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– Tú quieto -oye decir a su padre en voz alta y clara-. Ni es una señora ni está embarazada.

El clérigo dedica al chico una sonrisa beatífica.

– Se agradece el gesto, hijo -dice entornando los párpados. Y al padre-: El muchacho está bien educado.

– Procuramos que lo esté, mosén.

– Su intención era buena.

– Oh, sí. Pero de las buenas intenciones del muchacho me ocupo yo.

– Es natural, sí, señor.

El mosén asiente y pestañea afablemente. Recogiendo las manos y parando la oreja como un padre confesor, parece sumido en una reflexión compasiva, cuando oye decir a su interlocutor:

– Y también me ocupo de las hostias, si las merece.

– Claro. Se preocupa usted por su hijo. Eso está bien.

– Es que, verá, reverendo padre, mis hostias contienen más Dios, bastante más Dios que las que reparten ustedes y el obispo Modrego.

Los pasajeros más próximos, testigos de la escena, empiezan a mirar para otro lado. No es exactamente que no quieran oír, es que desearían estar lejos de aquí. Hay un breve silencio, y el temerario Matarratas vuelve a la carga:

– El vino que usan ustedes para consagrar no vale nada. Lo he probado.

– ¿Ah, sí?

– Sí, no vale una mierda.

– Vaya. De todos modos -entona el cura, con una inesperada pachorra episcopal- no vamos a discutir por eso, ¿verdad? Aunque me da usted mucha pena, señor, créame, muchísima pena.

– Eso a mí me la bufa.

– Ignoro qué se propone usted, pero tengo que pedirle que no dé mal ejemplo a su hijo. Se lo pido por favor.

– ¿Mal ejemplo?¿Yo mal ejemplo? Mire, en sus colegios enseñan la asignatura de Formación del Espíritu Nacional, una cagarruta bendecida por la Iglesia que faltó poco para que me dejara idiota al chico. Así que no me hable de mal ejemplo, mosén.

Tierra trágame, piensa él. Lleva el veneno raticida enquistado en las uñas, en la voz, en los ojos y en las palabras, y además ya no hay quien lo pare.

– En mi parroquia enseñamos también otras cosas -apunta el clérigo.

– Es que tampoco creo en la parroquia como salvadora de almas y todo eso.

– Ya.

– Mi mujer, sí. Ella sí cree.

– Vaya.Laus Deo.

– Sí, tiene amistad con sacerdotes. Pero con el obispo no quiere tratos. Nuestro desprecio va de canónigos y obispos para arriba.

– Vaya. Pero no se altere, hombre de Dios.

– A la parroquia mi mujer sólo va para rezar. Ya sabe, Kyrie Eleison y todo eso.

– Por lo que veo, hijo mío, suerte tiene usted de su esposa…

– Yo no creo -lo ataja el Matarratas- que ustedes nos ayuden a ganar el cielo. De verdad, no lo creo. -Y con voz nasal y canóniga, descaradamente impostada, añade-: ¡Tannnta sotana por las calles! ¡Tannnta sotana! ¿Adónde iremos a parar con tannnta sotana?

– ¡Ay, Señor, Señor! -Cabecea cansinamente el cura con talante conciliador y resopla con el belfo apuntando hacia arriba, agravando aún más con sus bufidos el desbarajuste canoso de las pobladas cejas. Mira fijamente a su interlocutor y por un momento parece que va a soltar un exabrupto. Se atiborra el pecho de aire y de paciencia y, dejando caer humildemente los párpados, añade-: Pero mire, yo juraría que, en el fondo, usted es un buen cristiano. Lo que pasa es que no lo sabe.

El gran cazador de ratas echa la cabeza para atrás, como esquivando la farisaica halitosis del clérigo, mientras observa sus manos pálidas y rollizas sobre la abultada barriga. Ahora está riéndose por dentro, piensa él.

– Es posible, reverendo, es posible. ¿Me creerá si le digo que a veces me veo en sueños cayendo de rodillas a los pies de su obispo exclamando: ¡Eminencia Reverendísima, estoy perdido! ¡Perdido sin remisión, Eminencia! -Hace una pausa y cambia de tono-. En fin, mi sumisa genuflexión, mosén. La verdad es que no sé si soy un buen cristiano. Lo que no soy, puede usted darlo por seguro, es siervo de una Iglesia que pasea al centinela de Occidente bajo palio.

Ya está, ya soltó eso, se lamenta el chico cerrando los ojos con fuerza ante la carcajada que sigue al consabido desahogo anticlerical, la gran fanfarronada tontamente sacrílega, temeraria y de lo más imprudente, según el reiterado reproche que le dedica madre, que afortunadamente no está aquí para ver la escena.

– No andará usted buscándose problemas, ¿verdad?-se oye musitar al cura-. Pero el incorregible lenguaraz ya ha soltado lo que quería y se queda tan pancho riéndose por dentro, ahora a esperar que no insista, piensa, que todo esto no acabe en la comisaría, mientras siente la mano enorme merodeando otra vez en torno a sus hombros, así que opta por distraerse leyendo detenidamente los pequeños anuncios sobre las ventanillas del tranvía, Cerebrino Mandri si padeces jaqueca y neuralgias nunca perjudica y bla bla bla. Gabardinas Tobías Fabregat elegancia y confort a plazos y al contado y bla bla bla. Ramos para Novias Luis Griera y bla bla bla. C. Borja se forran botones en el acto. Prohibida la blasfemia y la palabra soez. Juventud, belleza y lozanía con Bella Aurora cada día y bla bla bla, un anuncio que siempre le hace pensar en una amiga de su madre, la señora Mir y su lustrosa y bronceada cola de pez entre los pechos.

Cuando vuelve la cabeza topa con la mirada ladina y de refilón del cura, que se lleva un dedo a los labios requiriendo silencio: No hagamos caso, hijo, es lo mejor. La gran cabeza del clérigo luce un aire bronco y asilvestrado, como si un viento invisible incordiara sus blancos cabellos y sus cejas, pero la expresión de su cara no deja entrever la menor contrariedad ni agravio, sino una risueña y taimada benevolencia, una pachorra que despierta cierta simpatía en el chico. Observa en el extremo de una de sus cejas un pelo albo y larguísimo que se ha disparado hacia arriba, ensortijándose, mientras el tranvía gira rechinando en la plaza Lesseps y enfila con mucho traqueteo los maltrechos raíles de Travesera de Dalt. Los viajeros más próximos hace rato que se han convertido en estatuas, ofreciendo sólo espalda y nuca.

El histriónico y temerario comportamiento de su padre frente al mosén no es para él ninguna novedad, y tampoco le sorprende que decida apearse una parada antes de la que les corresponde. Recibe la señal y se levanta y le sigue con el maletín en la mano hasta la plataforma trasera, desde cuyo estribo ambos se disponen a saltar a la acera aprovechando que el tranvía aminora la marcha al tomar una curva. El chico se descuelga primero y lo hace lentamente, sujetando el asidero con la mano izquierda y tanteando el suelo con el pie, presumiendo de estilo, por lo que su padre, al saltar detrás, se ve obligado a corregir bruscamente su trayectoria para no llevárselo por delante, y se tuerce ligeramente el tobillo. Enseguida se resiente al andar y lanza una blasfemia y unos cuantos ¡ay! de dolor muy teatrales. Para llegar a casa deben caminar un buen trecho y él va con el maletín a la espalda y su padre cojeando, pero con zancada larga, impetuosa, sin concesiones y con algo de guasa en el desmedido braceo acompasado al glu-glu de las botas de goma.

– Sé lo que estás pensando -resopla, renqueando y conteniendo los gemidos-. Que el cielo me ha castigado jodiéndome el tobillo. A que sí.

– Ha sido la mala suerte, padre.

– ¡Y un huevo! Has sido tú, que has saltado dormido. Pero bueno, no pasa nada. -Sonríe, le alborota el pelo con la mano-. Ya sabes. Ratas negras como sotanas, sotanas negras como ratas. No lo olvides, hijo.

– Sí, pero, a ver… -se corta, apenas sin voz, remiso, mirando con rabia los grandes pies del cojitranco pisando avasalladores-. Es que, con todo eso, madre siempre acaba por llorar… ¿Por qué?¿Por qué siempre tienes que hacerla llorar?