Con violencia profesional, los pretorianos saltaron a bordo de las naves. La escasa gente de los campos circundantes que había visto bajar al lago a aquellos fragorosos jinetes se quedó aterrorizada mirando. Los pretorianos arremetieron contra los atónitos sacerdotes, que, dudando entre suplicar o intentar defenderse, se habían refugiado en el jem, los arrastraron por el puente, los acuchillaron, los arrojaron al agua agonizando o muertos y, mientras los cuerpos flotaban con sus blancas vestiduras, empezaron a tirar al lago, sin orden ni concierto, vasos, arpas, sistros y estatuas que el agua engulló de inmediato.
La gente que miraba huyó y se dispersó por los bosques, preguntándose el porqué de aquella devastación.
– ¡Han matado al emperador! -anunció alguien.
Los pretorianos cortaron las amarras de las anclas; tirando de los cabos, acercaron las naves a la orilla y cogieron todo lo que podían llevarse, hasta las tejas de bronce.
Con violencia jadeante, en la que se mezclaban miedos supersticiosos, el tribuno gritó:
– ¡Ahora hundid esas carcasas embrujadas hasta el fondo! ¡Que no quede nada flotando! ¡Es una orden imperial!
Los hombres tenían más prisa que él; furiosamente, jadeando a causa del tremendo esfuerzo y de los pensamientos siniestros que los atormentaban, volcaron en las sentinas carretadas de piedras y de arena, rajaron y desfondaron las quillas a hachazos. Por último, echaron al agua las herramientas contaminadas por el maleficio y saltaron a tierra con alivio.
Agazapados entre los arbustos de las colinas que rodeaban el lago, campesinos y pastores, que conservarían el recuerdo durante generaciones, miraban en silencio. A pesar de las brechas, el agua tardó muchas horas en inundar totalmente los sólidos cascos diseñados por el imaginativo Eutimio, y estos no empezaron a hundirse con elegante lentitud hasta el anochecer, mientras se llevaban de Miseno a Eutimio, encadenado, ante los ojos atónitos de sus hombres.
La Me-se-ket, con sus fuertes baos y sus larguísimos reinos, se sumergió sin volcarse, y se la vio descender con un leve regolfo, corno una sombra cada vez más oscura en el agua.
La Ma-ne-yet, la nave de oro, en cambio, mientras el agua comenzaba a correr sobre su puente sin remos ni velas, tembló y, al tiempo que el jem, con las puertas derribadas, se venía abajo entre una masa de escombros, se hundió por la proa.
La ola producida por el naufragio rompió contra la orilla. Luego, las aguas silenciosas y el fango sin corrientes se cerraron sobre las naves del emperador durante mil novecientos años.
Notas histórico-arqueológicas
CAPÍTULO I
La caliga. El calzado -reproducido en un sinfín de bajorrelieves y estatuas triunfales- que llevó a cientos de miles de conquistadores a los más lejanos confines del imperio y que inspiró a los legionarios del frente del Rin el afectuoso y divertido sobrenombre de Calígula, es decir, «zapatito», para llamar al pequeño Cayo César, era realmente muy sólido. Todavía hoy se conserva en el Museo de Cluny un ejemplar, perdido por algún legionario en lo que entonces era la Galia romana, y han aparecido otros incluso en Britania.
Las copas de plata del tribuno Cayo Silio. Diecinueve siglos después del día en que Silio envió su regalo a un amigo de tierras lejanas, se encontraron, excavando en una remota isla danesa la tumba de un antiguo guerrero llamado Hoby, dos preciosas copas de plata en las que estaba grabado en griego el nombre del artista, «Chirisopos», y escrita la sorprendente dedicatoria de un tribuno romano: Cayo Silio. El bárbaro Hoby quiso tenerlas en su tumba como símbolo de una difícil paz.
La isla de Planasia. En la pequeñísima isla -actualmente Pianosa- donde el adolescente Agripa Póstumo fue retenido y ejecutado, se Ivan descubierto los restos de una villa de la familia imperial. Sin embargo, algunas inscripciones muestran que no tardó en ser transformada en desolado lugar de exilio. Después, durante siglos, siguió siendo una cárcel.
CAPÍTULO II
La Nikéde Samotracia. En 1863 alguien desembarcó en esa isla abandonada, exploró las ruinas desiertas de la ciudad de las negras murallas ciclópeas y descubrió una admirable estatua, precisamente la Niké de Samotracia que Germánico no había conseguido ver. Pero la arqueología era aún, en gran parte, una actividad de exhumación desordenada y de apropiación sin control de los objetos descubiertos. La Niké de grandes alas de mármol acabó en el Museo del Louvre.
El retrato de Sócrates. La casa de Éfeso y el revoque sobre el que había sido pintado, al fresco, el retrato de Sócrates eran muy sólidos ya que fueron encontrados, aunque con los habituales desperfectos, después de veinte siglos. Y nuestros ojos todavía pueden ver en aquella pared la enigmática sonrisa del filósofo contemplando su muerte.
Los lagos sagrados entre el desierto de Egipto y las misteriosas naves isíacas. Tras milenios de abandono, excavaciones arqueológicas desenterraron junto al templo de Sais -donde el anciano sacerdote reveló a Cayo César los antiguos misterios- una amplia depresión circular, invadida por la arena, y alrededor un embarcadero embaldosado. Y lo mismo junto al inmenso templo de Karnak, y en las grandiosas ruinas de Busiris -antiguo imperio de Menfis-, donde se descubrió una nave sagrada, modelada en la piedra. Y en Behbeit al-Hagar, hacia el Nilo de Damieta, donde lo que se había tomado por una colina resultó ser un espléndido edificio de granito gris y rosa, de cuatrocientos metros por trescientos sesenta, o sea, el Iseum de Pi-Hebit; y aparecieron el bajorrelieve de una nave ritual, después la imagen de la diosa Isis y por último los cobertizos de las naves sagradas en la orilla del lago. Y asimismo en el Delta, donde la cuenca del antiquísimo lago -de Pi-Bastit yacía bajo una montaña de escombros. También frente a los templos de Ab-du aparecieron los perfiles de dos lagos sagrados y restos de las naves isíacas. Y al pie de las pirámides, y en otros lugares. Sin embargo, hicieron falta muchas discusiones y mucho tiempo para comprender qué significaban los misteriosos lagos nilóticos y tener una idea más clara y quizá más profunda de ese antiguo culto.
Las estatuas sepultadas en el mar de Alejandría. Durante una apasionante búsqueda en las aguas del puerto de Alejandría, aparecieron inesperadamente restos de unos edificios lujosísimos. Entre ellos se encontró una impresionante cabeza de granito que representa a Marco Antonio y el pedestal de la estatua, en el que todavía resulta legible la inscripción: «amante incomparable». En cuanto al joven hijo de Julio César y Cleopatra, Tolomeo César, al que Augusto mató a traición, es posible que también emergiera su retrato de las aguas, actualmente fangosas, del puerto de Alejandría: un rostro regular, de facciones dulces, un poco indefenso, muy joven. Si es él, así era en sus últimas semanas de vida.
En cuanto a Cleopatra, la pintura del suicidio -realizada por encargo de Augusto para celebrar su victoria-, celebérrima en aquellos días, alimentó durante siglos la imaginación de historiadores, dramaturgos y novelistas. Sin haberla visto nunca, decenas de pintores y escultores han hecho réplicas: la Cleopatra tendida, con los ojos cerrados, que ase con fuerza entre los dedos al reptil, pintada diecisiete siglos más tarde por Artemisia Gentileschi; o la cansada Cleopatra sentada, con un delicado pecho al aire, esculpida en mármol blanco por William Wetmore Story y expuesta en el Metropolitan Museum de Nueva York; o la Cleopatra desnuda, y también con unos pechos admirables, ordenando a la ancila que le dé la cesta de fruta en la que está enroscado el áspid, imaginada por el pintor Henri Dejussieu en los mismos años y actualmente en el Museo de Chalon-sur-Saône; o la reina tendida en la cama que, volviendo la cabeza a causa del asco, acerca a su pecho como siempre bellísimo, en un gesto inevitable, la boca abierta del áspid, imaginada por Reginald Arthur; o el pesado cuerpo de la mujer ya muerta, representado por Jean André Rixens y actualmente en el Museo de Toulouse, en el que de su sutil elegancia solo ha quedado la bella mano abandonada sobre el borde de la cama.