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Ha rogado para que sea Violeta quien le abra la puerta. Pero es su madre, en bata y zapatillas, rulos en el pelo y con la cara redonda sin pintar flotando entre las sombras del vestíbulo como una luna pálida y fantasmal. Al ver al chico se sorprende, pero le sonríe enseguida. No enciende la luz. Está desgajando una mandarina con los dedos y en la muñeca lleva un enorme brazalete de quincalla dorada.

– ¿Dónde vas a estas horas y con este frío, criatura?

– Le traigo esto de parte de mi madre.

– Ah, muy bien, cariño. -Rápidamente se hace cargo de la bolsa y se queda unos segundos esperando que él diga algo más, mirándole con su sonrisa de muñeca de celuloide-. ¿Cómo anda nuestra querida Berta?

– Quería venir ella, pero no se encuentra muy bien. -Asoma la cabeza y la mitad del cuerpo, escrutando el vestíbulo y el pasillo a oscuras-. ¿Violeta no está?

– Se fue a dormir ahora mismo. Se aburría, la pobre. -Mantiene la mano en la puerta, sin abrirla del todo-. Estábamos las dos solitas, escuchando la radio… ¿Querías decirle algo, corazón?

La mano regordeta prueba una carantoña en su barbilla. El olor de la mandarina en sus dedos. ¿Por qué tiene hoy esa voz de gatita herida y más melosa que de costumbre? Al fondo del piso, del lado de la galería, suenan voces exultantes en una radio.

– No, da igual.

– Le diré que has preguntado por ella. Se alegrará. -Deposita la bolsa en el suelo y suena el clinc del frasco de Floïd. Su mirada risueña y perspicaz no se altera-. No te digo de entrar, porque ya estará durmiendo. Pero si quieres que le dé algún recado… Ya sabes que cada domingo la llevo al baile de La Lealtad. Prometiste venir un día, cariño, lo prometiste, ¿o ya no te acuerdas?

– Sí que me acuerdo. Bueno, me tengo que ir.

Pero no se mueve, y no sabe muy bien por qué. La mira como esperando que ella diga algo más. Bruscamente encoge la pierna derecha y, con el puño en la bragueta, simulando un apremio vergonzante, baja la vista y entona con voz lastimera:

– ¡Oh, señora Mir! ¡Oh, por favor! -improvisando una grotesca tramoya de caricato, ocultándose tras una máscara doliente-. Oh, perdone usted, pero ¿me dejaría ir un momento al váter? ¡Es que no puedo más, se me está escapando…!

– ¡Pues claro, hijo, faltaría más! Ven conmigo.

El cuarto de baño está al fondo de un recodo que se abre a la derecha del pasillo, antes de llegar a la habitación de Violeta. Ella le enciende la luz y luego cierra la puerta. Un cuarto limpio y ordenado, y con detalles en atención a las visitas. La tapa del váter forrada con una piel de cabra. La alfombrita de felpa frente al bidet. El espejo impoluto y orlado de calcomanías de flores de vivos colores. La alcachofa de la ducha reluce sobre la inmaculada bañera. Un armario blanco con toallas plegadas, dos albornoces detrás de la puerta, uno blanco y otro rosa, gorros de baño, una caja de cartón llena de rulos y mucha utilería femenina de cepillos y pinzas y botes alineados en una repisa de cristal. Y metida en un vaso, una maquinilla de afeitar… que bien podía ser de ella, para depilarse las piernas. Pero hay algo más sospechoso: al levantar la tapa del váter -porque de pronto siente verdaderas ganas de mear, y recuerda que en el simulacro del bar Mirasol le pasó lo mismo-, en el agua estancada ve una colilla flotando, deshaciéndose en medio de una tenue efusión amarillenta. No puede imaginarse a Violeta fumando cigarrillos aquí, encerrada y a escondidas, pero su madre quién sabe… Tira de la cadena y duda de si lavarse las manos. Lo hace y oye la voz de la señora Mir al otro lado de la puerta: ¡Coge una toalla limpia! Al salir se topa con ella, que lo mira con una sonrisa atenta y sosteniendo la bolsa. No se ha movido de aquí.

– ¿Todo bien?

– Sí, señora… Bueno, ya me voy.

No lo percibió al entrar en el piso tan deprisa y simulando la urgencia, pero ahora, cuando alcanza de nuevo el recibidor y se dispone a salir, su nariz capta el suave aroma a torrefacto que desprende la ropa colgada en la percha, muy cerca de la puerta, varias prendas de abrigo que la oscuridad no le permite distinguir. Entonces se para con las fosas nasales dilatadas, y nota en el brazo la mano de ella.

– Espera, hijo. -Lo retiene en el umbral, mirándole con ojos risueños y perspicaces-. Te veo un poco atolondrado, ¿sabes?-Le enrolla la bufanda alrededor del cuello, le aparta el mechón sobre la frente-. Quería preguntarte una cosa, si no te importa… Sé por tu madre que todavía te gusta ir a pasear al parque Güell y a la Montaña Pelada. Qué bonito… Bueno, el caso es que quería preguntarte si por casualidad has visto por allí al señor Alonso. Te acuerdas de él, ¿verdad? Es que tengo que darle un recado, se me olvidó decirle a este hombre algo importante, ¿sabes?

– No, señora, no le he visto. Además, últimamente voy poco…

– Ya. Es por si te lo encontraras algún día. Podría ser, quién sabe… Y ahora vete corriendo a casita. Y descuida, cariño, le diré a Violeta que has preguntado por ella.

– Sí, gracias. Adiós.

– Mucho cuidado en la escalera, que hay poca luz. ¡Y recuerda tu promesa!

Empieza a bajar y se vuelve antes de que ella, que sigue mirándole y sonriendo detrás de la puerta entreabierta, termine de cerrarla muy despacio. El inesperado perfume del torrefacto y la sugestión del enigma lo acompañan en la oscuridad hasta el último escalón de la planta baja, despacio y tanteando la barandilla, de modo que le da tiempo de figurarse a la señora Mir regresando al comedor con la bolsa en la mano después de cerrar la puerta del piso, puede verla vaciar la bolsa sobre la mesa y separar las camisas planchadas de la ropa usada y con remiendos, poner a un lado el cartón de Chesterfield y el frasco de masaje Floïd y las hojas de afeitar, abrir la bolsita de torrefacto para olerlo y finalmente sonreír al hombre que hace un solitario sentado en un ángulo de la mesa, seguramente en camiseta y envuelto en una frazada; y también a ella la ve sentada con el molinillo de café en el regazo y dándole a la manivela, sonriendo todo el rato, contenta de poder ayudar a su desdichada amiga Berta y de ofrecerle al huésped clandestino otra taza de auténtico y oloroso café-café… Sí, en el hogar de un falangista, por qué no. Lo está viendo sentado a la mesa y barajando las cartas una y otra vez, pensativo, el humo del cigarrillo enroscándose en su cabeza rendida, despeinado, sin afeitar, huraño, blasfemo y más clandestino que nunca. ¡Ahora sí que estamos en el culo del mundo, padre! Coñac de garrafa en un vaso, colillas de rubio en un cenicero repleto. Sólo estaré un par de días, querida Vicky. A ratos amable, a ratos cabreado. La buena mujer ronca toda la noche y sólo tiene coñac de garrafa. La ayuda en la cocina. A ratos se duerme de bruces sobre la mesa en la que comía el ex alcalde. Escuchando la radio. Mirando el bonito trasero de Violeta cuando se adentra por el pasillo ajustándose la bata. Escondido en el dormitorio cuando viene una paciente a por sus friegas o por una receta de hierbas o un alivio para los juanetes. Una foto de José Antonio de perfil en un marco plateado. Un par de días solamente, hospitalaria amiga… Sí, bien mirado, ¿qué mejor sitio que este? ¿A quién se le ocurriría buscarle en casa de un alcalde ex combatiente, un hogar bendecido por el Sagrado Corazón?