Maria Grazia Siliato
Calígula
Traducción de Teresa Clavel Lledó
PRÓLOGO
El vigésimo cuarto día de enero
El joven emperador salió de la sala isíaca y entró en el criptopórtico.
La luz de los candelabros de bronce era mortecina y la solemne galería estaba desierta. Con sorpresa que enseguida se tornó inquietud, el emperador se percató de que se encontraba solo. Buscó con los ojos a Calixto, aquel griego nacido en Alejandría que hasta apenas un momento antes había permanecido servilmente a su lado, miró hacia atrás y vio aparecer al fondo la imponente figura de Casio Quereas, el fiel comandante de las cohortes pretorianas, que lo seguía.
Se tranquilizó y continuó andando. Lamentó no haber dejado que Milonia lo acompañara; y no sabía que ese pensamiento era el último que dedicaba a su vida normal. Se volvió de nuevo un instante. Detrás de él, Quereas también estaba solo. Alarmado, ahora sí, el emperador se preguntó: «¿Dónde se han metido los demás?». A su espalda, Quereas se acercaba rápidamente. El emperador percibió demasiado apresuramiento en el paso; y de pronto intuyó que, después de tantas conjuras afortunadamente frustradas, la muerte había anidado en su casa. No tuvo tiempo de volverse otra vez: un golpe en la espalda, una penetración glacial, pérdida del equilibrio, falta de aire. Un súbito recuerdo lo asaltó: «La hoja de un cuchillo en los pulmones es eso: un impacto, una sensación de frío, ningún dolor…», había dicho en Siria, años antes, su padre.
Y así era, en efecto. El emperador se volvió; y el fiel Quereas estaba allí. Pero desde lo alto de su mole estaba alzando de nuevo el brazo como quien golpea sin remordimientos, y empuñaba un cuchillo. Quereas era muy fuerte y el emperador lo sabía: por esa célebre fuerza física lo había puesto al frente de las cohortes. Quereas bajó el brazo con violencia, pero el joven emperador lo esquivó precipitadamente. Y, para su sorpresa, no lograba gritar. Quereas levantó de nuevo el brazo para asestar otro golpe, el emperador retrocedió, intentó decirle: «¿Qué haces?», pero no se dio cuenta de si había conseguido decirlo. Pensó que Quereas era un animal pesado y él era joven; simplemente tenía que salir corriendo del criptopórtico, llegar al atrio.
Gritó, constató que no tenía voz: había temido la traición de cualquiera menos de Quereas. Lo empujó con fuerza, consiguió estrellarlo contra la pared mientras por segunda vez clavaba el cuchillo en el vacío. El cuchillo cortó el aire. El emperador se abalanzó hacia la salida; y finalmente, desde el atrio, un oficial se dirigió hacia él. No, no acudía en su ayuda, se disponía a atacarlo. Iba armado, levantaba el puñal. Y él estaba indefenso; miró a los dos agresores en el reducidísimo espacio que le quedaba. De nuevo como un rayo: «No te fíes de quien te ve todos los días -había dicho su padre mientras agonizaba-. No sabes cuántas veces, pese a apreciarlos, has despertado su odio».
Los dos se le acercaron a la vez, y él estaba en medio. Se movieron con prudencia, o quizá era la brutal certeza de tenerlo atrapado; así se actuaba con los osos en el bosque de Teutoburgo. En ese momento, el hielo que tenía en la espalda explotó y se tornó abrasador, y se extendió por los pulmones y hacia arriba, hasta la garganta, y la garganta se llenó de sangre. Quereas sabía dónde había que golpear, no había hecho otra cosa en su vida: la sangre subía, era fuego y dolor, devoraba el aire. El joven emperador reconoció aquello: la sangre que cierra el paso al aire, la muerte.
Vio de cara al segundo agresor, el despiadado julio Lupo, empuñando su arma, sonriente; así debían de ver el oso y el jabalí el rostro del hombre que los estaba matando. ¡Qué sonrisa! Todos los dientes desordenados en la ancha boca, y los ojos que decían: «Estás acabado».
El sabor ardiente de la sangre ascendía, el emperador movió los brazos para abrirse paso: la luz al fondo, nadie más, ninguna voz. Consiguió salir al atrio y el cuchillo de julio Lupo entró horizontal, a traición, no como en la guerra sino como en las peleas, a la altura del estómago, y él se tambaleó, e inmediatamente se convirtió en una hoguera… Y detrás de él, Quereas, con quien bromeaba todos los días, le asestó otro golpe que lo alcanzó con una fuerza bestial, porque sus rodillas cedieron; y él, Cayo César, el, tercer emperador de Roma, cayó de rodillas y, mientras caía, escupió sangre.
Se dio de bruces contra los espléndidos mosaicos del suelo. Al chocar con el mármol, se rompió el anillo sigillarius que llevaba grabado el ojo de Horus y que había pertenecido a un antiguo faraón. De manera inconsciente, por un misterioso mecanismo mental, recordó un consejo de su padre: «Como última defensa, finge estar muerto». Así que se quedó inmóvil, pero estaba muriéndose de verdad. No lo tocaron más.
De repente, un borbollón de sangre le inundó la boca y se extendió por el suelo. Se ahogaba y no oía nada. La boca volvía a llenarse lentamente de sangre y luego, en vez de respirar, se vaciaba de golpe, una gran masa caliente con un ligero golpe de tos.
Entretanto, mientras las profundidades de su cerebro iban apagándose, afloró un solo pensamiento: «Me quedaban por hacer muchas cosas».
Los asesinos lo miraban, implacables. Quereas sentenció profesionalmente, en voz baja:
– Está muerto, vayámonos.
Aún no había aparecido nadie.
– ¡Te quiero! -gritó Milonia, y su voz desesperadamente alta resonó en el atrio.
Corría precipitadamente: se abalanzó sobre el caído, lo abrazó, vio la sangre, le estrechó la cabeza entre las manos.
– Escúchame: yo siempre te he amado, incluso cuando tú ni siquiera me veías… Voy contigo…
Le acariciaba el cabello, intentaba verle la cara. Y, en cierto modo, esa parte de él que sobrevivía en el suelo lo percibía.
Quereas se detuvo para mirar, atónito, la aparición; luego ordenó a julio Lupo que matara inmediatamente a la que para él era simplemente la aterrorizada mujer del emperador asesinado. Le clavaron el cuchillo en la espalda, pero ella no se dio cuenta. De rodillas, continuaba hablándole, acariciándolo con manos que se manchaban de sangre.
– Te amo, seguiré amándote dentro de siete mil años.
Y algo de él todavía era capaz de oírla. Eran las palabras pronunciadas por primera vez en la nave sagrada, fondeada en el pequeño lago. Quereas dijo que estaba loca:
– ¡Hazla callar! -ordenó.
Julio se inclinó sobre ella, introdujo la mano izquierda en la masa enmarañada de cabellos y, apretando con todas sus fuerzas, tiró de la cabeza hacia atrás hasta dejar el cuello al descubierto. Y mientras desde el fondo de este último suspiro ella seguía gimiendo: «Te quiero…», él clavó hasta la empuñadura la sita, el puñal corto de los asesinos de arma blanca, bajo la oreja izquierda y acto seguido, sin vacilar, desplazó la afiladísima hoja hacia la derecha. La voz se desmenuzó en un borboteo, la sangre manó atropelladamente, el puñal golpeó el hueso de la mandíbula debajo de la otra oreja; y Julio lo extrajo con soltura, casi con elegancia, chorreante, mientras su fortísima mano izquierda arrojaba al suelo el cadáver.
Miraron los últimos movimientos convulsos de las manos, los labios semiabiertos, los ojos poniéndose en blanco tras la hendidura de los párpados, la sangre extendiéndose a raudales sobre el brillante mármol.
– Vamos, vamos -dijo Quereas-. Viene gente, vayámonos.
Salieron corriendo. En el suelo había ya tanta sangre que las manos del emperador agonizante quedaban sumergidas. Luego, mientras yacía así, boca abajo, sus pupilas registraron por un instante una última imagen: llegaba una multitud corriendo atropelladamente, y él reconoció, a la altura de su rostro, el pesado calzado de sus fuertes e incorruptibles guardias germánicos. «Habéis llegado tarde», pensó. Por primera vez en sus veintinueve años de vida supo que ya no tenía nada. No vio nada más, las sensaciones del cuerpo se desvanecieron.