15 Los pasos erráticos del mensajero
En la mañana de un domingo de agosto de 1958, el joven al que algunos amigos todavía llamaban Ringo entró en el Club Natación Cataluña para informarse sobre las ventajas de hacerse socio de la entidad. El club se hallaba en los bajos de un edificio junto al cine Delicias, en el 218 de la Travesera de Gracia, y se servía de las instalaciones y la piscina de la empresa Baños Populares de Barcelona. El joven pensaba ir a nadar tres o cuatro veces por semana, en horas que la piscina no se viera muy concurrida. Había cumplido veinticinco años y podía permitirse ese pequeño dispendio. Tenía trabajo fijo en una librería, recientemente le habían publicado dos relatos en una revista literaria y se proponía escribir su primera novela. Su madre seguía cuidando ancianos en la Residencia de la calle Sors, ahora en horarios más llevaderos, y su padre, después de cumplir tres años en la cárcel Modelo y volver a casa muy flaco, con un enfisema pulmonar y las fuerzas mermadas -aunque mostrándose igual de lenguaraz y cantamañanas, según pudo constatar, aliviada, su Alberta flor de mi vida-, había obtenido, gracias a una gestión de la madre superiora del convento de las Darderas, el puesto de guardián en el patio de un colegio de los Hermanos Maristas y tutelaba a los menores durante el recreo, controlando de paso la entrada de extraños.
Lo primero que hizo Ringo fue echar un vistazo a la piscina desde la galería superior, en cuyos bancos de madera alborotaba un grupo de chavales del barrio. Había finalizado un partido de waterpolo entre equipos juveniles y algunos jugadores seguían en el agua peloteando frente a una portería. El alegre chapoteo y las exclamaciones eran constantes y resonaban en el ámbito cerrado del local. Al borde de la piscina, a punto de tirarse de cabeza al agua con las manos juntas y las rodillas dobladas, un convulso grupo de niñas reclamaba a gritos la atención de alguien. Tres muchachos competían buceando para sacar algo del fondo, una moneda tal vez, y en el lado opuesto un hombre de piel bronceada y escueto bañador instruía a niños pequeños en fila india, todos con flotadores. Desde la galería, algunos matrimonios endomingados admiraban las proezas natatorias de sus hijos consumiendo refrescos y bolsas de patatas fritas. Detrás de ellos se movía un viejo con mono blanco y gorrita de ciclista metiendo la escoba por debajo de los bancos, barriendo lo que habían tirado.
Ringo se sentó en el banco, colgó los brazos por encima de la barandilla y miró el fondo azuloso y transparente de la piscina, tres o cuatro metros más abajo. El agua limosa y con ranas saltarinas en las balsas de regadío que jalonaron sus veranos en el Panadés volvió a su memoria, y por un instante el recuerdo le hizo sentirse como pillado en falta, como si alguien le adivinara el pensamiento y le recriminara su secreta querencia por las ranas y las aguas turbias. Entonces reparó en el viejo: había dejado de barrer y le miraba levantando la visera de la gorra con el dedo para fijarse mejor. No le reconoció hasta verle dar el primer paso bruscamente, como si desenroscara el pie del suelo, y acercarse a él sonriendo y con la mano tendida.
– Vaya vaya, mira quién ha venido.
Ringo se levantó con un sentimiento de malestar, simulando no ver la mano.
– Qué tal, cómo está.
El pelo amarillento y todavía abundante, que la gorrita apenas podía retener, la barba rala y entrecana, la voz más apagada por el asma y el perfil más afilado, pero el mismo gris fatigado en los ojos y la misma hermosa simetría de las profundas arrugas del rostro. También conservaba algo de aquella tensión en los hombros altos y en la nuca, un aire de disponibilidad servicial y amistosa.
– Vamos tirando, muchacho. Sólo tirando. Siéntate, no hagas cumplidos. -Se sentó a su lado despacio, apoyándose en la escoba. Al disponerse a decir algo cogía aire con cierta ansia y soltaba un carraspeo nervioso-. Vaya sorpresa verte por aquí, en el Cata.
– Quizá me apunte. Para nadar un rato.
– Buena idea. ¿Te interesa el waterpolo?
– Sólo estaba mirando… No sabía que trabajaba usted aquí.
– Pronto hará dos años. -Ringo no sabía qué decir, y el señor Alonso añadió-: ¿Quieres beber algo? ¿Una cerveza? Te la traigo en un periquete, abajo hay servicio de bar…
– No quiero nada, gracias.
Hacía calor y se quitó la chaqueta, dejándola colgada en la barandilla. Abel Alonso permanecía muy quieto y con la boca abierta, cogiendo aire unos segundos antes de empezar a hablar.
– Vinieron malos tiempos, ¿sabes? El club me echó una mano. Tareas de mantenimiento y así. Fíjate, resulta que mi mejor portero, hace años, un chaval que vivía en las barracas de Can Tunis y andaba siempre buscando jarana, hoy es aquí el plusmarquista de los cien mariposa. -Sonrió, prodigando lentas y seniles afirmaciones con la cabeza-. Y el empleo se lo debo a él. Ya ves, siempre hay algún muchacho agradecido.
Ringo se sentía confuso. Miró en torno.
– Mucho griterío, ¿no?
– Aquí todo resuena.
– Parece que hay buen ambiente.
– Ambiente familiar, sobre todo los domingos. Y gritan como demonios, sí. Es un síntoma de la buena salud mental de los chavales. Siempre lo he creído. ¿Quieres uno?
Había sacado un caramelo del bolsillo y empezaba a despegar el papel con parsimonia. Ringo dijo que no. Luego habló solamente para romper el silencio, que le incomodaba más que la conversación:
– De todos modos, no ha pasado tanto tiempo.
– Diez años. Demasiados para mí. -Daba vueltas al caramelo dentro de la boca, ruidosamente y sin remilgos, junto con la saliva y algunas palabras que le amargaban. Sí, ahora ya es un viejo de verdad, por dentro y por fuera, pensó Ringo-. Tú ya habrás hecho la mili.
– Sí.
– Eso está bien. Bueno, y qué te cuentas. ¿Cómo van las cosas por allá, qué dice la gente?-Carraspeó y luego, con la voz más oscura-: ¿Qué sabes de Violeta, aquella chica que no te gustaba…?
– No he vuelto a verla desde que se fue del barrio con su madre.
– Ah, ¿finalmente se marcharon? Enfermera de quirófano, eso es lo que ella quería ser, ¿no?-Más cabezadas, lentas y reflexivas, como afirmándose algo-. Sí, estudiaba para eso. De modo que no has vuelto a verla. Vaya. ¿Y a su madre tampoco?
Ringo demoró unos segundos la respuesta.
– La señora Mir murió hace tiempo.
– ¿Sí? ¿Se murió Victoria? ¿Cuándo?
– Hará unos cinco años. Se lo oí decir al Agustín en la taberna. Parece que estuvo muy enferma.
– Ya. Lo siento. La pobre Victoria era una alcohólica…
– No fue sólo la bebida -cortó con un resoplido impaciente-. Nunca se repuso de una noche que salió en busca de usted, y se extravió. Pilló una pulmonía y lo pasó muy mal.
– No sabía nada de eso. ¿Se extravió dónde…?
– Usted ya se había desentendido del asunto.
El tonillo de reproche alertó al viejo. Cabeceó pensativo, con expresión resignada, y sonrió un poco:
– Si no recuerdo mal, querido muchacho, la última vez que nos vimos estabas bastante más alegre.
– Estaba borracho. Aquella noche no debió usted confiar en mí para nada.
El señor Alonso se dio tiempo para responder.
– Ah, ya. Supongo que tienes razón. Fui un chico malo, ¿sabes?, y a mi edad esa clase de malicia no se perdona… Además fue una cobardía, debía haber resuelto aquello yo mismo… Por cierto, luego no tuve ocasión de darte las gracias. Sí, es verdad, hicimos un frente común en aquel peliagudo asunto. -El coro escandaloso de chillidos infantiles abajo en la piscina llamó su atención. Una ristra de corchos flotando en el agua delimitaba la zona donde nadaban los más pequeños, vigilados de cerca por su instructor. Ringo también miró. Ranitas braceando con flotadores-. De todos modos, no estabas tan borracho aquella noche, no señor, pero andabas muy excitada explorando los bajos fondos, te sentías un hombre hecho y derecho. Tan serio, tan enamoradizo… -Su rostro se contrajo al sonreír, congraciándose con el recuerdo-. ¿Te acuerdas, en la tabernucha de la calle San Ramón…? ¿Te acuerdas o no?