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Esa noche, en la cama, abandona la lectura deAmok porque no puede dejar de pensar en el Matarratas. Pero tampoco consigue conciliar el sueño; no hace más que dar vueltas y más vueltas, y en una de estas, al dejar caer por enésima vez la aturdida cabeza sobre la almohada, siente de pronto como si se asomara al borde del vacío, abocado repentinamente a su propio vértigo. Despertando en otro ámbito, la conciencia intuye el fin de un tiempo cumplido y le dice salgamos de aquí, Ringo, fumiga esas dudas y acepta la verdad: tu padre es un contrabandista, o tal vez algo peor. Entonces, con las primeras brumas del sueño, recupera la memoria de un caluroso día de agosto de hace dos o tres años, cuando aún trabajaba de aprendiz. Después de comer, antes de volver al trabajo, se había acercado al quiosco de la plaza Rovira a examinar la nueva oferta de tebeos cuando escuchó a su espalda esas voces carrasposas y llenas de sorna que a menudo le confunden, la petulancia verbal del extravagante dúo de ancianos cotillas y coñones, aquellos reyes de la trola zanganeando a todas horas por el barrio. Esta vez discuten sentados en el banco junto al quiosco y a la sombra de un frondoso plátano.

– ¡Naranjas de la China, Blay! -exclama el señor Sucre-. Si te dedicas al contrabando y al estraperlo, y te pillan, te juzgarán por estraperlista y por contrabandista, es decir, por delincuente, por malhechor, no por otra cosa.

– Pero él es más que eso -dice el viejo Blay.

– Ya. Pero ese plus suele estar a cargo de los hombres de la frontera. Y él no es un hombre de la frontera. Es un honrado viajante de comercio, digamos. O sea, entre comillas.

– Aquí la cuestión es fumigar bien sin que te vean. Y el Pep sabe fumigar.

– Da igual que fumigue o que conspire. Llámalo como quieras. Si lo trincan, será un malhechor.

– Yo me entiendo. Fumigar es la palabra, amigo Sucre. Hay que fumigar todo lo que se pueda. Esa es la cuestión.

Callan un rato. Y nuevamente la voz pastosa del señor Sucre:

– ¿Qué opinas, Blay? Estoy pensando en volver a exponer en el Salón de Octubre de este año. He dejado pasar tanto tiempo sin enseñar nada, que muchos amigos deben de creer que ya no pinto, que me dedico a otra cosa.

– ¡Ah, ¿lo ves?! Lo que yo te decía. Pues eso.

Están hombro con hombro sentados en el banco de piedra, el capitán Blay con su carajillo de anís en una copa del bar Comulada y el señor Sucre abanicándose con un paipay. De pie ante uno de los flancos del quiosco donde cuelgan las novelas, Ringo los capta con el rabillo del ojo. Dicen más de lo que saben y encima lo dicen con pitorreo, piensa, pero no puede dejar de escuchar su charleta mientras simula interés por el reclamo semanal de nuevas aventuras, la colorista exposición de tebeos, novelas y almanaques colgados con pinzas en los costados del quiosco.

– Ciertamente, el Pep es un hombre de múltiples facetas -dice el señor Sucre-. La invisibilidad es una de ellas. A veces pienso en él como si ya no estuviera, como si ya se hubiese muerto… Blay, ¿has oído hablar del asfódelo, la planta que hace visibles a los muertos?

– No. Ni Dios, ni amo. Ese es mi lema.

– Es una planta que nace de la mismísima roca.

– ¡Recollons! ¿Cómo puede una planta nacer de una roca?

Ringo, al oírlo, piensa en la roca plana de la Montaña Pelada.

– El Pep es una especie rara de asfódelo -añade el señor Sucre-. En el Rosales y en cualquier taberna resulta imprescindible. Creo conocerle bien, aunque nunca deja de sorprenderme. Una noche, en el bar Comulada, invitó a beber a ese mostrenco de Ramón Mir y estuvo bromeando amigablemente con él… Por cierto, dicen que el señor alcalde está cada día peor. Al parecer perdió el huevo izquierdo luchando en la División Azul.

– ¿Ah, sí? Más se perdió en Cuba.

– ¡Mucho más, hombre, no vamos a comparar! ¡Ah, las glorias imperiales del pasado ya se fueron, Blay, y las infamias del presente se irán igualmente, pero a saber qué futuro de mierda nos aguarda! Creo que yo también me pediré un carajillo… Vaya, mira esto. ¿No es el hijo del Pep el chico que está ahí de pie, a punto de descolgar un tebeo del quiosco?

– Sí que lo es. ¿Crees que se dispone a mangar un tebeo? Ya es mayorcito para eso, ¿no?

– Humm. Conozco hombres de cuarenta años que leen tebeos. Fíjate: el chico lleva mucho rato quieto y disimulando.

Él nota sus ojitos como alimañas en el cogote. El chirrido de un tranvía frenando en la parada, zureo de palomas trotando por la plaza, Rip Kirby atizándole un puñetazo a un hampón, un conejo y una pistola saliendo del sombrero de copa del Mago Merlín en la cubierta de su almanaque.

– Así que -de nuevo la voz cantarina del señor Sucre-, detrás de tantas incursiones a la frontera, tú piensas que hay algo importante.

– ¿Importante? Eso no lo sé -dice el capitán Blay-. Hace tiempo que ya nada es demasiado importante para mí.

– ¿Ah, no? Vaya. ¿Cuántos años tienes, Blay?-Demasiados. ¡Puñeta, muchos más que tú!

– No deberías quejarte. Nos vas a enterrar a todos, estoy seguro. ¿Sabes una cosa, Blay? ¿Alguna vez te has parado a pensar que a principios de siglo la media de vida de los hombres era solamente de treinta y cinco años?

En esta hora el sol de agosto muerde el cogote pelado de Ringo, que aguanta impávido y con el oído atento.

– De todos modos -añade el señor Sucre-, teniendo en cuenta el país, treinta y cinco años es más que suficiente, ¿no crees? En fin, iré por mi carajillo. Pero yo lo quiero de ron, es más sano… Estaba pensando que últimamente ha venido poco por el Comulada, el Pep. Una lástima, ¿no te parece?

– Fumiga todo el tiempo, ya te lo he dicho. Pásate al carajillo de anís, puñeta, me lo agradecerás… Bueno, no sé si sabes que en el paso fronterizo de Canfranc puedes obtener un raticida francés más potente que todos los que venden aquí, y más barato. Lo pasan de estranquis por la aduana. Aquí no tenemos buenos raticidas, es cosa sabida. Por supuesto, se traen muchas otras cosas. Sé de un tal Massana que, esquivando a la Gestapo y a la Guardia Civil, pasaba medias de nylon y kilos de sacarina, y aprovechaba el viaje para pasar judíos, espías y aviadores… Pero hoy las cosas han cambiado. Ahora pasan este raticida infalible.

– ¡Hombre! ¡Mira que llamar raticida a lo que trae el Pep! ¡Eres grande, querido Blay!

– Sí, puedes reírte. Pero pregunta a Gaspar Huguet, el tostador de café. Te dirá que lo único que hace falta es la señal.

– ¿Qué señal?

– Un día recibirás una postal del Valle de los Caídos con el sello del Caudillo cabeza abajo. Será la señal.

– ¿La señal de qué, Blay?

– Ah, todavía no se sabe. Pero será la señal, tenlo por seguro.

El tintineo de la cucharilla en el cristal de la copa, removiendo el carajillo, el siseo acompasado del paipay en el aire caliente y enseguida la llamada del señor Sucre:

– ¡Eh, tú, muchacho!

Echa las manos en los bolsillos del pantalón, hunde la cabeza entre los hombros y se vuelve despacio achicando los ojos, desconfiado y erizado de presagios como un gato.

– Tú, sí -dice el señor Sucre-. Ven un momento… ¿Quieres hacerme un favor? Acércate al bar Comulada y pide un carajillo de ron para mí. Di que luego pasaré a pagar.