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– ¿Quieres que te ayude a buscarla?

Violeta se muerde el labio y se queda pensando.

– Aún no son las seis, y ya es de noche. Ahora oscurece pronto.

Ringo tarda un poco en reaccionar:

– Pues sí. ¿Y no te da miedo ir sola…? ¿Adónde vas a ir, tú sola?

– No sé, por ahí.

– Bueno, ¿quieres que vaya contigo, sí o no?

Ahora sus miradas se tropiezan.

– No, gracias.

– Vale. Mejor. Mi madre tiene otra vez el turno de noche y he de acompañarla, y luego he de hacer varios recados… La verdad es que tampoco podría. -Se incorpora despacio, con las greñas tapándole los ojos, y se pone la americana y la bufanda-. Habrá ido a ver a la abuela. Volverá, no te preocupes. Siempre vuelve.

No ha terminado de decirlo cuando oye el golpe de la puerta cerrándose. Portazo a la mentira. Pero ciertamente él ya tenía un plan que no incluía a Violeta. Antes de salir a la calle deja pasar unos minutos para no encontrarse con ella y poco después entra en la papelería de la calle Providencia donde la muchacha había trabajado. Lo atiende la nueva dependienta, Merche, una morena mofletuda y con gafas que vive en la calle de Sors y fue amiga inseparable de Violeta el año pasado. Se volvió muy rara, dice, ya no me es amiga. No, no tiene sobres de color rosa. ¿No le gustan de color violeta, o verde pálido, o azul claro, forrados por dentro con papel de seda? No, gracias. Acude a otra papelería, con idéntico resultado, y finalmente encuentra lo que busca en el estanco de la plaza Rovira.

Por la noche, solo en casa y sentado a la mesa del comedor, en el mismo sitio y en la misma silla que había ocupado su padre la última vez que lo vio, el papel se ofrece ante sus ojos con su desnudez rosada y nada de cuanto se le ocurre le parece convincente. Al cabo de una hora se levanta, se lía la bufanda al cuello y acude al tostadero del señor Huguet corriendo bajo una noche estrellada y con luna llena. Mientras le da vueltas a la manivela, el turbio remolino de agua de lluvia gira otra vez vertiginoso en la boca de la alcantarilla, y al introducir la mano, tardíamente y sin convicción, se chamusca los dedos. Alivia la mano en el agua de un cubo y el señor Huguet le regaña: si quiere apartar un leño porque hay demasiado fuego, debe usar las tenazas o ponerse los guantes.

De madrugada vuelve a casa, deposita la bolsita de café en el aparador, y, sin quitarse la bufanda, se sienta de nuevo a la mesa empuñando la pluma con el resquemor todavía en las yemas de los dedos. Todo lo que ha estado pensando acuclillado frente al fuego, mientras con una mano hacía girar el tambor lleno de café y azúcar y metía los dedos de la otra en el agua fría, lo tiene ahora ante los ojos. En el sobre escribe el nombre despacio, la V inicial con un rizo alegre a la derecha, tal como recordaba haber visto fugazmente en la fatídica noche de náuseas en las Ramblas.

Duerme tres horas de bruces sobre la mesa. A las ocho de la mañana su madre regresa de la Residencia con la mitad de una tarta de nata y hojaldre que le han ofrecido las monjas de la cocina. Él ya ha hecho café, ha calentado la leche y ha tostado el pan en el hornillo eléctrico. Desayunan juntos y una vez más su madre le regaña por levantarse tan temprano.

– Deberías estar durmiendo. Ahora trabajas.

– No tengo sueño.

– El café puedo hacerlo yo. Además, ya tomo bastante durante la noche.

– Pero el café que te dan las monjas no es tan bueno como este, a que no. -La ve tan pensativa, calentándose las manos alrededor de la taza, que se queda mirándola en silencio. Al cabo, añade-: ¿Qué vamos a hacer, madre?

– ¿A qué te refieres?-Escruta los ojos del chico y comprende-. Esperar. Otra cosa no podemos hacer.

Como todos los días, viene cansada y con ganas de meterse en la cama, pero hace lo posible por alargar esta improvisada conversación matutina. Es la hora del día, tan propensa al sueño, en la que siente a su hijo más cerca y más lejos. Cinco o diez minutos más para levantar su ánimo.

– Esta mala racha no va a durar siempre -añade-. No temas, no te vas a pasar la vida tostando café…

– No, si no me importa.

– El señor Huguet está buscando algo mejor para ti. Un cuñado suyo tiene un colmado en la calle Aragón, es un establecimiento muy importante que sirve a domicilio, y dice que dentro de poco necesitará otro dependiente, o repartidor… Sé que no es lo mejor, hijo, pero siempre será menos cansado que trabajar de noche.

– Me da lo mismo una cosa que otra.

– Bueno, lo vamos a pensar, ¿verdad? Cuéntame cosas, anda. ¿Qué se dice por ahí…? ¿Sabes que el otro día me encontré a Violeta en la calle? Está mona con el uniforme y la cofia, ¿no te parece?

Y comenta que vio a la chica muy ilusionada con su trabajo, a pesar de los disgustos que dice que le da su madre, que al parecer lleva un descontrol tremendo con la bebida y cada día está peor. Siente pena por su amiga Victoria y su comportamiento la tiene confundida. Le cuesta creer que el simple desamor de un hombre pueda llevar a una mujer a esta terrible situación de inconsciencia y desamparo, sobre todo a una mujer que nunca dio síntomas de flaqueza ante la adversidad. Ciertamente hay que tener en cuenta todo lo que ha tenido que aguantar del tarugo de su marido desde hace años… Se propone ir a verla uno de estos días, añade levantándose de la mesa y recogiendo, le llevará ropa usada y una bolsita de torrefacto como obsequio. Y sugiere ir juntos.

– Pero yo, ¿para qué, madre?-dice él, inquieto-. ¿Qué iba a decirle…? Deja esto, hoy me toca a mí.

Lleva las tazas y lo demás a la cocina, y poco después, fijando distraídamente los ojos en el desagüe de la bañera, mientras se ducha, el agua jabonosa que gira entre sus pies ralentiza su vorágine un instante, y en esta ocasión, el sobre que da vueltas parece dejarse coger antes de sumergirse por enésima vez en el oscuro sumidero. Se viste y recupera el aroma de la noche en el jersey y la bufanda. Antes de irse se acerca a la puerta del cuarto de su madre aguzando el oído. Dos estornudos le dicen que aún no está dormida. Seguro que le está rezando al Niño Jesús de Praga en la mesilla de noche, pidiéndole protección para el Matarratas, dondequiera que ahora se encuentre. ¿Su Niño la habrá escuchado alguna vez?

– Me voy, madre. ¿Necesitas algo?

– No.

Guarda un breve silencio antes de la siguiente pregunta.

– ¿Cuándo nos iremos a Francia, madre?

– ¿Cómo dices?

– Que cuándo nos iremos de aquí…

Ahora es ella la que tarda un poco en responder.

– ¿Irnos de aquí? ¿Por qué habríamos de irnos, hijo?-Y otro silencio, esta vez más largo-. ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada. Que descanses.

Lo ha estado pensando detenidamente y durante tres días no se ha acercado al bar Rosales para no encontrarse con Violeta. Y al volver a la rutina tabernaria ha hecho algo que antes nunca había hecho, ha pedido una baraja al señor Agustín y empieza un solitario mientras espera que la señora Paquita vuelva del mercadillo de la calle Camelias y sustituya a su hermano en la barra. Piensa que sería mejor hacer lo que se propone por la tarde a primera hora, cuando la tabernera pasa más tiempo en la cocina que despachando, pero no quiere esperar más. El vecino señor Frías acaba de abrir la barbería y ha entrado en el bar para tomarse de pie su cortado matutino, y el señor Agustín, hojeando el periódico sobre el mostrador, satisface la curiosidad del cliente con desgana: Sí, señor, la sanadora fue ingresada en el hospital de San Pablo ayer a última hora de la tarde. Unos chavales del Guinardó la encontraron acurrucada detrás de unos matorrales, cerca de la carretera del Carmelo, y avisaron al personal del cercano Cottolengo del Padre Alegre. Le robaron el bolso, los pendientes, los brazaletes y un capazo con hierbas. O lo perdió, no se sabe. ¿Allí tirada toda la noche, durmiendo la mona, hasta pie la encontraron esos niños? El señor Agustín no sabe gran cosa más y aún no acaba de creerse lo ocurrido, no la ve durmiendo a la intemperie toda la noche, con este frío… Ringo sí la ve, no es difícil imaginarla: recostada con cierto recato, de lado, aceptando lo que venga, las sonrosadas rodillas juntas, las manos regordetas bajo la mejilla, los párpados de largas y untuosas pestañas cubriendo su quimera. En urgencias de San Pablo, dice el señor Agustín, una monja que la conoce mandó aviso a su hija, y también a la suegra. Una herida en la cabeza y moratones en las piernas, por fortuna nada grave, parece que mañana mismo la traen a casa, y la abuela de Badalona ya está aquí para echar una mano. Al volver en sí se mostró tan campante, ¿y qué crees que pidió la puñetera, eh? ¡Exacto, un coñaquito! No quería hablar con nadie. Y cuando explicó lo ocurrido, lo hizo de forma atropellada y confusa, pero lo que dijo, según su propia hija, tenía sentido: esa tarde estuvo visitando a su marido en el manicomio, le llevó tabaco rubio y un pijama nuevo, le limpió las uñas y luego se fue a Badalona a ver a la suegra en el mercado, en el puesto de flores que tiene allí, y finalmente se acercó al Cottolengo, adonde había prometido llevar ropa para niños. Y que al salir era de noche y a partir de ahí no recuerda nada más. ¿Y sabes qué dijo, para terminar llorando?, concluye socarrón el señor Agustín: que no le importaba nada que le robaran el bolso ni los brazaletes, que lo único que lamentaba era haber perdido un anillo de hueso de pollo, o de cerdo, o de vete a saber qué.