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– ¡Gggaaarrggg…! -gargajea hastiada-. Porque ella es así.

Aquí, esperando sentada que la saquen a bailar, bajo esta luz cruda y mecida por esta música insinuante, el desajuste entre sus piernas bonitas y su cara feúcha es más chocante y desalentador. Pero cuanto más llamativo es el desarreglo, más persistente es la atracción. Tal vez por ello, decide probar suerte otra vez:

– ¿Qué? ¿Bailamos?

Violeta hace un vago gesto con la cabeza que tanto podría querer decir que sí como que no, y se queda pensando unos segundos antes de contestar.

– No.

De nuevo se entretiene manoseando el monedero y corrigiendo los pliegues de la falda, moviendo los dedos con rapidez y delicadeza. Y de pronto se levanta.

– Bueno, sí -concede desdeñosa-. Porque has venido por eso, ¿no?

Con sólo rodear su cintura, rozando apenas con los dedos el suave repliegue de la espalda debajo de la blusa, la mano adivina el vigor de las nalgas poniéndose en movimiento. Incluso el dedo amputado detecta ese leve respingo que alegra el corazón. Ella ofrece la mano derecha alzada, húmeda y cálida, y, con los primeros pasos, él cierra esa mano con la suya y la retiene en su pecho propiciando la fricción más o menos casual. La otra mano de la muchacha descansa sobre su hombro, rozando la nuca, pero sujetando el pequeño monedero y los guantes y por tanto sin posibilidad de respuesta efusiva. Aun así, aun estirando ella el cuello y apartando la cara, él constata la docilidad del cuerpo dejándose atraer inmediatamente. Violeta le entrega el muslo izquierdo y lo mueve entre los suyos, aprisionado como sin querer y siempre un poco retardado con respecto a sus evoluciones, y él convoca la cálida oleada de la sangre en las ingles: necesita creer que está aquí por eso, por estos achuchones, que ha venido sólo a eso, ¿a qué si no, Quique, Roger, Rafa, muchachos, qué otra cosa podía traerle aquí, qué otro sentimiento podía llevarme a complacer a una cacatúa que busca novio para su hija?¿A qué podría venir uno sino a restregar el boniato en estos muslos, aunque sólo sea para verificar una vez más que a Violeta le da igual, que no responde a ningún estímulo, que no parece enterarse de la calentura de uno y que, con la mayor indiferencia, se pone a tararear la canción al compás de la orquesta, ajena por completo al sigiloso ritual de maniobras en su entrepierna y con la misma flojera en el cuerpo que el año pasado en el baile de la fiesta mayor?

Al cabo de un rato, resentido ante la falta de respuesta, acerca la boca a la oreja sorda:

– Oye, Violeta, explícame una cosa. Cuando aquel follón de tu madre en mitad de la calle, el verano pasado, tú estabas en casa, ¿verdad? Oí cómo tu madre se lo decía a la señora Paquita… ¿Cómo no bajaste a ayudarla?

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Te importa mucho?

– Me importa un rábano. Pero a ver, tu madre allí tirada, y tú ni siquiera te asomaste al balcón.

– De eso no me enteré. Estaba en la cama con un chichón en la cabeza.

– ¿Un chichón?

– Me había caído en el baño. Menos mal que llevaba la toalla liada a la cabeza, que si no…

– Pues alguien quería ir a buscarte y tu madre dijo que no estabas en casa, que habías ido a la playa con una amiga. ¿Por qué mintió?

– No sé… No quiso que yo la viera en aquel estado, supongo.

El vocalista melódico canta con sus labios de pez pegados al micrófono y su voz nasal sale por los altavoces convertida en chatarra.Cabaretera, mi dulce arrabalera. De vez en cuando, en los pasos hacia adelante, en su afán por arrimarse a ella, Ringo anticipa torpemente la pierna y no puede evitar el pisotón. Piensa un poco en mis pies, murmura ella burlonamente. Pero el patoso no puede pensar en sus pies, porque la está viendo en el cuarto de baño con la toalla liada a la cabeza a modo de turbante y mirándose desnuda en el espejo, antes de resbalar; porque la está viendo en el suelo y está considerando la turgencia de la entrepierna que ahora presiona suavemente contra el muslo sin conseguir nada, sin recibir la menor señal de complacencia por parte de ella. Es como refregarse cariñosamente contra un saco de patatas.

– Vaya con la mosquita muerta -masculla-. Así que ese día, cuando tu madre y el cojo tuvieron la bronca, estabas allí… ¿Qué pasó? ¿Por qué riñeron?

Ella no responde y rinde la frente sobre su hombro. Por una tontería, dice al cabo de un rato, tenía que ocurrir, y yo me alegré, y se aprieta contra él rodeándole el cuello con el brazo, aplasta la boca en la solapa de la americana y farfulla algo que no se entiende, pero que suena como una palabrota, seguida de un balbuceante rosario de reproches: fue un malentendido, una burrada de mamá, una pifia de la que no se ha repuesto todavía, pero de la que me alegro. Lo cuenta en un tono desabrido y monótono, como si lo estuviera leyendo en la solapa con cierta dificultad, con muchas pausas y vacilaciones: si ese domingo hubiese ido a la playa con su amiga Merche, tal como había planeado, si la señora Terol no tuviera celulitis y mamá no hubiese ido a visitarla, si aquel hombre no se hubiera quedado en casa a esperarla, si me hubiese duchado media hora después… Una breve relación de hechos encadenados por una fatalidad. Una voz extraña bajo un rumor de lluvia. Ringo cierra los ojos para verla mejor: detrás de las mortecinas palabras hay un cuarto de baño coqueto y ella está mirándose desnuda en el espejo mientras se lía la toalla a la cabeza. Descalza, mojada todavía, se inclina y luego se yergue bruscamente con el turbante ya puesto. Se confirman los pechos pequeños y las caderas sobradas. Al ir a coger el albornoz resbala y cae de espaldas golpeándose la nuca con el borde de la bañera. Pudo ser peor, dice, el turbante atenuó el golpe, pero aun así se me nubló la vista y me quedé casi sin voz. En ese momento aquel hombre estaba en el comedor poniendo la mesa, le gustaba ayudar, lo hacía siempre que se quedaba a comer de gorra, y debió de oírla gritar. Acudió y la cogió en brazos, la tapó con el albornoz, la llevó a su cuarto y la tendió en la cama turca, pero de todo eso ella se entera un poco después.

– No digo que me tocara, ¿eh? Pero quién sabe…

– ¿Sí? ¿Por qué lo dices?

– Quiero decir tocarme de esa manera, ya sabes. Si lo hizo, no me enteré, no me di cuenta.

– ¡Hala! Una chica siempre se da cuenta de eso.

¿Cuánto tiempo ha pasado?, se preguntaría al volver en sí. Y no afirma que la tocara, eso no, pero de pronto se encuentra tendida en la cama, mal tapada y medio atontada todavía, sólo con la toalla como turbante, y, claro está, indefensa. ¿Cuánto tiempo ha estado así?, y él tratando de reanimarla con unos cachetes y llamándola, Violeta, niña, y de todos modos esta voz y estas manos queman, y ella qué podía hacer si no era capaz de reaccionar, si no sabía lo que estaba pasando, si ninguno de los dos oyó la puerta del piso ni los pasos en el corredor, hasta que la vimos parada en el umbral del cuarto con su bata blanca y su neceser con sus cremas y potingues…

Le gustaría verle la cara mientras la escucha, ya que la voz, extraña y ahogada al mantener la boca pegada a su pecho, no deja entrever ningún sentimiento. Acto seguido afloja el brazo alrededor del cuello y levanta la cabeza. Ha sido como soltar una confidencia de manera abrupta y rápida, y como si hubiese necesitado refugiarse en él para hacerlo, escondiendo la cara y tomando prestada otra voz.

– Él quiso explicárselo -añade-. Aunque no se esforzó mucho, la verdad. Pero mamá no le escuchó, y le dijo cosas terribles. Terribles. Que se fuera de casa y no volviera nunca más. Lo abofeteó y le tiró a la cabeza todo lo que había en la mesa, platos y vasos y una botella, todo lo que él había dispuesto para comer los tres. Lloraba sin parar y de pronto salió a todo correr por el pasillo y se fue escaleras abajo… Y él recogió sus cosas y también se fue. Pensé que iba tras ella para hacerla volver y convencerla, pero qué va. Se las piró totalmente y para siempre.