– Ya ves tú -cabecea meditabundo el barbero.
– Sí. Qué mujer esta, ¿verdad?
Ringo se pone la mano en el pecho para oír el leve crujido del papel debajo de la camisa y el jersey. El barbero se despide y el señor Agustín prosigue la lectura deEl Mundo Deportivo acodado en el mostrador. Hace un rato ha eructado sonoramente y se ha excusado diciendo que lleva una semana con un terrible dolor de muelas. Ha bromeado con su barrigón feliz y se ha servido una copita de licor de menta, paladeándolo y sonriendo al chico con sus ojitos de rata ocultos detrás de los altos pómulos sanguíneos.
Cuando ve entrar a su hermana con la compra, deja el diario abierto sobre el mostrador y carga con el capacho hasta la cocina. Quejándose de los pies, ella pasa junto a Ringo sin mirarle y mientras se quita el abrigo anuncia que sube a su cuarto a cambiarse de zapatos.
– Pon el pescado en la nevera y vete al dentista, yo me ocuparé de lo demás -añade alzando la voz para que su hermano la oiga-. El bacalao es para Violeta y su abuela.
Mientras ella está arriba aparece el señor Agustín con gabardina y boina. ¡Me voy, Paqui!, grita desde la puerta de la calle, y le hace a Ringo la seña habituaclass="underline" vigila si entra alguien. Una vez solo, Ringo se levanta del taburete, se sube el borde del jersey y se abre la camisa. Le bastan tres rápidas zancadas para dejar el sobre encima del periódico desplegado. Es lo primero que ve la tabernera cuando poco después se sitúa detrás del mostrador poniéndose el delantal. Lo coge y le da vueltas, una y otra vez, como si no acabara de reconocerlo. El sobre está cerrado y lleva la letra V en la cara y nada en el dorso.
– ¿Quién lo ha traído?-pregunta a Ringo-. ¿Por qué no me has llamado…? ¿Es que el señor Alonso ha estado aquí, ahora?
– Ha venido un chico, señora Paqui -se apresura a decir él, sin levantar los ojos del solitario-. Acaba de irse. No es del barrio, yo nunca le había visto por aquí… Ha preguntado por usted, y tenía mucha prisa. Le he dicho que bajaría enseguida, pero no ha querido esperar. Me ha dicho que el recado era de parte del señor Alonso, y que usted se haría cargo…
– Vaya. -No sabe si debe alegrarse o no. Enseña los dientes pequeños y oscuros en un amago de sonrisa, y hay una luz risueña en sus ojos negros-. ¿Eso te ha dicho?
– Sí señora. Me ha dicho: traigo una carta para la dueña del bar. Y me ha enseñado el sobre antes de dejarlo ahí encima. Para la señora Paquita de parte del señor Alonso, ella ya sabe, ha dicho. Y después se ha ido.
Sostiene en el aire una sota de copas que no hay dónde meter.
– Pues hay que avisar a Violeta -dice para sí misma la tabernera, y se queda pensando, sin dejar de mirar el sobre-. Aunque no sé… Vaya un caradura. Pero ahora la chica debe saberlo. Sí, y que ella decida lo que hay que hacer…
– ¿Es algo importante, señora Paquita?-No obtiene respuesta-. ¿Quiere que vaya a avisar a Violeta?
– No está en casa -dice distraída-. Vendrá luego a recoger la compra.
Vendrá poco después, muy cansada y con prisas. Ha pasado la noche al lado de su madre en el hospital y la abuela Aurora la espera en casa. Lleva un gran sobre con radiografías y resultados de análisis. Su madre no acaba de estar bien, tiene la tensión muy alta y le han descubierto un principio de diabetes. Se hace cargo del bacalao y dice que seguramente no va a necesitar nada más del mercadillo porque la abuela Aurora quiere que vaya a vivir con ella a Badalona, por lo menos hasta que su madre salga del hospital.
– Creo que es lo mejor -dice la señora Paquita. Duda un instante antes de añadir-: ¿Quieres tener a tu madre contenta? Pues dale esto. Ella no quería que la vieras, pero… -Saca la carta de debajo del delantal-. Pero tienes que dársela. Seguro que le llevas una alegría.
– ¿Una alegría?-Antes de coger la carta, la mira en la mano de la señora Paquita con recelo, pensativa-. Ah, eso. A buena hora. -Y fijando su mirada despectiva en la V grande en tinta azul-: Y ni siquiera se atreve a escribir su nombre.
Rasga el sobre y extrae las dos hojas de papel rosado, que desdobla con lentitud, como si tocara una materia infectada.
– Quizá no deberías leerla, hija… -insinúa la tabernera.
Ella se ha apartado un poco y empieza a leer. Con expresión hosca, con evidente desagrado. Su pupila severa y descreída recorre las líneas una tras otra, deprisa, mientras el impostor, quieto en su refugio predilecto junto a la ventana y barajando para un nuevo solitario, la observa y con el pensamiento la acompaña en la lectura, la asiste palabra tras palabra y sin olvidarse de ninguna, todas las palabras tan escrupulosamente escogidas y con tanta premura cargadas de sentido, y sin embargo, ahora, de repente, sonando tan vacuas, desvalidas y vulnerables en la voz interior de Violeta:
Canfranc, 7 de diciembre de 1948
Querida Vicky:
Espero que a la recepción de esta carta te encuentres bien de salud. Perdóname, porque tenía que haberte escrito hace mucho tiempo. Enseguida te explicaré el motivo del retraso, pero antes has de saber que no he dejado de pensar en ti.
Te escribo desde Francia, desde un remoto lugar sin nombre perdido en la cordillera de los Pirineos y bajo una noche estrellada, sentado en el suelo junto a mi mochila. Frío, hielo y silencio. Las colinas nevadas brillan bajo la luz de la luna. Ventisca en los picos más altos y huellas en la nieve del sendero. Confío esta carta a mensajeros de confianza, una cadena de manos amigas, pero no sé cuándo te llegará.
Me dicen que me buscas, que te han visto vagando por la Montaña Pelada, por los parajes más solitarios del parque Güell y por el Monte Carmelo; que preguntas por mí de día y de noche, que te han visto esperándome donde solíamos vernos, sentada durante horas bajo el tilo florecido en las ruinas de Can Xirot. No debes hacerlo, Vicky. Por el amor que te tengo te pido que no lo hagas. Porque ya no ando por donde solía andar, flor de mi vida, porque yo no soy como te figuras, porque ya nada es exactamente lo mismo, calabacín con patas; porque, aunque mi amor sigue intacto, ya no soy el que era ni estoy donde estaba. Hazte la cuenta que soy un impostor, que todos vivimos en un espejismo y nadie sabe cuándo nos libraremos de él, pero nuestro amor es verdadero.
Una inesperada jugarreta del destino, que está contra mí en todos mis proyectos, me ha obligado a ausentarme por algún tiempo de esta ciudad que aborrezco, llena de ratas y promesas azules, pero cuento con tu perdón. Asuntos urgentes de suma importancia, que por tu seguridad no debo explicarte, porque lo que uno no sabe no puede decirlo, me han traído a Francia huyendo de la justicia y no sé cuándo podré volver. Pero tú has sido y sigues siendo mi buena estrella, y sé que no me perderé. Me gustaría vivir en las palabras, porque en ellas te seré fiel siempre, hasta más allá de la muerte.