Mnester llegó al centro del escenario y se detuvo. Las luces resbalaban como agua sobre su piel, su torso palpitaba de emoción, el ajustadísimo taparrabos parecía descender por sus lisas caderas. Mientras todos miraban, de repente, el emperador se volvió hacia atrás, como si lo hubieran llamado a su espalda. Sin embargo, lo habían llamado dentro de su mente, pero resulta difícil oír las advertencias de los dioses. Encontró la mirada de Calixto, y Calixto se sobresaltó al sentirse mirado. El emperador vio lo pálido que estaba, igual que julio César había visto a Bruto, pero no pensó en nada. Los ojos de su mente no vieron.
Mnester bailaba. Sus ágiles tobillos morenos, sus talones golpeaban la tarima como una llamada. Sus manos se deslizaban con los dedos abiertos sobre la piel, acariciaban su cuerpo sin pudor. Conteniendo la respiración, senadores, magistrados y oficiales miraban los dedos inquietos que se enredaban entre los cordones del taparrabos. Y él, sin ver a nadie, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos, vivía el demonio solipsista de su delirio. Sacudía la cabeza; los negros cabellos, larguísimos y brillantes, se habían soltado de la cinta y saltaban sobre sus hombros.
A ambos lados de él, en la penumbra, se movían bailarines que, con los cabellos y los brazos teñidos en tonos verdes, el ondear de los cuerpos y los velos de los trajes, evocaban una selva azotada por el viento; y detrás de ellos estaban los músicos, procedentes del Asia interior. Los sonidos, los movimientos colectivos, las angustiosas y desesperadamente sensuales sacudidas del cuerpo de Mnester representaban el hechizo del deseo, del que el bailarín no lograba liberarse, y creaban entre el público una atmósfera hipnótica.
La música aumentaba de velocidad y de intensidad, eran vibraciones cada vez más apremiantes y explícitas, y el cuerpo de Mnester se retorcía en un solitario, tormentoso placer. Por fin, mientras sus bellísimas y nerviosas manos asían el taparrabos, cayó boca abajo sobre la alfombra, estremeciéndose. Y el ligero telón de seda, con figuras de ninfas pintadas, se alzó, según la costumbre de la época, delante de él y pareció que hubieran sido las manos de las ninfas las que lo habían levantado.
Los espectadores permanecieron inmóviles en sus sitios; solo fueron capaces de aplaudir tras una pausa.
Pero, en el descanso que siguió, el emperador fue presa de su recurrente dolor de estómago.
– La mezcla de fruta y vino… -masculló.
El dolor se agudizó. El emperador se levantó e indicó con un gesto a sus amigos que no se movieran; no obstante, Milonia hizo ademán de levantarse. Él le susurró que se quedara para no alarmar a los invitados; ella obedeció en silencio, como una niña, pero se sentía contrariada. Él vio sus ojos oscuros siguiéndolo mientras se alejaba.,,Pensó que le había hablado con demasiada dureza. Durante unos instantes le dio pena. Ella pensó: «No puedo hacer nada. Pero, si es así, creo que preferiría morir».
El emperador atravesó su querida sala e inmediatamente fue rodeado, como de costumbre, por los guardias germánicos. Mientras andaba, miró alrededor y pensó: «En esta sala he conseguido aprisionar la luz. Siglos después de mí, continuarán viéndola». Calixto también se había levantado y él se dio cuenta de que se había situado a su lado. «No tenía que haber bebido -le dijo en voz baja-. Debo sumergirme en un baño caliente y comer algo.» Eso era, efectivamente, lo que le aconsejaban sus médicos. Vio que Calixto lo miraba ron ansiedad, escuchaba y no decía nada. Pero los dolores eran fuertes; levantó la mano como lo hacía cuando quería despedir al séquito y continuó, rodeado por los guardias. Calixto se quedó atrás.
Al observar estos movimientos, hubo quien sintió pánico. Pensaron que el emperador había decidido ver inmediatamente al tal Apolonio de Iunit Tentor. En la sala, los dos prefectos que estaban al mando de las cohortes pretorianas -Casio Quereas y Cornelio Sabino- se movieron uno tras otro para salir de la sala. A nadie le sorprendió, ya que su función era vigilar. Uno a uno se alejaron también por la salida del fondo, despacio, algunos dignatarios, équites y senadores.
En ese momento, el emperador se acordó de que, en el espectáculo en el que no iba a estar presente, debían actuar en un ballet unos muchachos venidos de la lejana Bitinia. «Nuestro Oriente pacificado -se dijo-. Merecen que al menos los salude.» Y, por primera vez, ordenó a la escolta germánica que lo esperase fuera. Luego se desvió, solo, hacia el largo criptopórtico -la elegante galería construida por Manlio donde se hallaba expuesto el mapa en piedra del imperio- para reunirse con aquellos jóvenes artistas.
Casio Quereas y Sabino habían seguido sus movimientos a distancia. Vieron que había echado a andar por el criptopórtico y que la luz era débil. Constataron, sorprendidos, que los guardias germánicos no lo acompañaban. El emperador estaba completamente solo. Y aquel era el último día para los conjurados.
– Ahora -susurró Quereas-. Es el momento. ¡Ahora!
Sin embargo, se quedaron un momento dudando, casi paralizados por lo que estaban a punto de hacer. Entretanto, empezaban a asomarse al atrio los dignatarios que habían salido sin llamar la atención, y uno preguntó en voz baja:
– ¿Dónde está Calixto?
Hasta hacía un instante, Calixto había caminado al lado del emperador, y ahora había desaparecido: temieron que quisiera traicionarlos. En un arranque de decisión irreversible, Casio Quereas se adentró en el criptopórtico.
Los demás vieron que el emperador, sin detenerse, se había vuelto y había echado un vistazo a su espalda. Contuvieron la respiración. El emperador reconoció a Quereas y continuó andando tranquilamente. Quereas lo seguía, pero estaba todavía demasiado lejos.
Con un sobresalto de ansiedad, alguien preguntó:
– ¿Dónde están los germanos?
– Los ha mandado él fuera -le respondieron en un susurro.
Mientras, Quereas seguía al emperador con paso cada vez más apresurado. A los conjurados les pareció que sus zapatos hacían muchísimo ruido. El emperador también caminaba deprisa, como siempre, y no había vuelto a mirar atrás. La respiración de los que espiaban se interrumpió. La imponente sombra de Quereas dio un salto, silenciosa como una fiera, con el brazo levantado, detrás del emperador y le clavó el cuchillo en la espalda hasta el mango. El emperador perdió el equilibrio, se tambaleó ostensiblemente. Al instante, a los cerebros de los conjurados llegó el pensamiento: «¡Le ha dado! ¡Que lo mate enseguida!».
Pero el emperador seguía en pie y se volvió. La sombra de Casio Quereas, sin pronunciar una sola palabra, levantó de nuevo el cuchillo y, desde lo alto de su mole, bajó el brazo con violencia, pero el joven emperador lo esquivó precipitadamente. Intentó gritar. Retrocedió, se oyó su voz entrecortada:
– ¿Qué haces?
Quereas sabía atacar, no había hecho otra cosa en su vida, pero era un animal pesado; y el emperador era joven, simplemente tenía que llegar al fondo del criptopórtico.
– Mátalo, mátalo ya -dijo, jadeando, Asiático.
Inesperadamente, el emperador empujó a Quereas con fuerza, consiguió estrellarlo contra la pared mientras por segunda vez clavaba el cuchillo en el vacío. La hoja cortó el aire.
– Ha fallado -dijo otro con un gemido-. Vayámonos.
Vieron al emperador huir dando un salto hacia la salida del criptopórtico. Vieron que, desde allí, un militar corría hacia él. Se quedaron petrificados de terror. Luego, como un relámpago, vieron que aquel militar no corría para acudir en ayuda del emperador, corría para agredirlo: su cuchillo apuntaba contra él. Y el emperador no llevaba armas, y ahora estaba atrapado en aquel reducido espacio.
Finalmente, los dos agresores se le acercaron a la vez, y él estaba en medio.
– No puede escapar -anunció Asiático entre dientes.
Los dos hombres se movían ahora con prudencia, orgullosamente seguros de tenerlo acorralado; así se actuaba también con los osos y los jabalíes.
Un destello de luz iluminó el rostro del segundo agresor: era el despiadado julio Lupo, con su arma, sonriente; así era la cara del hombre que estaba matando a un oso o un jabalí. El emperador movió los brazos para abrirse paso hacia el atrio, pero no tenía esperanzas, no se veía a nadie más. El cuchillo de julio Lupo entró horizontal, a traición, no como en la guerra sino como en las peleas, a la altura del estómago, y el emperador se inclinó; detrás de él, Quereas le asestó otro golpe que lo alcanzó con una fuerza bestial, porque sus rodillas cedieron. Y él, Cayo César, el tercer emperador de Roma, cayó de rodillas y se dio de bruces contra el pavimento.