerta de la galería se abre de golpe y Violeta entra en tromba. Evitando pisar los afilados cristales, se agacha sobre su madre, y, sin preguntar qué ha pasado, sin dedicarle una palabra de consuelo ni pedirle que deje de llorar, rápidamente la ayuda a levantarse. Dedica a Ringo una severa mirada.

– Vístete y vete.

Sentado en la camilla, él mueve la pierna aireando el pie dolorido y enrojecido. Por debajo del pie, el cristal más afilado del frasco roto luce una etiqueta medio desprendida:Esencia de eucalipto.

– Yo no he hecho nada, no le he dicho nada… Se ha caído.

Violeta vuelve a mirarle y esta vez lo hace achicando los ojos como si le escocieran, como si ráfagas de viento dificultaran su visión y tensaran su boca y las aletas de la nariz.

– Vete, por favor. ¡Vete!

– No sé qué le ha pasado… De pronto estaba en el suelo. Mira cómo tengo el pie…

Hecho papilla, está a punto de decir. Gimoteando y tapándose la cara con las manos, la señora Mir se deja llevar por su hija. Cuando ya han salido de la galería, Ringo se queda mirando el frasco hecho añicos en el suelo. Mientras se calza las sandalias y se pone la camisa, decide que antes de irse recogerá los cristales sin dejar ni uno, ni el más pequeño, pero enseguida se pincha con una esquirla el dedo gordo de la mano útil, la izquierda, y opta por juntar los cristales en un montoncito, empujándolos con la punta de la sandalia. Sale de la galería, cruza el comedor cojeando y enfila el pasillo hacia la puerta del piso. El pie embadurnado de linimento con esencia de eucalipto patina sobre la suela de la sandalia. Calambres a lo largo de la pierna, los dedos rabiando y agujas clavadas en el tobillo, mereces tenerlo roto, por imbécil, mereces quedarte con el pie torcido para adentro, igual que el cojo… Desde alguna habitación le llega un siseo de discretos reproches entre madre e hija y algún gemido. Cada vez que mueve el pie izquierdo siente dolorosas punzadas y casi no puede apoyarlo. Me la sudan los problemas de esta mujer, se dice, y algo le induce de pronto a exagerar la cojera arrastrando el pie, procurando un ruido rememorativo, burlón y siniestro, para que lo oigan madre e hija, dondequiera que se hayan refugiado. Está a punto de alcanzar el recibidor cuando se abre una puerta que da al pasillo y Violeta se asoma.

– ¡No hagas eso, por favor!

– ¿El qué?

– No arrastres el pie de este modo. No lo hagas.

– ¿Por qué no?-dice él sin detenerse. Detrás de la muchacha y de la puerta apenas entreabierta vislumbra una alcoba desordenada, sumida en una cálida penumbra propicia a los revolcones-. ¿Qué pasa? ¿No has dicho que me vaya?

– Pero no cojeando así, por favor.

– ¡Y qué si lo hago! ¡¿A quién puede molestarle, a quién le importa?!

Aunque se sabe injusto y se siente mal por ello, antes de alcanzar la puerta del piso acentúa la cojera y le dedica a Violeta una mirada entre burlona y triste que dice estoy enterado del merdé que hubo aquí, no creas, del lote que se pegaban tu madre y su querido, pero no puede evitar que súbitamente se le aparezca la carta empapada de lluvia girando en el sumidero vertiginoso frente a la cloaca, apresada en la dinámica de las aguas revueltas y en la de su propia desidia. Y durante un instante, al hundirse la carta una vez más en el remolino que en su mente no para de girar, intuye por vez primera la imperceptible génesis de alguna catástrofe, la silenciosa mutación de algo que traerá un daño irreparable.

– No es por mí -oye susurrar a Violeta cuando cruza el umbral-. No lo hagas más, por favor… Te lo ruego… No es por mí.

Anochece cuando sale a la calle. Los días han menguado, la luz es más difusa y engañosa, el aire más cortante. Una tenue neblina sofoca el amarillento alumbrado de las farolas. El chirrido de un tranvía girando en la cercana plaza, el timbre de una bicicleta que se aleja, el estrépito de una puerta metálica bajando. Se para un instante frente a los dos raíles que en la esquina persisten en su giro truncado hacia ninguna parte. Más abajo, la puerta acristalada del bar Rosales deja salir una luminosidad débil y azulosa que apenas toca la espalda rendida de un hombre parado al borde de la acera con las manos en los bolsillos, balanceándose un poco y mirándose los zapatos con la perplejidad de quien no los reconoce como suyos. La calle Martí está desierta. En las grietas de la vieja acera desventrada la hierba crece verde y lustrosa. Mientras Ringo camina de regreso a casa vuelve la desazón, la sensación casi física de haberse dejado en la camilla de la sanadora algo más que el machacado pie. ¿Por qué sigues cojeando, tarugo, si ya no te duele? La mano de cuatro dedos tantea el fular arrugado en el bolsillo de la chaqueta buscando la caricia de la seda, cuya textura le transmite a la pequeña cicatriz un pálpito suave y cálido de plumón durante un rato, hasta que finalmente se decide a deshacer el nudo del tan distinguido cabestrillo.

13 El perfume del torrefacto

Un domingo a media mañana, a la hora en que ya debería estar en la cocina calentando leche y tostando pan para el desayuno de su madre en la cama, hallándose todavía acostado con la sábana hasta la nariz y sumido en la mayor confusión, oye como en sueños la imperiosa voz de su padre llamándole y salta del catre poniéndose rápidamente los pantalones y la camisa.

Sentado a la mesa del comedor frente a una botella de coñac Martell de las que suele traer de Canfranc y con el lápiz en la mano, el Matarratas anota algo en la esquina superior del reverso de tres cartas sin franqueo y bastante arrugadas. En una de ellas escribe una A, en la otra una P y en la tercera una V. En la otra mano, mientras se rasca la frente pensativa con las uñas verdosas, mantiene pegada a la palma una panzuda copa de coñac como si fuera un apéndice natural, acoplada a la dinámica del gesto y sin que constituya el menor estorbo para maniobrar.

– Buenos días, dormilón.

Ringo responde con un gruñido mientras se pone el jersey. Su padre deja las cartas y el lápiz a un lado, agita el coñac dentro de la copa, bebe un trago y seguidamente levanta del suelo su viejo maletín de trabajo y comprueba los cierres, muy desgastados. Con la misma mano que sostiene la copa se acaricia la barbilla, pensativo. Llegó ayer mismo de otro viaje rápido, y esta mañana, recién duchado pero sin afeitarse, con su grueso jersey gris de cuello vuelto, como de guardameta, y el chaquetón de cuero echado sobre los hombros, se dispone a partir de nuevo. Con el corpachón adelantado y el trasero en el borde de la silla, parece dispuesto a marcharse ahora mismo. Las cosas no cambian, piensa Ringo: por mucho que diga qué bien se está en casa, el Matarratas siempre parece a punto de irse otra vez.