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– Claro -admitió él con desgana, prestando atención preferente a lo que ocurría en la piscina, a las trifulcas de los waterpolistas y al chapoteo de las ranitas.

– Estabas un poco achispado, es verdad, pero sabiendo lo que hacías, de lo contrario no te habría confiado el encargo. Yo siempre te tuve aprecio, ¿sabes?, siempre confié en ti, y no me preguntes por qué. Un chico tan observador, tan formal y responsable… Llegaste bien a casa, supongo, y al día siguiente llevarías la carta al bar Rosales. Supongo, porque la verdad es que yo nunca supe nada más…

– Sí, llegué bien.

– Así pues -cabeceó complacido-, todo salió conforme a lo previsto. Y cuando entregaste la carta a la señora Paquita, tú ya sabías para quién era, claro. Porque te fijaste en el sobre…

– No hizo falta, señor Alonso.

– No me digas que no te picó la curiosidad… -Cortó al verle un gesto contrariado-. ¿Qué pasa? ¿Hubo algún problema?

– Ningún problema. -Ringo soltó otro resoplido de impaciencia. ¿Por qué mierda quiere ahora este hombre volver sobre aquel deplorable asunto?-. Mire, no se lo tome a mal, pero sus conquistas me tenían sin cuidado… Además, no era difícil adivinar el mensaje, estaba cantado.

– ¿Ah, sí?-El señor Alonso lo miró con ojos escrutadores-. ¿Quieres decir que tú ya sabías de antemano para quién era la carta?

– Claro que lo sabía -dijo Ringo mientras recuperaba la chaqueta y se la ponía-. Había pasado el tiempo y usted no pensaba volver a verla, así que el mensaje estaba claro…

– ¿Qué haces? ¿Te vas ya?

– Se me ha hecho tarde.

– Espera un momento, hombre. Quisiera aclararte algo…

El señor Alonso vaciló. Un repentino gesto contrito le hundió la cabeza entre los hombros, y Ringo volvió a sentarse para escuchar unas tartajosas y confusas disculpas. El hombre arrancó a hablar con tantos meandros, toses y carraspeos que parecía el motor de un Biscuter. Admitió que fue efectivamente un error, y una temeridad además, yo debía estar loco, dijo, figúrate, una súplica desesperada de alguien que no se atreve a dar la cara, una llamada por escrito que había de pasar primero por las manos de un muchacho de quince años y luego por las de una tabernera solterona… La Paqui no debía enterarse de dónde vivía él, añadió, ni ella ni nadie, así que las señas, la fecha Y la hora de la cita iban dentro del sobre, junto con la demencial propuesta. ¡Escapar juntos, nada menos! Que fue el más grande e imperdonable error de su vida, y que no pasaron ni dos días sin que encima se arrepintiera de haberse servido de un chico tan juicioso y cumplidor como él, y que entonces lo pasó muy mal, porque la loca pasión por esa niña persistía; que intentó olvidarla, y que se empleó en ello durante mucho tiempo sin conseguirlo, y que de todos modos al final tampoco recibió ninguna respuesta de ella y ya nunca supo nada más, nunca supo si no quiso contestar a su llamada o no pudo hacerlo, y que de todos modos fue lo mejor… Afortunadamente, añadió, porque cuando un hombre comete la infamia que él cometió, no merece otra cosa que el desprecio y el olvido. Evocó la generosa hospitalidad de Victoria y la fatalidad que eso propició, la fatalidad de entrar en la intimidad de aquella criatura tan extraña, tan infeliz, reservada y huraña y al mismo tiempo tan llena de vida, con una sensualidad furtiva tan intensa que podía haberles llevado a ambos a la perdición…

– Seguramente se rió de mí y rompió la carta -concluyó con un bufido de alivio-. Tanto mejor. Era tremenda, en verdad. El último día que la vi simuló una caída en el baño para retenerme.

– Pero…

Había empezado prestando una atención distraída a esa penosa retahíla de culpas, errores y mezquindades, hasta que captó un desfallecimiento en la voz oscura del viejo; para entonces la incertidumbre ya se había instalado en su ánimo, pero ahora la evidencia acababa de golpearle el corazón y el entendimiento y se quedó mirándole como un alucinado que no acaba de creerse lo que ve. Se levantó despacio y sin saber por qué y con los ojos fijos en el vacío, como queriendo descifrar las imágenes que de pronto acudían en tropel a su mente.

– Pero qué dice -murmuró, sentándose de nuevo.

– Quise evitarlo, puedes creerme.

– No puede ser. La señora Paquita esperaba una carta para la señora Mir. Desde un principio dijo que era para ella… ¡La carta era para la señora Mir!

– Yo nunca le dije tal cosa. De ningún modo. ¡Vaya con la tabernera chismosa! Entiendo que debió de sorprenderse mucho al recibir la carta, pero naturalmente… ¿Me escuchas?

Pero naturalmente, explicó, él no podía decirle a la señora Paqui quién iba a ser la destinataria, le habría faltado tiempo para ir a contárselo a la madre de Violeta y se habría armado la de Dios es Cristo; sólo podía pedirle que esperara y fuera discreta.

– Pero usted… -A Ringo se le atragantaban las palabras-. Usted sabía lo amigas que eran la señora Mir y la señora Paquita, sabía que les gustaba chismorrear, fantasear…

– Sí, eso también es verdad -admitió con un deje guasón en la voz-. Eran tal para cual. En fin, cometí tantos errores… Qué quieres, yo estaba obnubilado, no me daba cuenta de nada, sólo pensaba en una cosa… De todos modos, no deberías prestar oídos a los cotilleos de una solterona, ¿no te parece? Palabrería, mucha palabrería es lo que tenía esa mujer. Pero bueno, todo eso ya qué importa.

Ringo no salía de su asombro. En medio de varias preguntas que acudían en tropel a su cabeza, a cuál más deprimente, prevalecía la sensación de haber caído en una trampa. Finalmente el ratón mordió el queso.

– Vaya. Fue usted bastante miserable, ¿no le parece? Era casi una niña…

El señor Alonso levantó el dedo índice, negando con gesto admonitorio y una vaga sonrisa:

– No, su madre era una niña. ¡Oh, sí, ella sí que lo era, puedo jurarlo! Por cierto que sí -dijo cerrando los ojos. Los abrió al instante al presentir la reacción de Ringo-. ¿Qué haces, ya te vas?

– Adiós, señor Alonso.

Se había levantado otra vez y ahora parecía decidido a irse. El hombre también se levantó.

– En fin, espero volver a verte… Estaría bien que te apuntaras al club. El abono es de veinticinco pelas al mes. Barato, ¿eh? Y puedes invitar a la novia… -Finalmente optó por tenderle la mano con un imperceptible guiño de complicidad en los ojos, una tímida solicitud de comprensión y olvido-. Te deseo lo mejor, muchacho.

Ringo aceptó su mano con gesto adusto, simulando un severo desafecto. Aquella disposición natural del adolescente al fingimiento y a la impostura, aquello que años atrás era un gratificante ir y venir de la verdad a la mentira, y que ahora empezaba a trenzar fabulación y memoria en sus tanteos con la escritura -pero todavía sin ningún sentimiento de culpa-, le dictó cuatro convencionales palabras de despedida y acto seguido se encaminó hacia la escalera que daba al vestíbulo. Bajó los primeros peldaños sintiendo en la nuca la mirada afable y condescendiente del viejo fauno, y antes de alcanzar la salida el guirigay de voces y chillidos sobre el agua se fue apagando a su espalda, mientras empezaba a reflexionar sobre los buenos propósitos y su flagrante inanidad. No tenía nada que reprocharse, ciertamente, pero entonces, ¿por qué persistía el resquemor?

Una vez fuera, la violenta luz de agosto que encendía las animadas calles de Gracia le cegó por un instante, cuando todavía el comentario de Abel Alonso resonaba en sus oídos, pero ahora con el apropiado y merecido sarcasmo:

Un chico tan observador, tan formal y responsable.

Juan Marsé

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