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– No quiero que me expliques nada -corta Violeta-, no quiero saber nada más. Menos mal que fueron unos pocos días, y casi ni me enteré. Estuvo todo el tiempo encerrado en su cuarto, sólo salía de noche, así que no me preguntes nada, porque no sé nada.

Mueve displicentemente los párpados, un tanto abultados, de espesas y rojizas pestañas, mientras Ringo, un poco aturdido por lo que acaba de oír, todavía está pensando en el balcón iluminado. Así que el Matarratas, de vez en cuando, aún se deja ver por aquí… En cualquier caso lo que ahora importa es que esa luz en el balcón, aunque empieza a no estar seguro de haberla visto, justifica su presencia en el baile, no la puñetera mala conciencia. Lo demás a mí qué hostias me importa. Y obedeciendo a un repentino impulso, desvela un íntimo anhelo, una fantasía que ha tramado secretamente alguna vez.

– Un día me iré a Francia, ¿sabes? Un día mi padre nos mandará llamar a mi madre y a mí, y nos iremos de este culo del mundo para siempre.

Violeta le mira con expresión incrédula.

– ¿Ah sí? Qué bien. ¿Y cuándo ocurrirá eso?

– No lo sé, depende de muchas cosas. -Baja la voz, y, en plan misterioso-: Habrá que esperar, y sobre todo no ir por ahí diciéndolo, ¿entiendes? Mucho ojo. Pero bueno, ya que estoy aquí…

Ya que ha venido, quiere decir, ya que él ha cumplido la promesa y ella está sola y tan disponible, con sus pechitos duros bajo la blusa y sus rodillas de manzana, sentada muy tiesa en la silla y siguiendo el compás de la música con un leve balanceo de la cabeza…

– ¿Quieres bailar?

– Uf. Estoy cansada. Además, a ti no te gusta bailar.

– Bueno, eso depende.

Se ha quitado la bufanda y no sabe qué hacer con ella. Después del mambo, el cantante melódico dirige con la mano los primeros compases de un lento y ladea la cabeza frente al micrófono ahuecando la voz empalagosa.

– El vocalista es una birria -dice Ringo.

– Es muy guapo.

– Tiene cara de cabra.

– Pues a mí me gusta.

– Y el pianista toca con un palo metido en el culo, se cree José Iturbi o algo así… Y mira el batería. Esta orquesta no vale un pito.

– Es la mejor. El mes pasado tocaba en el Salón Cibeles.

Permanecen otro rato callados, mirando las parejas que giran lentamente al borde de la pista. Un chico con una gran narizota y una repeinada cabeza de zepelín se planta ante Violeta con las manos en los bolsillos y la invita a bailar. Es todavía más feo que el otro, piensa Ringo. Ella le dice que no y el chico da media vuelta y se va cabizbajo. De pronto, Violeta le quita a Ringo la bufanda de las manos para colgarla en el respaldo de la silla.

– Qué bien huele esta bufanda -dice-. A café tostado, ¿verdad?

Él se encoge de hombros. La bufanda es una prolongación olorosa de sus noches secretas. Hace apenas doce horas colgaba de una percha en un rincón del tostadero mientras él le daba vueltas a la manivela sentado junto al fuego. Pero con Violeta no quiero hablar de ese fuego ni de esas noches.

– Anda, vamos -dice Violeta levantándose de pronto-. Que mamá vea que has venido. Está en el bar. Vamos, a qué esperas.

– ¡Que no, hostia, que no he venido por eso!

– ¿Ah, no?

– No. En cambio tú… ¿Me dejas que te diga una cosa? Tú no deberías dejarla sola, a tu madre, y menos en el bar. No deberías.

Aplausos para la orquesta. Violeta se queda mirándole, se deja caer en la silla de golpe y suspira cabizbaja, hociqueando en su propio descontento.

– Ya lo sé -dice con la voz repentinamente deprimida-. Pero es que no hay manera… Nada más llegar hemos vuelto a discutir, para variar. Se queda en el bar y no hay quien la saque de allí. Se ha quemado la mano con el cigarrillo y dice que ha sido un chico que estaba a su lado, que ella no ha sido, de ningún modo… Que estuvo a punto de caerse porque el chico se estaba burlando de ella y de mí. Seguramente se mareó. Siempre le pasa algo. Últimamente parece el pupas. Y es que, de verdad, no está bien, nada bien… ¿Y sabes por qué? ¡Todavía espera noticias del futbolista! ¡Mira si llega a ser boba!

– ¿Qué futbolista…?

– El cojo, quién va a ser. Ese viejo que dice que se rompió la pierna hace años, el señor Alonso -añade con la voz destemplada-. Menudo cuento se lleva con la pierna. Y eso de una carta, que la señora Paquita le contó a mamá, otra mentira del cojo. Seguro que nunca pensó en escribirle ni una postal.

– ¿Una carta?

– No me digas que no lo sabes. ¡Si es la rechifla en todo el barrio!

La orquesta sigue con boleros. Ringo se mira las manos, pensativo.

– Sí, bueno, algo he oído… ¿Qué crees tú que le diría el señor Alonso en esa carta?

– Vete a saber. Mentiras para hacer las paces, para volver a verla… Dios no lo quiera. Cada día que pasa, mamá está peor. Ya no sé qué hacer. Es como… como una enfermedad. El otro día discutió con la señora Grau, la llamó cotilla y la insultó, le dijo que estaba metiéndose en lo que no debía, y la mujer se vistió y se marchó furiosa y sin pagar. Seguro que no vuelve. Y no es la primera vez que pasa una cosa así… Habría que hacer algo, ¿sabes? Alguien debería decirle que este hombre está casado, por ejemplo, porque seguro que está casado, y con hijos, ocho hijos por lo menos. Y que estuvo en la cárcel… ¿Sabías que estuvo en la cárcel?

– No.

– Pues sí. Cuando conoció a mamá no tenía donde caerse muerto, acababa de salir de la Modelo o de un campo de concentración…

– ¿Cómo lo sabes?

– Le regaló a mamá un anillo muy bonito que él mismo había hecho con un hueso de cordero, o de no sé qué. Todos los prisioneros lo hacen. El tío Ramiro, antes de irse a Francia, también hacía anillos de hueso con una lima cuando estaba en la cárcel. Se lo recordé a mamá, pero no quiso escucharme. A mí nunca me escucha. Pero alguien debería convencerla de que este hombre es un presidiario…

– ¿Y por qué estuvo preso?

– ¡Qué más da! Por ladrón, o estafador, o estraperlista. Vete a saber. Sobre todo por rojo.

– No es lo mismo.

– Bueno, más o menos. -Violeta se encoge de hombros-. El caso es que es un embustero, un gorrón y una mala persona. ¡Mira que enredarse con un hombre así! ¡Es todo lo que papá odiaba! Un perdulario, un malhechor, un puñetero rojo…

– Pero no es una mala persona, Violeta. No lo es.

– ¿Tú qué sabes?

– Si le dices eso a tu madre, le causarás un gran disgusto.

– Bueno, y qué. Que sufra un desengaño. Porque, a ver, ¿quién es, de dónde ha salido ese individuo, por qué se nos metió en casa…? Seguro que es un barraquista. Juraría que vive en una barraca de Montjuich, por ahí por Can Tunis, o peor aún, en el Campo de la Bota. Una señorita catequista de Las Ánimas que va mucho al Somorrostro por obras de caridad lo vio un día con una pandilla de chicos jugando al fútbol en la playa, allá por las barracas de Pequin. Eso no se lo he dicho a mamá, sería capaz de ir a buscarlo en aquel basurero… ¿Tú has ido por allí alguna vez? ¡No hay más que ratas y mierda! Pero claro, el farsante nunca lo admitirá… ¿Cómo es aquello de antes se coge a un mentiroso que a un cojo? Pues mira, no es verdad.

– ¿Y qué piensas hacer?

– Me gustaría convencerla de que este hombre nunca volverá, y tampoco le escribirá ni nada de eso. Que se ha ido a trabajar al Brasil, por ejemplo, bien lejos, y que no piensa volver… Podrías decírselo tú. Decirle que viste cómo un día se despedía de todos en el bar.

– Eso es mentira. ¿Por qué no se lo dices tú?

– A mí no me creería. Desde el día que riñeron y lo echó a la calle, mamá no se cree nada de lo que le digo.

– ¿Y eso por qué?

Violeta calla y se queda mirando con ojos fríos las parejas que abarrotan la pista, las cabezas girando rendidas y sumisas al ritmo lento de melodiosos boleros.