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– ¡Pero qué dices! -Su madre se ríe de buena gana, pero dándole la espalda-. ¡Esta sí que es buena! ¡Qué cosas se te ocurren, hijo!

Todavía no se ha acostado, aunque ya lleva puesto el camisón. Está en el dormitorio, ordenando el armario ropero.

– He visto lo que iba en la bolsa, madre…

– ¿Ah sí? Todo es para una obra de beneficencia.

– … y el piso entero olía a café tostado, del que padre se trae a casa.

– Y qué. No es la primera vez que le regalo a Victoria un poco de café. ¿Qué hay de raro en eso?-Cierra el ropero y se vuelve hacia él, un tanto enfurruñada-. Mira, tú y yo no podemos saber dónde está tu padre. Lo único que sabemos, ya te lo dije, es que se fue de viaje y aún no ha vuelto.

– Eso ya lo sé, no hace falta que lo digas…

– Lo mejor sería que no supieras ni eso, que está de viaje. -Con mirada vivaz y un tanto socarrona, mientras se recoge el pelo en la nuca, le sonríe-. No sé si me entiendes, hijo… Verás, los primeros días son los peores. Hay que irse de casa, y lo más deprisa posible. Cualquier otro sitio es bueno… siempre que cuentes con la amistad y la confianza de la persona que te lo ofrece. ¡Pero no en casa de Victoria! Es sólo por unos días, mientras se decide un lugar más seguro… ¡Y vaya, pobre Victoria, si llegara a saberse! ¡No le faltaría más que eso, con la reputación que tiene! ¿Me entiendes, hijo?

Pero más adelante ella admitirá que tal vez, en efecto, su padre pudo haberse alojado provisionalmente en casa de la señora Mir. Dos días y una noche, no más. Después se fue de allí para refugiarse no se sabe dónde, y a partir de este momento se niega a responder a sus preguntas y no le informa de nada. Sin embargo, en el transcurso del mes siguiente, un noviembre sombrío y desapacible, observando el comportamiento de su madre, interpretando sus obstinados silencios y sus recaídas en la tristea, Ringo llegará a la conclusión de que ella y el Matarratas se han citado secretamente en el piso de la señora Mir, después que él lo abandonara, por lo menos un par de veces, siempre de noche y en domingo.

Todo empezó el día que su madre, mientras ordenaba cosas en una bolsa a espaldas suyas -él alcanzó a ver un cartón de tabaco rubio y unos sobres de carta-, se quejó de fuertes dolores de cabeza y cervicales y anunció que esa noche iría a ver a su amiga Victoria. Necesito alguna pomada milagrosa de las que ella prepara, dijo. Repetirá la visita dos semanas después, también en domingo y de noche, y en ambas ocasiones, por su estado de ánimo al volver a casa, más desalentada y angustiada que al ir, Ringo deduce que se ha entrevistado con él. Deja entender que lo sabe, e inmediatamente se siente arropado por una mirada escrutadora y cariñosa que niega los encuentros y le prohíbe terminantemente, con los ojos húmedos, hablar de su padre en casa y en cualquier parte, por el bien de todos, de mucha gente, y hasta acaba diciéndole que lo mejor es que no piense más en él, o que piense en él como si ya estuviera muerto o como si se hubiera ido para no volver. Ringo lo interpreta como el deseo de librarle de cualquier sentimiento hacia el Matarratas que implique la obligación de justificarle o protegerle, o de indagar en sus actividades secretas y en su paradero actual.

Sin embargo, y como desmintiendo con ello sus propios recelos y prevenciones, se apresura a informarle de otras urgentes obligaciones. La primera y más importante, salvaguardar el puesto de trabajo de su padre en el tostadero nocturno del señor Huguet, buen amigo y protector de la familia. Y le explica: previniendo lo que podía pasar, hace ya tiempo que su padre había llegado a un acuerdo con el señor Huguet para que, en caso de tener que ausentarse más tiempo del previsto, permitiera que el chico lo sustituyera, en espera de su vuelta.

– No me gusta que tengas que ir, hijo, pero necesitamos el dinero. Son cincuenta pesetas a la semana que nos vienen muy bien. Es un precio de favor que nos hace el señor Huguet. Serás un buen ayudante, el señor Huguet no tendrá queja de ti, estoy segura.

– Pues claro. No te preocupes.

Sabe lo que le espera, aunque no por cuánto tiempo. Alguna vez su padre le había hablado de este trabajito extra que se debía a la generosidad y a la confianza que le dispensaba el señor Huguet. Viudo y con dos hijas solteras, el señor Huguet había sido factor de la RENFE en la estación de Sants, trabajo que perdió al ser denunciado por su pasado anarcosindicalista. Un cuñado suyo, que tiene un colmado importante en la calle Aragón, le metió en el negocio del torrefacto. La puesta a punto y el manejo de la tostadora no exige un gran esfuerzo, le había comentado alguna vez el Matarratas, sólo un poco de maña. Hace años el señor Huguet lo hacía solo, pero ya está viejo y necesita ayuda. Cuatro días a la semana, lunes, miércoles, sábados y domingos, hay que levantarse a las dos de la madrugada y salir a la calle bien abrigado, aunque la casa del señor Huguet está cerca, tres minutos andando hasta el pasaje Oliveras, un callejón recóndito cerca del campo de fútbol del Europa. El señor Huguet te abrirá la cancela del jardín envuelto en un viejo albornoz y una gran bufanda. Con la linterna en la mano y dando traspiés, te guiará hasta el cobertizo, donde ya tiene encendido el petromax que todo el rato emite un silbido rencoroso. Deberás preparar la leña para el fuego y los soportes de hierro que sostienen el tambor donde irá la mezcla de café y azúcar. Esa mezcla la hace Huguet pesando cuidadosamente las partes en una balanza mientras yo me ocupo del fuego. No esperes muchas palabras de Huguet, no es hombre dado a la conversación. Luego, cuidando que las llamas se mantengan siempre igual, para que no se altere el calor, ya todo será darle vueltas y más vueltas a la manivela haciendo girar sobre el fuego la esfera metálica donde se van tostando los granos de café azucarados. La masa del torrefacto gira y gira dentro del tambor con un rumor de olas en una playa pedregosa, y, jolines ¿quieres creer que eso es lo único que oyes durante tres horas metido en aquel barracón?, le explicará Ringo al Quique. Pero no es un trabajo matador. Puedes hacerlo sentado en una banqueta o en el suelo, y mientras tanto el señor Huguet dispone el cedazo donde volcaremos el humeante torrefacto, cuando esté bien tostado, y donde lo dejamos enfriar un rato, y luego sólo queda coger los granos con una pequeña pala e ir rellenando las bolsitas de papel satinado, un cuarto de kilo en cada una de ellas, y ya está. Cuando me voy, el señor Huguet me regala una bolsa para mi madre.

De vuelta a casa con la bufanda tapándole nariz y orejas, caminando solo por las calles desiertas, solitario y furtivo y lleno de furia bajo la macilenta luz de las farolas y de las ramas peladas de los tilos del paseo del Monte, los dedos perfumados por el torrefacto se ponen a teclear en el aire limpio de la madrugada.

A mediados de diciembre y de improviso, el frío se hace tan intenso que al atardecer las vidrieras empañadas del Rosales sólo permiten ver una mancha de luz difusa y amarillenta en el interior. La ventana junto a la que Ringo se sienta a leer recoge de vez en cuando figuras que pasan dobladas y presurosas por la calle, borrosas siluetas confundiéndose con las persistentes sombras de la imaginación. Porque en cuestión de unos pocos días, además de la llegada del frío y del trabajo nocturno en el tostadero, se han producido algunas novedades que en la taberna adquieren una especial resonancia. La primera es que, gracias a su mejorada salud y a su buen comportamiento en el manicomio de San Andrés, al ex alcalde Mir le conceden quince días de permiso para que pase las fiestas de Navidad y Año Nuevo en casa, en compañía de su mujer y su hija. Se dice desde hace tiempo que ya no reconoce a ninguna de las dos, que está majara del todo y sin arreglo posible, pero no va a ser verdad; no del todo, cuando menos. Un atardecer lluvioso lo ven bajar de un taxi frente a su casa apoyándose en el brazo de Violeta, pálido, mucho más delgado y con la mirada mortecina, pero con el mismo perfil belicoso y rapiñador de siempre, impecablemente peinado y con más brillantina y tenebrosa viscosidad en el pelo que antes. La señora Paquita dice que se mareó en el taxi y por eso parecía enfermo, pero que de la cabeza está la mar de recuperado, que el tratamiento le va de maravilla y por eso le permiten celebrar estas fiestas tan entrañables en familia. Por eso y por su buena conducta.