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– ¿Y tú qué hiciste?

– Nada. Me encerré otra vez en el baño, y me callé.

– ¿Te callaste? ¿Por qué?

– Porque en el fondo me alegré de que se fuera. Porque de todos modos la habría dejado. Por eso.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque ya no la quería. Ella no se daba cuenta, pero yo sí. Llegó a decirle: prometo perdonarte, y te escribiré, o algo así le dijo, pero aprovechó la ocasión para dejarla plantada. -Calla un rato y luego añade-: Todo esto te lo he contado para que veas que no te engaño. Para mamá aquello fue terrible.

Y no quiere entenderlo, además, añade con desgana, la voz enredada en una rencorosa complacencia, esta mujer no puede o no quiere entenderlo, siempre fue así, confía demasiado en los demás y la engañan y nunca escarmienta, es puñeteramente tonta y cándida, siempre andará buscando alguien que la mime y la proteja, alguien que sea amable y atento con ella. Siempre estuvo necesitada de eso, y por eso precisamente ha acabado perdiendo la autoestima. Desde hace tiempo papá es apenas un recuerdo en su memoria, un recuerdo no muy grato, así que su único pensamiento es para este hombre. Los primeros días, después que este sinvergüenza la dejó, decía cosas imposibles de soportar.

– ¿Sabes qué dijo un día? Dijo que lo peor de todo, lo que más le había dolido, no fue que yo estuviera medio desnuda en la cama y él casi encima, sino verme con su toalla en la cabeza, ¡porque era su toalla, la que usaba él! ¡Para que veas hasta qué punto llegó a perder la chaveta! Porque la toalla era mía, siempre lo fue.

Suena un lento, pero él no escucha ni sigue ningún ritmo, sólo gira lentísimamente, empujando con la pelvis, excitándose a ratos. Esta chica ya traga, seguro, le dijo Roger un día que miraban a Violeta saliendo del bar con una botella de vino y un sifón. ¿Cómo se puede saber si una chica ya lo ha hecho?, había preguntado él, y rápido el Quique respondió por Roger: Fácil, chaval, se nota por sus ojeras y por su manera de caminar, van tiesas, como si se hubiesen tragado una escoba.

– Patoso -susurra Violeta, sintiendo la mano resbalando poco a poco por su espalda, muy abajo, los cuatro dedos tanteando como al descuido el remonte inicial de la nalga-. Y esta mano más arriba, por favor. No creas que me da grima porque le falte un dedo, no es por eso…

– Claro. ¿Salimos al balcón?

– ¿Con el frío que hace? No, gracias. Déjame ver. -Le coge la mano y la levanta hasta su pecho, y, sin dejar de bailar, examina atentamente el muñón-. ¿Puedes abrocharte la camisa con esta mano? ¿Puedes coger bien la cuchara, puedes peinarte?

– Esta mano puede hacer cualquier cosa. Hasta puede coger esto, mira.

Los cuatro dedos se liberan de la mano de Violeta y reptan como una tarántula por la botonadura de la blusa, se desplazan a un lado y apresan el pecho izquierdo con delicadeza. Sin presionar, ahuecando la mano. Ella le dedica una mirada expectante, animada súbitamente por una luz apacible, y se aparta con suavidad, coge de nuevo la mano mutilada y tira de él dando media vuelta y tratando de abrirse paso entre las parejas que bailan embelesadas. Ringo se deja llevar, pero la pista está abarrotada y, ante las dificultades, decide tomar la delantera y la iniciativa. Avanza a empellones y con dificultad, y enseguida siente a Violeta abrazada a su espalda, como un náufrago. Aún no han salido del tumulto y ya se ve con ella en el balcón, a pesar del frío, solos y en lo más oscuro, besándose…

– Vamos un momento a ver a mamá -dice Violeta cuando logran salir de la pista.

Ya no está en el bar. El encargado, un hombre de mediana edad, cachazudo y atento, dice que se ha ido hace más de media hora, poco después de discutir en la barra con un chico que calzaba botas de futbolista en lugar de zapatos, el muy gamberro. ¿Por qué discutieron? No sabe cómo empezó, no estaba al tanto, parece que hizo un comentario sobre las botas que no gustó al chico. Seguramente ella sólo quería ser amable, bromear un poco, ya sabemos cómo es Vicky, pero este chaval es un tarugo, le conozco, tiene mala hostia. Dijo que había ganado un balón de fútbol y unas botas en una tómbola parroquial y que había hecho una apuesta con un amigo: venir a bailar con las botas puestas. Se estaba pitorreando de ella, pero ella no se daba cuenta, sólo parecía interesada en saber en qué parroquia había conseguido esas botas. Parecía obsesionada. Insistió tanto en saberlo y suplicó de tal modo que finalmente el chico, para rematar la burla, acabó por darle unas señas confusas, allá por la Barceloneta. Era para no creerle, pero ella le creyó.

– Y después de eso se fue. Me dijo que te verá en casa, y que se iba tranquila porque te veía bien acompañada…

– ¿Ha quedado a deber algo, señor Pedro?-pregunta Violeta.

– Nada.

– Seguramente se aburría -comenta Ringo-. Y se ha ido por eso.

– Nunca lo había hecho. Me va a oír.

– Bah. Estará en casa cuando llegues, ya verás…

– No puede entrar. La llave está en mi bolso. -Tantea su mano con la suya, se la aprieta-. ¿Vienes conmigo?

Son poco más de las siete cuando salen, pero ya es noche cerrada y empieza a lloviznar. Caminan hombro con hombro por las calles estrechas y mal alumbradas de Gracia. Ringo sugiere que seguramente su madre la estará esperando en la taberna, charlando con la señora Paquita; o a lo mejor se le ha ocurrido visitar a alguna de sus amigas o clientas. En todo caso no andará lejos y volverá pronto a casa, adónde va a ir si no. Pero Violeta permanece largo rato callada. Luego habla como pensando en voz alta: Ahora tiene poco trabajo, pero tampoco necesita mucho, estamos cobrando una buena pensión por lo de papá, y además yo me pondré a trabajar enseguida, el mes que viene. Contenta, empieza a zigzaguear repentina y caprichosamente delante de él, casi bailando, buscando refugio bajo los balcones para evitar la llovizna, parándose de vez en cuando y consintiendo algún arrumaco. En un portal oscuro de la calle de la Perla se deja besar sin oponer resistencia, como dormida. Cinco minutos después, de espaldas contra el muro del jardín del colegio de los Salesianos, en la plaza del Norte, bajo el húmedo entramado de una buganvilla empapada, se deja levantar la falda y él se desabrocha la bragueta precipitada y temerariamente, pero en ningún momento obtiene de ese tosco y desesperado fregoteo algo más que un consentimiento pasivo. Sus manos porfían durante un rato con los pechos, hasta que se siente otra vez como si se encaramara a un saco de patatas y opta por dejarlo cuando ya nota en el hombro la presión de la mano enguantada y disuasoria. Ni siquiera se ha alterado su respiración. Nunca lo había hecho, la oye susurrar, pero es posible que se refiera nuevamente a su madre.

Al acercarse al Rosales, Ringo se adelanta y entra en el bar. Están los habituales de las tardes del domingo y el ambiente es cálido y acogedor. La señora Mir no ha vuelto. Al fondo, el tabernero parece muy entretenido ajustando un muñeco en una de las barras del futbolín. No, no han visto a Vicky desde que se fue al baile, dice la señora Paquita. ¿Ocurre algo? Nada, señora Paquita. Él recoge el libro que dejó al irse y da las gracias. Se escabulle hacia la puerta y desde allí, volviéndose, se dispone a añadir algo cuando advierte la mirada pícara y elocuente de la tabernera, que contiene la risa:

– Chato, lleva más cuidado o se te va a escapar el pajarito.

¡Oh, mierda! Se revuelve y se abrocha apresuradamente antes de salir a la calle. Habría jurado que lo hizo con la mayor rapidez y discreción después que Violeta, de espaldas contra la tapia, mirándole a los ojos con repentina dureza, se cerrara de piernas y lo rechazara con mano suave pero decidida. En vista del persistente infortunio con la bragueta, está por creer que se trata de una maldición gitana. ¡¿Por qué me han de pasar estas cosas?!

– No está -le dice a Violeta, que lo ha esperado en la acera-. Y no la han visto. Pero no te preocupes, no tardará en volver, ya verás. Seguro.