Es posible que esta carta no sea la que tú esperabas, la del pronto y tan ansiado reencuentro. Tal vez debería pedirte que me olvides, tal vez lo mejor sería decirnos adiós, no lo sé, nunca había vivido un amor tan grande como este y nunca me había sentido tan confuso… ¿Qué pensaría una mujer tan generosa como tú si supiera que su hombre tan querido, que siempre ha presumido de ideales, hoy ya no es más que un cantamañanas, un tarambana, un culo de mal asiento y un contrabandista de tres al cuarto que algún día puede acabar en la cárcel?¿No te parece que lo nuestro no tiene futuro en Barcelona? Sólo puedo decirte esto: No me esperes, deja que yo te espere en todas partes, en todas las cosas. Al país adonde voy ahora lo llaman Shangrilá y dicen que es un país de fantasía. Pero qué importa si lo hemos soñado, qué importa que sea mentira.
Escucha: No salgas sola de noche, no te aventures por barrios que no conoces. No me encontrarás en las tabernas ni en los centros deportivos, no me busques en la asfixiante ciudad de los muchachos sin hogar y sin padres, la maldita ciudad de las ratas azules.
Lamento tener que decirte todo esto, pero es que cerrar los ojos y encogerme de hombros otra vez, como he hecho hasta hoy, siento que ya no me vale. Ya te hice bastante daño con eso. Me embarga un extraño sentimiento de culpa por el dolor que te causé involuntariamente… No sé si sabré explicártelo algún día. No importa. Mañana parto de aquí hacia lejanas montañas nevadas y valles de sombra y no sé amor mío cuándo podré volver, así que no puedo ni debo pedirte que me esperes. Quiero que te cuides, que no bebas como lo haces, que no arruines tu vida, que no des que hablar en el barrio para que no se burlen ya más de ti. Y que le hagas caso a tu hija, y verás como todo se arregla. Allá arriba, cerca de la cumbre de la Montaña Pelada, en los matorrales de espliego y tomillo donde silba el viento, volveremos algún día a ser felices. Volveré a coger hierbas aromáticas para ti. En la primavera bailarán otra vez las cometas de colores en el cielo azul, y tú y yo volveremos a verlo, volveremos a subir alegremente cogidos de la mano por la falda de la colina cuajada de ginesta.
Con este pensamiento te dejo. Buena suerte, Vicky querida. Te envío un millón de besos y que los ángeles velen tus sueños. Te quiere y no te olvida tu
Abel Alonso
Leída de un tirón y sin una sola mueca de incredulidad o desagrado, de sorpresa o de complacencia, sin alzar los ojos del papel y sin dejar escapar un leve parpadeo en ningún párrafo, en ninguna palabra. Dos cuartillas cubiertas por una caligrafía apresurada, tosca y picuda, vencida violentamente hacia la derecha como por efecto de un vendaval o como si quisiera escapar más allá de los márgenes del papel, dos páginas de un rosa pálido e inmaculado que él preservó del olvido y que Violeta ahora termina de leer y dobla de nuevo y mete deprisa en el sobre. A Ringo ni siquiera una mirada, ni de reojo. Y acto seguido, con media sonrisa afilada, vengativa, sujeta la carta con ambas manos, cierra los ojos, y, durante unos segundos interminables, parece decidida a romperla en pedacitos.
– Tu madre no quería que la leyeras -dice la tabernera-. Pero claro, ahora, después de lo que ha pasado… -Y sin poder reprimir cierta curiosidad-: No serán malas noticias, eso espero.
Violeta se encoge de hombros.
– Llegan demasiado tarde, señora Paqui. Mamá no necesita ya nada de eso.
Pero las manos permanecen quietas y finalmente no rompe la carta. Con gestos bruscos se desbotona el abrigo y la guarda en el amplio bolsillo de su bata de enfermera. No sabe si dejará que su madre la lea, ya veremos, dice disponiéndose a irse. Opina que ahora lo que necesita la enferma es olvidar, y además, añade en tono desdeñoso, lo que a fin de cuentas le ofrece la dichosa carta no es más que un montón de mentiras, asquerosos recuerdos y falsas promesas, como no podía ser de otra manera tratándose del farsante muerto de hambre que la había escrito.
– Adiós y gracias, señora Paqui. Dentro de unos días nos vamos a vivir con la abuela. Mamá va a necesitar muchos cuidados a partir de ahora, y yo sola no puedo atenderla. Me dará mucha pena cuando nos tengamos que ir…
– Está bien, hija. Ten ánimo. Todo se arreglará.
La misma tabernera le abre la puerta, y Violeta, cruzando el umbral, dedica a Ringo una mirada fugaz.
Tres días después y desde primera hora de la mañana, delante del portal 117 del Torrente de las Flores, un cubo y dos viejas cajas de madera rebosantes de manojos de hierbas secas atadas con cintas, frascos con hojas y raíces y tarros conteniendo pomadas y aceites, esperan sobre la acera el carro del basurero. Más tarde, mientras dos hombres cargaban en una camioneta algunos muebles y enseres y Violeta entraba en el bar Rosales a despedirse de la señora Paquita y de su hermano, Ringo ya no estaba allí para ver ni escuchar, pero supo que la muchacha iba en compañía de un joven celador del hospital del Mar, que la ayudó en la mudanza y al que la tabernera invitó a un vermut con olivas. Menos huraña y esquiva que otras veces, Violeta contó que su madre había sido trasladada directamente del hospital de San Pablo a la casa de su suegra en Badalona, que allí guardaba cama y estaba bien atendida, aunque seguía muy enferma, y que le había pedido que le dijera a la señora Paqui que le daba mucha pena dejar el barrio, que echaría de menos la taberna y los buenos ratos de charla con ella, y que, en fin, qué se le va a hacer, ella había previsto que el hígado aguantaría, pero ya ves, tampoco en eso hubo suerte, así es la vida.
Ese mismo día, a las ocho de la mañana, estrenando un guardapolvo a rayas y guantes grises de lana, Ringo empieza a trabajar en Ultramarinos J. Casadesus y Hnos., una tienda centenaria de la calle Aragón esquina con Bruch, cargando sobre el hombro un gran cesto de comestibles y bebidas a repartir entre una selecta clientela del Ensanche generosa en propinas.
Será por poco tiempo, le ha dicho su madre, no hay mal que cien años dure. Por poco tiempo, sí, cuántas veces ha oído él estas bienintencionadas palabras, en casa y en la taberna y en tantos sitios, pero la verdad es que finalmente todo dura hasta dejarle a uno para el arrastre; más que nada, más que la cotidiana carga de deseos y carencias, incluso más que el temor o la incertidumbre del mañana, es esta vaga desazón por no haber hecho lo debido, lo más conveniente y lo mejor, aun sabiendo que lo mejor y más conveniente igual no habría servido para una mierda.
Desde entonces el impostor ha evocado no pocas veces aquellos ojos pintureros leyendo la tan esperada carta, ha imaginado el frenético pestañeo y la mimosa disposición de los labios fruncidos y besucones al pararse en alguna oración, al suspender el aliento sobre alguna frase, sobre alguna palabra que acaso logró ofrecerle algo de aquello que su corazón apasionado había perseguido con tanto anhelo, fuera o no lo mejor y más conveniente para ella. A veces ha pensado que acaso es preferible no saber si la carta llegó finalmente a sus manos, no saber si la contentó o la decepcionó, si apaciguó su corazón y lo dejó indiferente, o si propició cuando menos el consuelo del olvido.
Epílogo
Todo lo que crecía requería mucho tiempo para crecer. Y todo lo que desaparecía necesitaba mucho tiempo para ser olvidado.
JOSEPH ROTH