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Antonia está en el Museo Nacional Romano: los cabellos recogidos y sujetos alrededor de la cabeza, en ondas cuidadosamente entrelazadas que parecen una diadema; una imperceptible sonrisa en la boca cerrada, que borra la rigidez del mármol en torno a los labios; una tierna inclinación de la cabeza, como escuchando a alguien que habla poniéndose de puntillas. Actualmente hay otro retrato suyo en mármol en el British Museum, en el que también aparece con la cabeza levemente inclinada y el cabello recogido. También vemos a un joven de espesos y ondulados cabellos y mirada profunda; se parece al retrato imperial de Cayo César que se encuentra en el Museo de Nápoles, por lo que se supone que es uno de sus hermanos asesinados.

También en Nápoles, en el Museo Arqueológico, está el rostro de Octavia, la sumisa hermana de Augusta, que acoge a los huérfanos egipcios de Cleopatra y Antonio. Y Agripina, sentada, no muy joven ya; se dice que fue esculpida, después de morir por rechazar la comida, por orden de su hijo cuando fue elegido emperador. Hay algunos retratos más, todos llegados de Roma con la inmensa colección de los príncipes Farnesio.

Un largo y extraño viaje, el de la colección Farnesio. Los descendientes de Paulo III, el 222.º papa -el que excomulgó a Enrique VIII de Inglaterra, aprobó la Compañía de Jesús y estructuró la Inquisición-, muerto en 1544, habían acumulado en Roma y en sus numerosas villas las más espléndidas obras maestras del arte grecorromano descubiertas en excavaciones o encontradas entre las ruinas abandonadas de la época imperial. Pero la última de los Farnesio, Isabel, con la que se extinguía la dinastía, se casó con un Borbón de Nápoles. Por eso, en 1787, en vísperas de la Revolu ción francesa, la prodigiosa colección tomó el camino de Nápoles y fue depositada sin muchos miramientos en un inmenso edificio que había servido de caballerizas reales, luego había sido ampliado y reestructurado para convertirlo en universidad, y por último transformado en museo. Y así fue como Octavia, Agripina, Tiberio y Cayo César continuaron contándonos desde allí su historia.

En Roma, en cambio, en los Museos Capitolinos, encontramos a Augusto, muy digno y todavía bastante joven, con una corona de mirto. Del admirable y pulido trabajo del mármol emerge una apacibilidad voluntaria, calculada. El hombre está como detrás de una pantalla. La boca está cerrada, pero sin contracciones; el único rasgo de dureza es el pliegue prominente de la barbilla. Mientras posaba, debía de estar concentrado en quién sabe qué pensamientos, y el artista advirtió el distanciamiento imperial. Se percibe la reserva desconfiada y orgullosa de su elevada mente, hecha para alimentar únicamente proyectos a largo plazo y, para su época, planetarios. Los ojos, en efecto, miran hacia un punto remoto. La concentración está expresada por las arrugas en el entrecejo, y resulta visible, bajo la piel, la tensión constante de los músculos.

De la despiadada y longeva Livia, la Noverca -que despejó el camino del imperio a su hijo Tiberio-, se descubre su rostro afilado, con los labios cerrados, absorto en largas reflexiones, bajo un peinado rígido y compacto, sin gracia; sus ojos miran sin ver.

Pero después nos sale al encuentro un rostro de Agripina extraordinariamente bello. Lleva un peinado distinto del de las otras mujeres célebres de la familia: el cabello está repartido hacia ambos lados de la cabeza y sobre la frente alta, casi viril. Tiene las cejas rectas y los ojos de mirada profunda, coleo su hijo Cayo César. En los lados y en la nuca, los ondulados cabellos están bien peinados, y algunos mechones caen sobre los hombros. La boca está bien perfilada y podría ser apasionada si no fuera por la línea decidida y firme de la barbilla. Parece todavía joven, pero quizá no tenga edad, pues el mármol delata cansancio. Está de frente y mira como si, después de tanto tiempo, olvidado el odio, siguiera denunciando algo.

De los días en que muchos de estos sucesos aún no habían ocurrido, los días de la gloria victoriosa, quedan los paneles de mármol que revisten los costados del Ara Pacis Augustae, en Roma: en un cortejo ritual pero a la vez familiar y espontáneo, avanzan Augusto y Livia, senadores y sacerdotes, Germánico todavía jovencísimo y el comandante Agripa, que desaparecería en aquellos meses. Su pequeño hijo Lucio -que moriría misteriosamente en la desembocadura del Ródano- va agarrado de su toga, y Antonia, desde el fondo, le acaricia la cabeza. Les sigue Julia, que todavía es joven y sonríe. Detrás de Julia camina Tiberio, idéntico a sus retratos de cuando sería emperador. Todos avanzan ordenadamente, de un panel al otro, en la suave blancura del mármol.

CAPÍTULO V

El recuerdo de la madre. El joven emperador que llevó a Roma, entre sus brazos, las cenizas de su madre despertó una inmensa emoción popular. La arqueología -placas, inscripciones, monumentos, monedas- ofrece un testimonio más imparcial que los historiadores: muchas ciudades construyeron en honor de la familia perseguida cenotafios o monumentos conmemorativos, como el dedicado a Druso que se encontró en Bergomum, la actual Bérgamo. O el cenotafio, con espléndidos retratos en mármol, erigido en la isla de Pantelleria y que alguien salvó de la destrucción escondiéndolo tras una pantalla de tejas. O, en la antigua Velleia, junto a Piacenza, una bellísima estatua de Agripina que María Luisa de Austria, la mujer de Napoleón, encontró y llevó a su museo.

Pero el resto arqueológico más emocionante de esta historia es un cubo de mármol hueco por dentro. Pertenecía al monumento fúnebre de Agripina y contenía su urna con las cenizas, porque tiene grabada una inscripción seguramente dictada por su hijo. Arriba, grande, dramáticamente desproporcionada, hay una sola palabra esculpida: «HUESOS…». Eso es todo lo que queda de tanto injusto sufrimiento, de una muerte por hambre, como nos susurra esa única palabra de indignación. A continuación la vida de la mujer es evocada a través de los nombres de todos sus vínculos imperiales, incluido el hijo que estrechó contra su pecho aquel peso:… de Agripina, hija de Agripa, nieta del divino Augusto, esposa de Germánico, madre de Cayo César Augusto Germánico». Nada más, ni la condena, ni el asesinato, ni la forma en que murió; la mitad inferior del espacio quedó vacía. Siglos después -devastado y saqueado el mausoleo-, ese contenedor de mármol con su incisiva inscripción peregrinó largamente por Roma. En el siglo XIV ampliaron su cavidad interna y la emplearon para medir el grano en los mercados. Nadie entendía ya la antigua inscripción ni le interesaba: se estaba olvidando el latín y la historia. Finalmente, ese mármol encontró un lugar en los Museos Capitolinos.

Las monedas imperiales. La lista de las monedas imperiales acuñadas por Cayo César Augusto Germánico en cuatro años es, con mucho, superior a la de los veintitrés años de Tiberio. Y si no fuera por estos restos y las inscripciones conmemorativas que llevan, quizá solo conoceríamos de su imperio las venenosas habladurías de sus detractores y no las numerosas leyes libertarias y civiles, precursoras del futuro. Pero las monedas nos dicen también que nunca lo abandonó la obsesión por los afectos familiares. En el British Museum se conserva la primera, y rarísima, de sus innumerables emisiones: conmemora el día que recogió en Pandataria las cenizas de su madre. Hay una serie de cuidadas grabaciones dedicada a las víctimas: Germánico, Agripina y los dos hermanos, Nerón y Druso. También está representada la diosa Pietas, símbolo de los afectos familiares y de la patria. Y en una pequeña moneda de bronce aparecen las mujeres de la familia: en el inverso, la madre, sentada con la cabeza cubierta; en el reverso, las tres hermanas, la queridísima Drusila en el centro y las otras dos, de perfil, a los lados. Monedas con los padres juntos y otras con los dos hermanos muertos son mencionadas en el Dessau. Cohen enumera catorce monedas con la efigie de Germánico.