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Intenta cogerle la mano, pero ella simula no darse cuenta. Ocultando el gesto, mientras la acompaña calle arriba hasta su casa, recorre con el dedo fantasma todos y cada uno de los botones de la bragueta, porque de repente cree tenerla abierta otra vez, y hasta siente que se le mete dentro el frío de la noche. Ahora el balcón de la señora Mir no deja entrever ninguna luz interior. Cuando ya casi llegan al portal, empieza a llover con cierta intensidad. Violeta se adelanta corriendo, abre la puerta de la calle y se escabulle en el zaguán, y él, sorprendido, se queda inmóvil y callado en la acera, escrutando las sombras al pie de la escalera. Mientras hurga en el monedero buscando la llave del piso, antes de empezar a subir a toda prisa, ella se vuelve y le dedica una sonrisa triste y fugaz.

Pero aunque la sonrisa hubiera significado otra cosa, tampoco habría ido tras ella. Y ahora sabe de cierto por qué permanece aquí, en medio de la calzada y bajo la lluvia, hasta ver encenderse la luz en el balcón para acto seguido cobijarse en el portal con las manos en los bolsillos, decidido a esperar. Ha dejado el portal abierto para su madre, piensa, no para mí. La calle está desierta y las farolas son grumos de algodón amarillento y emborronado suspendidos en la oscuridad. A lo largo de casi una hora sólo acierta a pasar un taxi con un rumor de seda rasgada sobre la calzada y un solo faro encendido que alumbra ráfagas de lluvia y también, súbitamente, un recodo de la memoria tan frío y tan poco acogedor como este portal. Frustrado y con los pies chapoteando dentro de los zapatos, en este momento se siente muy poco dispuesto a aceptar ningún otro signo misterioso que pretenda orientar su vida, pero tan sólo unos minutos después, cuando decide trasladar la vigilancia al Rosales y corre hacia allí con la bufanda sobre la cabeza, comprueba la terca persistencia de los signos, pues el aroma de la lluvia en la cara mientras corre parece empeñado en seguir siendo, como cuando era niño, una promesa de futuro.

Se sienta a su mesa y frota con la mano el cristal empañado de la ventana. En la mesa contigua el señor Agustín está comiendo una tortilla de espárragos trigueros y juega a las damas con un parroquiano. Mientras él escurre el agua de la bufanda, la señora Paquita sale de la cocina llevando un cuenco de ensaladilla rusa y se para a su lado con una sonrisa burlona: -¿Quién es ese Romeo atontolinado que se queda bajo la lluvia mirando embobado a una chica? Servidor, señora Paquita. Tienes las orejas mojadas y te caes de sueño, deberías irte a casa y cambiarte de ropa. La escucha medio dormido. Estoy bien, señora Paquita. Te he visto haciendo el ganso ahí afuera. ¿Esperabas que Violeta saliera al balcón, o querías coger una pulmonía? Eso, quería coger una pulmonía, señora Paqui. Tu madre te estará esperando para cenar. Mi madre tiene turnos de noche hasta final de mes, en casa no me espera nadie. La tabernera le da la espalda y se aleja, deposita la ensaladilla en la mesa de su hermano y regresa con los brazos en jarras, tomarás un vaso de leche caliente. No quiero leche, gracias. Pues un cacaolat. Mejor un coñac doble, señora Paquita, así me emborracho más deprisa. ¡Oye, oye, no te hagas el gracioso conmigo! Vaya una calamidad de chico, mira cómo te has puesto, mira esta bufanda, mira estos zapatos, y él, con voz débil y desganada, estoy bien, señora Paqui… La mujer ya está detrás del mostrador, donde abre un botellín de cacaolat y lo vierte en un vaso, lo calienta en el chorro de vapor de la cafetera, le echa un poco de coñac de una botella y vuelve.

– Lo hemos alegrado un poquito. -Deja el vaso sobre la mesa-. Te lo bebes y pitando para casa -ordena antes de volver a la cocina.

Bebe adormilado y medita. ¿Quién es el gilipollas que baila con un saco de patatas sólo porque su madre se lo pide por favor? Servidor y picapedrero, hostia. De vez en cuando frota el cristal empañado con la mano, vigilando el portal de la señora Mir. Ha amainado, y ahora persiste una llovizna. Por fin, hacia las nueve y media, la distingue subiendo trabajosamente en medio de la calle, pisando con cautela destellos fugaces y afilados reflejos igual que cristales rotos en el asfalto húmedo. Avanza encogida y trastabillando sobre los altos tacones, la falda mojada pegada a los robustos muslos y cubriéndose la cabeza con el chaquetón de pieles chafadas por la lluvia, perladas de lucecitas goteantes al pasar por debajo de la farola, como si la pelambre cobijara luciérnagas. Al llegar al portal se para y parece dudar, mira a un lado y a otro y permanece un rato inmóvil con la cabeza gacha. Parece un gran pajarraco de papel desinflado y chorreando agua. Con la barbilla clavada sobre el pecho, da un paso adelante y dos atrás, sacude el chaquetón y se queda parada otra vez. Cuando finalmente se decide a entrar, Ringo cierra el libro, se levanta de la mesa y se asoma a la cocina para anunciar con voz segura y fuerte:

– Me voy, señora Paqui. Gracias y buenas noches.

– Adiós, tontaina.

14 Palabras rescatadas

Dice el señor Carmona que la encontró recostada en la escalera, en el rellano del segundo piso, con la ropa mojada y la cabeza apoyada en el peldaño más próximo a la puerta de su propia casa. Estaba amaneciendo y había poca luz, tropecé con ella y casi ruedo escaleras abajo, explicó en la taberna. Daba grima verla allí tirada, hasta pensé que estaba muerta. Se había quitado los zapatos, tenía las medias rotas en las rodillas y churretones de pintura en la cara, blanca como el papel. El señor Carmona trabaja de estibador en los muelles y cada día sale de casa muy temprano. Dice que tocó el timbre hasta despertar a Violeta, que abrió sobresaltada y enrabietada con su madre, y entre los dos trataron de reanimarla y la entraron en casa.

Así pues, deduce Ringo, no llamó a la puerta y se quedó allí tirada; estaría borracha y no acertó con el timbre, o se sentía tan avergonzada que no quiso que Violeta la viera así; o quizá sí llamó, pero su hija ya dormía y no pudo oírla. ¿Cómo no la esperó despierta, sabiendo que no tenía llave del piso? Pero no desea hacerse más preguntas, prefiere pensar en otra cosa o dormitar sobre sus partituras y su libro. El trabajo nocturno y clandestino en el tostadero le tiene sumido en una especie de duermevela todas las mañanas, matando las horas en la mesa del Rosales.

Quince días después sabrá que la incursión nocturna de la señora Mir ha sido el inicio de un rosario de sobresaltos para Violeta, la primera de una serie de escapadas sin avisar y de caprichosos vagabundeos más allá del barrio, mientras el descuido de su persona y de la casa, el culto a la soledad y al desamparo y el paulatino abandono de sus pacientes, iniciado unas semanas antes, había empezado ya a no tener vuelta atrás. Un domingo soleado a mediados de febrero salió de casa a primera hora y no se presentó a comer. Por la tarde, después de buscarla en algunas tabernas del barrio, incluso en el bar del Salón Cibeles y en el de La Lealtad, Violeta supo por la peluquera Rufina que la habían visto de buena mañana remontando como sonámbula la carretera del Carmelo. Anochecía cuando su hija la encontró en la ladera oriental de la Montaña Pelada, sentada en los tres peldaños de la escalinata trunca labrada en la roca. Sujetando con fuerza su capacho lleno de espliego reseco, miraba con mucha atención unas volutas de humo negro subiendo hasta el cielo desde las miserables techumbres de las chabolas del Carmelo, y no quería levantarse. Se mostró lúcida y tranquila, dijo que había subido a buscar flor de saúco.

– Me ha prometido no volver a escaparse, señora Paqui -dice Violeta mientras se toma un café con leche en la barra del Rosales-. Ahora está en la cama. La abuela Aurora vendrá a verla esta tarde o mañana… No creo que se mueva, pero si usted o el señor Agustín la ven salir de casa, me mandan aviso al hospital, por favor -y mirando a Ringo parece incluirle en la petición.

Encontrarse a Violeta en la taberna, y verla además charlando amistosamente con la señora Paquita, es toda una novedad. Lleva un jersey blanco de cuello de cisne y un abrigo que le queda corto, el pelo recogido en un moño, zapatos y medias blancas y una bata nueva de enfermera doblada en el brazo. La tabernera la escucha con expresión apenada, pues ve llegar calamidades sin fin para esta chica: no tiene más familia que su padre y su madre y la abuela paterna -que desde hace años no quiere saber nada de su hijo Ramón-, y puede sentirse muy sola.