Выбрать главу

Nunca antes había estado en la Cooperativa La Lealtad, pero al terminar de subir las escaleras y enfrentarse a la pista de baile, en el primer piso, todo le resulta familiar, de tantas veces como ha oído al Quique y a Roger hablar del local y de sus condiciones tan propicias para apalancarte una chavala, sobre todo en las calurosas noches de verano, cuando la balconada sobre la calle Montseny está abierta y algunas parejas salen a tomar el fresco y de paso a meterse mano. La orquesta toca una rumba, el vocalista viste una chaqueta azul celeste con solapas de purpurina plateada y agita las maracas. La pista está abarrotada de parejas bailando y a su alrededor pequeños grupos de jóvenes charlan y dan voces, de pie o sentados en sillas plegables. Corbatas vistosas, tupés y brillantina, americanas con mucha guata en las hombreras, muchachas con rebecas, con medias y calcetines. No ve al Quique ni a los demás, habrán ido al Verdi. Tarda un poco en localizar a Violeta. No es de esas que se quedan al borde de la pista esperando que las saquen a bailar, sumisas o mirando a los chicos con descaro y arqueando la cadera; sabe que alineada con ellas tiene pocas opciones, aunque a juzgar por donde se halla ha renunciado a cualquier posibilidad. Ocupa una silla en la pared del fondo, cerca de una de las salidas al larguísimo balcón, ahora cerrado, y está diciéndole que no a un chico flaco y orejudo plantado chulescamente ante ella con los brazos en jarra. Sujetando los guantes y el pequeño monedero de plexiglás en el regazo, niega con la cabeza una y otra vez, y ni siquiera le mira. Las luces enmarañadas del local no la favorecen nada. Ahora, sin el abrigo, luce una falda plisada color naranja y bastante corta, una blusa malva de satín y una cinta negra y estrecha alrededor del cuello. Antes de quedarse otra vez sola, ya ha visto a Ringo abriéndose paso al borde de la pista, malcarado y esquivo, con la americana sin abrochar y las manos en los bolsillos, el pelo alborotado sobre la frente y la bufanda marrón cruzada sobre el pecho como dos cananas.

– Hola, Violeta.

– Hola.

– ¿Y tu madre?

– ¿Qué…?-ladeando la cabeza para oírle mejor.

– Tu madre. ¿No ha venido contigo?

– ¿Te importa mucho?

– Es que vengo a decirle una cosa… He visto algo muy extraño.

– ¿Ah, sí?

– Sí. Hay que avisar a tu madre enseguida… En serio. ¿Dónde está?

La orquesta toca de forma tan estridente que ahoga sus palabras. Pasea la vista por los alrededores, sin resultado. Recuerda el cachondeo de la pandilla en el Rosales: la madre se queda colgada en la barra del bar y la hija se deja magrear en el balcón o en los lavabos: es pan comido, chaval. Violeta cruza las piernas muy despacio y con la mano recompone aplicadamente un pliegue de la falda plisada. Luego le mira con dureza.

– Quítate la bufanda, ¿quieres? Sólo de verla me da calor. ¿Qué tienes que decirle a mi madre?

– Que alguien ha entrado en vuestra casa. Ahora mismo hay luz en el comedor, se ve desde la calle. ¡Te lo juro! Me di cuenta al salir del bar. Hay alguien dentro, seguramente un ladrón… ¿Dónde está tu madre?

Ella lo mira en silencio, pensativa, sin el menor síntoma de alarma.

– ¿Luz en el comedor?

– ¡Te lo juro!

– ¿Cuándo lo has visto?

– Ahora mismo, hace un cuarto de hora. El tiempo de venir aquí andando.

– ¿Ah, sí?-De nuevo se queda pensando, tranquila y con media sonrisa, mientras endereza otro pliegue en la falda-. ¿Y has venido por eso, porque piensas que hay un ladrón en casa?

– Bueno, a ver, yo sabía que estabais aquí, ¿no? Os vi salir de casa, a ti y a tu madre… ¿Qué quieres que piense, si hay luz y allí no queda nadie?

– Mamá se olvidaría de apagarla.

Ringo se quita la bufanda, coge una silla y se sienta a su lado.

– ¿Estás segura? Alguien ha podido entrar por el balcón, agarrándose a la barandilla… La palma se ha desprendido, está a punto de caer.

– ¿Ah, sí?

– Podría ser que hubiera vuelto, y si no tiene llave…

– ¿Que hubiera vuelto quién?

– El cojo, aquel amigo de tu madre.

– ¡No me hables de ese hombre! ¡Ojalá se haya muerto!

– Pues hay luz en el comedor, Violeta, te lo juro. Tenemos que avisar a tu madre. ¿Dónde está?

– Dónde va a estar. En el bar. -Y mirándole maliciosamente-: Ya entiendo. Quieres que mamá te vea, ¿verdad?, que sepa que has venido… aunque sea con la excusa de haber visto a un ladrón.

– ¿Yo?

– Tú, sí. Porque te hizo prometer que vendrías, ¿crees que no lo sé? Yo los trucos de mi madre me los sé todos.

– ¿Pero qué dices? He venido porque he querido. A mí no me obliga nada ni nadie. Yo esta tarde pensaba ir al cine Verdi, conque ya ves… PonenLa bestia de nueve dedos, ¿la has visto?, va de un pianista al que le cortan un dedo y se convierte en un asesino, por venganza, pero sigue siendo el mejor pianista del mundo… Es Peter Lorre. Iba a sacar la entrada cuando me dije, nano, no está bien lo que haces, deberías ir a avisar a Violeta y a su madre de que alguien ha entrado en su casa.

– No me digas. Pues vale, ya estamos avisadas. Ahora explícame esto: ¿por qué le prometiste a mi madre que vendrías a bailar conmigo, si no te gusta bailar, que yo lo sé?

El porqué de ningún modo piensa decírselo. Él mismo no está seguro. Violeta sonríe burlonamente y añade:

– Pero tranquilo, hombre. No tienes que sacarme, si no quieres.

– Pues claro, qué te crees. He venido por lo que te he dicho -insiste, escrutando el perfil descreído, mientras la orquesta ataca los primeros compases de un mambo que provoca en la pista de baile una explosión de júbilo y chillidos femeninos-. ¿Es que no te importa que un extraño se haya colado en tu casa?

Violeta se vuelve despacio y se encara con él.

– Pero bueno, ¿es que no lo sabes?

– ¿Saber qué?

– ¿De verdad no estás enterado?-inquiere con sorna, mirándole fijamente a los ojos desde muy cerca, como si quisiera hipnotizarle-: ¿De verdad de verdad no sabes nada? No puedo creerlo…

– ¡Te repito que he visto una luz en tu casa! ¡Que me muera aquí mismo si miento!

– Está bien, había luz. Y ahora dime una cosa… ¿Qué hay de tu padre, qué sabes de él?

– Mi padre está en Francia -dice rápido-. ¿Y qué tiene que ver…?

– Pues da la casualidad que tiene mucho que ver. Si yo te dijera que esa luz podría haberla encendido él, ¿me creerías? Porque tiene llave del piso. Mamá se la dio, y últimamente se ha visto allí con tu madre más de una vez, siempre de noche. No me digas que no lo sabías. Listo. -Descruza las rodillas y vuelve a cruzarlas de forma brusca y resolutiva, y por un instante la sugestión del gesto puede más en él que la mal simulada sorpresa por lo que acaba de oír. Enseguida reacciona como pillado en falta y traslada la mirada a las manos que descansan en el regazo. Los dedos largos y delicados, de movimientos pausados y envolventes, juguetean con el monedero de plexiglás-. ¿Por qué se veían en mi casa y como en secreto?, eso yo no lo sé. Pregúntale a tu madre.

– Mi padre está en Francia, te digo. Seguramente con tu tío. Y yo sé por qué…