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Cumple el encargo remolón y expectante y el carajillo pasa a las manos flacas con manchas de color pastel, tonos anaranjados, azules y malva. Ringo se las mira intrigado mientras intenta formular una pregunta acerca del actual paradero de su padre, cuando ya está despierto y bocabajo sobre la almohada.

No pienses más en eso, por favor, hijo, no seas tozudo, no le des más vueltas, le aconseja su madre al día siguiente. No anda metido siempre en lo que tú crees, de ningún modo, ni solo ni acompañado ni mucho menos con la mochila a la espalda y con pasamontañas, de dónde sacas eso, y todavía menos portando armas, Dios mío, eso sí que no, nunca hubo nada de eso, no es así como hay que verle, ni ahora ni antes, cuando aún había alemanes por allá… Y de la brigada no sabemos nada, y tampoco de Manuel.

– Conviene no dejarse ver por un tiempo, eso es todo -añade-. Hay que esperar. Después ya veremos. Confórmate con saber eso, por ahora. Porque la verdad es que todo sigue igual. Tu padre está de viaje por causa del trabajo, y aquí en casa no se le espera, ¿comprendes? Eso es lo que dirás si te preguntan.

Ella tampoco sabe si esto va a durar mucho. Si hay suerte, tal vez unos meses. En cuanto a lo que había en el maletín que llevó al bar Mirasol, no debe preocuparle. Lo único que ha de saber es que su padre y algunos amigos han estado ayudando a muchas personas, dentro y fuera del país, asumiendo riesgos.

– Nada de lo que debamos avergonzarnos, hijo -añade-. Al contrario. Aunque te cueste creerlo, casi todo lo que ha hecho tu padre ha sido por el bien de alguien. Me gustaría que no lo olvidaras. Y no me preguntes más, por favor.

– Sí, ya sé. Te ha prohibido que me cuentes nada.

– Te equivocas. Sabrás lo que hay que saber a su debido tiempo. Pero antes de irse me pidió que te ponga al corriente de algunas cosas…

– No hace falta -corta él secamente-. Ya me las sé. Contrabando, a que sí. Él y el tío Luis, y también Manuel, y seguro que alguno más de la brigada. En la frontera o por allí cerca, que lo he buscado en el mapa. Le traen café de contrabando al señor Huguet y lo tuestan juntos, a escondidas. Y por eso lo van a detener, por contrabandista, ¿verdad?

– Ojalá fuera sólo por eso, hijo. Ojalá.

Parece muy cansada. Ahora hace turnos de día cuidando a una anciana en una antigua torre en la plaza Lesseps, y suele acostarse temprano. Pero hoy no lo hará antes de tranquilizar a su hijo. Ojalá se dedicara solamente a eso, repite, aunque a tu padre no le gustaría oírmelo decir. Porque lo hace solamente para ganarse unas pesetas aprovechando el viaje. Tabaco rubio, medias de cristal, coñac francés, perfumes caros… Ya me dirás si vale la pena arriesgarse a ir a la cárcel por tan poca cosa.

– Lo que sí vale la pena -añade-, lo que de verdad muchas personas le agradecen, es lo otro, su trabajo de cartero.

– ¿Cartero?

– Recadero, si lo prefieres. Lleva y trae noticias de compañeros a sus familias. Paquetes, cartas, dinero… Hace de intermediario, digamos.

Pero no lo cuenta todo, ni mucho menos, porque no es tiempo todavía. No le habla de Ramiro López, el hermano tan querido y añorado de la señora Mir, viejo amigo de su padre y del tío Luis, no le dice que Ramiro había sido miembro de una red de evasión en la frontera francesa, empleado en la estación de Canfranc y colaborador íntimo del jefe de la Aduana, cuando este estaba vinculado a un grupo de la Resistencia con agentes aliados que operaba en España. No menciona para nada la relación del Matarratas con gente de la frontera, no le dice que sus actividades ya no son las que eran seis años atrás, mucho antes de que cerraran el túnel ferroviario, con el mundo en guerra; no rememora para nada las incursiones que entonces sí eran peligrosas, cuando el tren unía Canfranc con Zaragoza y Madrid y Lisboa, y su padre y tío Luis recogían correspondencia clandestina en la frontera y la entregaban en Zaragoza para que fuera enviada a la embajada inglesa en Madrid, o la traían al consulado de Barcelona; tampoco le dice que se hacían pasar por ajetreados viajantes de comercio con documentación falsa, transportando perfumes y medias de nylon y también fotos y cartas camufladas entre los calzoncillos, y tampoco menciona los mensajes y los visados que el consulado inglés de aquí les encargaba hacer llegar al grupo de Ramiro López y al jefe de la Aduana, visados falsos para la entrada y el tránsito de militares aliados y civiles hacia Portugal o Gibraltar, ni le revela que muchos eran judíos que huían de la ocupación alemana en Francia. No menciona nada de todo eso porque ya pasó y hoy no quiere leer aquel miedo en los ojos del chico; ya lo sabrá algún día, si su padre tiene a bien contárselo. Lo único que le cuenta es que él y tío Luis empezaron así, llevando y trayendo noticias y dinero destinado a familiares de amigos que no podían volver, y que lo hacían mediante enlaces en la frontera vinculados al hermano de la señora Mir, y que todavía andan en eso, haciendo favores, aunque ya cerraron el túnel de Canfranc y la guerra se acabó hace más de tres años. Y que, bueno, pues sí, se habían dedicado al contrabando, en realidad eso fue lo único que les motivó en un principio, algo que desde luego ella nunca aprobó, algo que fue y seguía siendo motivo de sordas desavenencias y disgustos. Y de todos modos, hijo, no vayas a creer que es gran cosa lo que se traen a casa, unos apaños para ir tirando, desde luego con eso no vamos a salir de pobres…

Una semana después se presentan dos policías con una orden de registro, que sólo cumplen a medias y rutinariamente. Ese día Ringo no está en casa. Su madre se lo contará por la noche sin mostrar la menor inquietud. Todo esto era previsible, hijo, y lo tengo asumido desde hace mucho tiempo. Al día siguiente es requerida en la Jefatura Superior de Policía de la Vía Layetana y sometida a un interrogatorio, que a ella le parece igualmente rutinario y hasta considerado. No parecían agentes de la Social, dirá luego. Diversas preguntas sobre el paradero y las actividades ilegales de su marido y de otros miembros de los Servicios Municipales de Higiene, Desinfección y Desratización, obtendrían la misma respuesta: la brigada se fue a cumplir un servicio en Gerona, en una fábrica de tejidos a la orilla del río Oñar, y desde entonces no ha tenido más noticias de su marido y tampoco sabe cuándo va a volver. No le conviene mentir, señora, se lo digo por su bien. Verá usted, es que mi marido suele comportarse así, es bastante desconsiderado y tarambana, pero no puedo creer que haya hecho mal a nadie, eso no. De esos viajes a Zaragoza y a Canfranc no sé nada y mi hijo tampoco, y aún menos de su relación con gente del estraperlo o del exilio.

– Y tú dirás lo mismo si te preguntan, hijo. Que no sabes nada -le previene mientras zurce unos calcetines sentada en su cama, junto a la mesilla de noche y con la lamparita como un pálpito de luz roja al lado de la imagen del Niño Jesús de Praga. Como de costumbre, la entereza y la discreción animan sus palabras, preservando del miedo y la desesperanza el precario orden de la casa, este frágil remedo de hogar a cubierto de la inclemencia de noches como esta, cuando, demasiado cansada para salir, le pide a su hijo que vaya a casa de la señora Mir a llevarle de parte suya una bolsa con ropa usada.

– Victoria recoge ropa cada invierno y la lleva a la parroquia y al Auxilio Social, donde tiene amigas enfermeras que la reparten. Es para gente necesitada. Las monjas de la Residencia me han dado algunas prendas en buen estado. Ponte la bufanda y ten cuidado, hijo. Ya es de noche y hace frío.

Es una bolsa de lona con franjas blancas y azules y asas de madera en forma de aros, abultada y bastante pesada, una bolsa que nunca antes había visto en casa. Se pone en marcha y a mitad de camino, cerca de Sors esquina Martí, junto a la boca de la cloaca, una lata de conservas vacía y abollada le espera para recibir la patada. Siempre le gustó patear latas, pero esta vez pasa de largo amparado en las sombras, con un vago sentimiento de clandestinidad y peligro. Hasta el punto de que, un poco más allá se para bajo la luz de un farol y sigilosamente abre la bolsa y examina su contenido. Dos pantalones y un viejo jersey, una bufanda, blusas y una falda plisada, prendas con algún remiendo y sin planchar, pero limpias. Y debajo de todo, tres camisas planchadas y perfectamente plegadas y abrochadas, tres camisetas y tres calzoncillos igualmente plegados, cuatro pares de calcetines y un pijama a rayas. Su mano todavía está tanteando el fondo de la bolsa cuando tropieza con un frasco de masaje Floïd, una cajetilla de hojas de afeitar, un cartón de tabaco rubio marca Chesterfield y una crujiente bolsita de torrefacto, de las que el Matarratas se trae a casa al volver del tostadero.