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Él en cambio no sabe qué pensar; sumido en otra de las hipnosis que le provoca la muchacha, la mira y la remira y no acaba de ver a la misma Violeta que hace apenas quince días se dejó levantar la falda y acariciar las nalgas debajo de una buganvilla cuajada de lluvia. Agazapado detrás del libro, parapetado una vez más frente a una realidad voluble e inaprensible, cree percibir en ella un perfil repentinamente adulto, como si el nuevo trabajo y las preocupaciones que vive estos días hubiesen acelerado su paso de muchacha a mujer. Con una vaga sensación de pérdida, la mirada desciende hasta las piernas enfundadas en medias blancas y considera la quietud formal de las pantorrillas juntas, dóciles y maduras, y se pregunta por qué el aroma de sus cabellos mojados persiste en el recuerdo con más intensidad que lo demás, y por qué ese aroma es más punzante que el deseo, por qué ahora al hablar con la tabernera deprisa y bajando la voz, reprimiendo mal un sentimiento de hostilidad más afilado que de costumbre, o mientras escucha algún consejo ladeando la cabeza y ofreciendo el oído bueno con aire displicente, por qué de repente esta chica parece tener más de dieciocho años. A él apenas le ha prestado atención, pegado como está al zócalo igual que una sombra, una más entre esa penumbra de la taberna, tan cotidiana y familiar que es casi un estado de ánimo.

– Ten un poco de paciencia, Violeta, y verás como todo se arregla -dice la tabernera-. Nos tienes aquí para lo que haga falta.

En tono seco, como queriendo dejar sentado que no está aquí por gusto, Violeta informa a la señora Paquita: desde hace tres días está trabajando de enfermera en el hospital del Mar gracias a la recomendación de la madre Josefina, una monja amiga de su madre, tiene un contrato laboral renovable cada seis meses y está contenta porque, los ratos que las labores de asistencia a los enfermos la dejen libre, podrá atender a su padre, que sigue ingresado en el hospital. Además, a pesar de todas las dificultades, sigue con los cursillos y aspira a trabajar en el quirófano como enfermera instrumentista.

Consciente de lo que se le viene encima a la muchacha, la señora Paquita reitera su apoyo.

– Estaremos al tanto, vete tranquila. ¿Quieres que te traiga algo del mercadillo?

– Hoy no hace falta. Pero esta noche le dejaré las cartillas de racionamiento, y si me hace usted el favor…

– Pues claro. Cuanto menos salga tu madre a la calle, mejor. ¿Quieres que luego me acerque a verla, por si necesita…?

– Ahora no quiere ver a nadie -corta Violeta. Termina su café con leche y hurga en el monedero-. Bueno, me tengo que ir.

– Pobre Vicky, es terrible lo que le ocurre. Mira que se lo venía diciendo. La de veces que he discutido con ella por esa cosa tan tonta…

– Se le pasará. -Y de nuevo con ese aire de suficiencia-: Pero si se escapa otra vez, ahora ya sé adónde ir a buscarla. Voy a llegar tarde al trabajo. Adiós.

Cada mañana, desde ese día, saliendo de casa temprano para coger el tranvía 39 que la lleva al hospital del Mar, Violeta para unos minutos en la taberna para confiarle a la señora Paquita las últimas novedades y algún encargo, y allí está siempre él, invariablemente solo y volcado sobre un libro, con su aroma a torrefacto, su incurable somnolencia y su resquemor, preparado no sabe todavía para qué. Algunos días Violeta le dice hola y poco más, y otros parece no verle siquiera. Ella se toma su café con leche deprisa, responde en voz baja a las preguntas de la tabernera y se va. Si está el señor Agustín, se muestra discreta. Su frialdad y su autocontrol se harán más evidentes conforme pasen los días y su madre vaya acelerando su pulsión autodestructiva, resbalando cada vez más hacia un desengaño todavía no asumido ni consumado.

Desde la primera escapada, desde la noche que la sanadora se acostó borracha en la escalera, Violeta parece tenerlo muy claro: un sistema de referencias ha trastocado la vida de su madre, apoderándose de su voluntad, pero ella conoce las coordenadas de esa voluntad, y mediante un secreto entramado de asociaciones adivina sus vagabundeos en los escenarios que fueron predilectos, y allí es donde hay que ir a buscarla: la entrada lateral del parque Güell y el descampado de enfrente, la ladera sur de la Montaña Pelada, las cercanías del Cottolengo y la sinuosa carretera del Carmelo, sobre todo en su tramo último y más alto, el que va de la calle Pasteur a Gran Vista e incluye el predilecto bar Delicias, donde podría pasarse horas bromeando con viejos andaluces, trasegando coñac de garrafa y esperando conocer a alguien que tal vez sabría de alguien que podría conocer… La paranoia y la fabulación la llevan a veces a abordar a desconocidos y a emprender amables requisitorias en peñas deportivas y centros parroquiales, esperando obtener alguna referencia sobre el paradero del ex futbolista o ex tranviario Abel Alonso, generoso mentor y entusiasta entrenador de agrupaciones juveniles marginales, ligeramente cojo pero de buena presencia, que al parecer ha vivido o podría estar viviendo todavía por aquí. La indumentaria un tanto estrafalaria, el maquillaje cada vez más fantasioso y una cortesía risueña que suele derivar en un galimatías verbal y alcohólico hacen que algunas personas la compadezcan o se burlen de ella, pero no parece importarle mucho. Siempre lleva consigo el capacho con manojos de hierbas. Si aparece Violeta, se coge de su brazo y se deja llevar a casa sin una queja.

La mañana del sábado 23 de febrero la señora Mir estuvo atendida por su suegra, una anciana pequeña y malcarada que se dejó ver en la taberna comprando un cuartillo de coñac. No quiso darle a la señora Paquita ninguna explicación sobre el estado de su nuera, ni para quién era el coñac. Se fue antes del mediodía, dejando aviso en el bar de que se iba a su casa de Badalona, y poco después la señora Mir estaba podando pacientemente unos geranios en el balcón de su casa, en bata y zapatillas, sin pintar y embozada en una gruesa bufanda. Pero ese mismo día, a primera hora de la tarde, nuevamente emperifollada y rubicunda, con sus gafas de sol de montura blanca, sus sonoros brazaletes y su capacho de palma para hierbas, la ven salir de casa y remontar la calle trabajosamente hasta encontrarse de cara con la señora Grau, que luego explicaría que al verla le dio tanta pena y tanta lástima que intentó convencerla para que volviera a casa, sin conseguirlo. La señora Mir ni siquiera la miró, siguiendo su camino calle arriba hasta desaparecer en la Travesera de Dalt.

Al atardecer, Violeta se acerca a la taberna a preguntar si han visto a su madre. Desde el umbral, manteniendo la puerta vidriera abierta, su mirada indolente busca a la señora Paquita, que no está en el local. El señor Agustín, agachado frente a un barril, llena botellas de vino con un embudo, y en la mesa del fondo cuatro viejos muy parlanchines juegan al julepe. No, a su madre no se la ha visto por aquí en todo el día, dice el tabernero. Acto seguido Ringo nota la mirada de la muchacha interrogándole también a él, y hace un gesto negativo y tristón con la cabeza. Está sentado a su mesa con la americana sobre los hombros, la sien apoyada en la pared y los ojos vencidos por el sueño; los cierra, pero después de un rato sabe que ella sigue todavía allí, sujetando la puerta y mirándole. Hasta que le llega su voz ligeramente afónica:

– ¿Estás dormido, niño?

– ¿Yo?-Endereza el cuello-. Qué va. Estaba pensando en ti.

– Sí, que me lo voy a creer.

No se decide a entrar, juega moviendo la puerta.

– Mi madre se ha escapado otra vez.